por Marco Reyes
El mes de abril de 1994 representa un evento auroral, un acontecimiento que inauguró un sin número de sucesos en la historia del continente africano. Hace treinta años el avión del presidente de la República de Rwanda, Juvenal Habyarimana (hutu), fue derribado.
Sumado a la caída de los precios del café que aquejaba a la economía rwandesa hacia finales del siglo XX, el magnicidio desanudó una serie de fuerzas que se habían venido confeccionando desde años atrás: las milicias Interhamwe en conjunto con las arengas emitidas por la Radio Mil Colinas movilizaron a la mayor parte de la población hutu (80% de la población) para paulatinamente ir perpetrando un genocidio en contra del grupo tutsi (8%).
A un ritmo promedio de 10 mil personas por día, al cabo de tres meses, cerca de un millón de personas mayoritariamente pertenecientes al ensamble cultural tutsi fueron aniquiladas. Los cuerpos y vientres femeninos fueron especialmente convertidos en armas de guerra por un patriarcado agazapado en la dinámica genocida.
Si bien el genocidio de Rwanda ha sido consuetudinariamente explicado como mero “enfrentamiento étnico” –un argumento que reproduce la mirada colonial de África como un entorno “agresivo por naturaleza”– conviene darle sentido histórico a dicha violencia señalando que el colonialismo europeo en Rwanda y Burundi convirtió a la minoría tutsi en la “raza superior”, aquella con la cual podía contarse para alcanzar las metas coloniales.
De este modo, la categoría de “raza” en tanto artefacto científicamente validado, fue implementado por el colonialismo racializando convenientemente a la población rwandesa y convirtiendo a dos identidades socioculturales en “razas” enfrentadas entre sí. Raza y ciencia sirvieron convenientemente al proyecto de dominación colonial europea para convenientemente definir, dividir e imperar. Sin embargo, esta alianza entre la minoría dominante tutsi y el colonialismo europeo en Rwanda quedó en tela de juicio a mediados del siglo XX cuando los movimientos de liberación nacional africanos interrogaron severamente los cimientos de los regímenes coloniales.
En medio de la efervescencia nacionalista de mediados del siglo XX, no era de sorprender que la mayoría hutu (80%) se agrupara en torno al Partido Parmehutu para lograr exitosamente la liberación nacional de Rwanda en el año de 1962. Así, al lograrse la liberación nacional, el grupo hutu finalmente adquiría la matriz de poder colonial por antonomasia: el Estado rwandés. Con ello, si bien el año de 1962 marca el final del colonialismo europeo en la región, esto último no concluyó con la violencia colonial a grado tal que la anterior víctima del régimen colonial, el grupo hutu, se convertiría paulatinamente en perpetrador de una violencia a cuyo clímax se llegaría en 1994.
A treinta años del genocidio de Rwanda, vale interrogarse sobre el modo mediante el cual la memoria del genocidio puede llegar a tener sus respectivas amnesias y cómo se puede fosilizar el recuerdo, la memoria y el olvido. ¿Quiénes pasan a la historia como víctimas y victimarios? ¿Quién tiene la capacidad de confeccionar lo que debe ser remembrado y lo que merece ser colocado en el olvido?
La industria del recuerdo ha petrificado la memoria de las víctimas del genocidio presentando de modo monolítico al grupo tutsi como “víctima” y al grupo hutu como “victimario” obviando así en muchos casos las razones históricas de la violencia y eludiendo revisar aquellos intersticios que permitirían ver de manera más clara las acciones de las facciones hutu moderadas o batwa (2% de la población) que se rehusaron a participar en la dinámica genocida o incluso iluminar los manejos políticos del pasado que se han realizado y que tienden a imposibilitar cualquier revisión de carácter histórico más allá de lo oficialmente reconocido.
A golpe de tambor, se hace necesario no sólo potenciar aquellas voces y testimonios de violencia sexual cometida por hombres en contra de mujeres sino además considerar que la violencia sexual puede –tal como muy diversos testimonios rwandeses masculinos lo han dado a conocer en las dos décadas más recientes– ser cometido por varones en contra de hombres que, al ser violentados sexualmente, son también feminizados como una variante de la violencia patriarcal genocida que se apoya en la emasculación social de cuerpos masculinos. Por una gestión de la memoria que haga posible que nunca más un genocidio se repita…
(Departamento de Filosofía-Historia. UAM-Iztapalapa. Miembro de la Unidad de Estudio y Reflexión África, Medio Oriente y Sudoeste Asiático del COMEXI).