/ domingo 14 de julio de 2024

Activos nacionales

Europa frenó, una vez más, el ascenso de fuerzas que convocaban a un pasado en el que la base del nacionalismo es la exclusión y hasta el odio hacia otras personas que, en apariencia, no comparten las mismas ideas o costumbres del resto.

Esto nunca ha sido cierto en la mayor parte de la historia europea; es más, sucedió lo contrario casi siempre. Desde la consolidación del imperio de Alejandro Magno y hasta la Segunda Guerra Mundial, Europa fue -y es- una mezcla de culturas, dividas en reinos que se aliaban y se peleaban entre sí; lo que sucede, tristemente, hasta nuestros días.

Pero, la realidad es que las culturas europeas se enriquecieron de sus intercambios comerciales y las relaciones culturales que se produjeron en consecuencia. La migración era una condición del desarrollo en esos tiempos (y en muchos otros), por eso miles de soldados terminaban cultivando la tierra o abriendo negocios en naciones lejanas a sus lugares de origen. Unos pueblos dominaron a otros e incluso otros imperios, como el árabe y el otomano, reinaron varios siglos sobre territorios al otro lado del continente. La mezcla cultural y social en España, Portugal, Francia, Alemania y el Reino Unido, entre otros, fue inevitable, con la fusión de idiomas, tradiciones y formas de pensar que forjaron nuevos países, la mayoría mejores. Solo fue cuando esos lazos se rompieron que Europa vivió sus periodos más oscuros.

Uno de los activos nacionales que gozamos como mexicanos es, precisamente, una cultura de una enorme riqueza que se desdobla en múltiples expresiones artísticas, culinarias, religiosas y comunitarias que no tienen comparación en el mundo. A diferencia de los europeos, México y gran parte de América Latina tienen raíces profundas de identidad que se establecieron sobre rasgos, valores y comportamientos orientados a la colaboración, la unidad como fórmula de organización y la manifestación de lo que somos en un plato de comida y en un mural del tamaño de un edificio. Frente a una cultura de reinos y reinados, la nuestra es una fusión de esos imperios prehispánicos con las ideas libertarias del periodo post colonial, hasta la formación de las instituciones que pudimos poner en funcionamiento.

Que la cuna de los derechos universales, Francia, haya decidido optar por ese concepto de democracia moderna, en lugar del nacionalismo excluyente que, de todos modos, ha ganado terreno, es una confirmación del cambio de época que vivimos. Inglaterra ha hecho lo propio, con una base trabajadora que le ha propinado una derrota histórica al partido conservador que presumía abanderar esos principios que han enorgullecido al Reino Unido como el modelo de la monarquía parlamentaria por antonomasia.

México acaba de pasar por un proceso diferente, aunque con similitudes importantes en cuanto al papel que hemos asumido como sociedad en la toma de decisiones. Es posible que lo que estamos viviendo es un rompimiento con los moldes sociales, económicos y políticos que le dieron sentido a los dos últimos siglos y ahora estemos por entrar en un periodo en el que la auténtica polarización se encuentra entre las sociedades con activos y las sociedades de pasivos.

Una sociedad que cuenta con juventud, esperanza de vida, recursos naturales, buen clima, territorio y sentido de pertenencia, es una sociedad que difícilmente se perderá en discusiones bizantinas acerca de la conveniencia de prohibirle la entrada a alguien más. Claro que sucede, porque segmentos de la población pueden pasar demasiado tiempo influidos por el miedo artificial al extranjero, cuando lo cierto es que sin la incorporación de otras personas ninguna sociedad ha prosperado. Nosotros lo vivimos todo el tiempo con la migración histórica de paisanos hacia los Estados Unidos.

Una sociedad que se hace vieja, vive con soledad, no cuenta con recursos naturales, ni territorio o buen clima y su sentido de pertenencia está basado en la “pureza” de su genética, solo puede sembrar miedo y cosechar división.

Por eso cuando una mayoría decide modificar el rumbo y hacer uso de sus activos nacionales para construir el bien común, surge la esperanza en un futuro mucho mejor. No somos una especie que pueda llegar lejos si parte de la exclusión. Es la apertura para incluir a todas y a todos lo que ha hecho que las grandes civilizaciones de nuestra historia se consoliden.

Europa frenó, una vez más, el ascenso de fuerzas que convocaban a un pasado en el que la base del nacionalismo es la exclusión y hasta el odio hacia otras personas que, en apariencia, no comparten las mismas ideas o costumbres del resto.

Esto nunca ha sido cierto en la mayor parte de la historia europea; es más, sucedió lo contrario casi siempre. Desde la consolidación del imperio de Alejandro Magno y hasta la Segunda Guerra Mundial, Europa fue -y es- una mezcla de culturas, dividas en reinos que se aliaban y se peleaban entre sí; lo que sucede, tristemente, hasta nuestros días.

Pero, la realidad es que las culturas europeas se enriquecieron de sus intercambios comerciales y las relaciones culturales que se produjeron en consecuencia. La migración era una condición del desarrollo en esos tiempos (y en muchos otros), por eso miles de soldados terminaban cultivando la tierra o abriendo negocios en naciones lejanas a sus lugares de origen. Unos pueblos dominaron a otros e incluso otros imperios, como el árabe y el otomano, reinaron varios siglos sobre territorios al otro lado del continente. La mezcla cultural y social en España, Portugal, Francia, Alemania y el Reino Unido, entre otros, fue inevitable, con la fusión de idiomas, tradiciones y formas de pensar que forjaron nuevos países, la mayoría mejores. Solo fue cuando esos lazos se rompieron que Europa vivió sus periodos más oscuros.

Uno de los activos nacionales que gozamos como mexicanos es, precisamente, una cultura de una enorme riqueza que se desdobla en múltiples expresiones artísticas, culinarias, religiosas y comunitarias que no tienen comparación en el mundo. A diferencia de los europeos, México y gran parte de América Latina tienen raíces profundas de identidad que se establecieron sobre rasgos, valores y comportamientos orientados a la colaboración, la unidad como fórmula de organización y la manifestación de lo que somos en un plato de comida y en un mural del tamaño de un edificio. Frente a una cultura de reinos y reinados, la nuestra es una fusión de esos imperios prehispánicos con las ideas libertarias del periodo post colonial, hasta la formación de las instituciones que pudimos poner en funcionamiento.

Que la cuna de los derechos universales, Francia, haya decidido optar por ese concepto de democracia moderna, en lugar del nacionalismo excluyente que, de todos modos, ha ganado terreno, es una confirmación del cambio de época que vivimos. Inglaterra ha hecho lo propio, con una base trabajadora que le ha propinado una derrota histórica al partido conservador que presumía abanderar esos principios que han enorgullecido al Reino Unido como el modelo de la monarquía parlamentaria por antonomasia.

México acaba de pasar por un proceso diferente, aunque con similitudes importantes en cuanto al papel que hemos asumido como sociedad en la toma de decisiones. Es posible que lo que estamos viviendo es un rompimiento con los moldes sociales, económicos y políticos que le dieron sentido a los dos últimos siglos y ahora estemos por entrar en un periodo en el que la auténtica polarización se encuentra entre las sociedades con activos y las sociedades de pasivos.

Una sociedad que cuenta con juventud, esperanza de vida, recursos naturales, buen clima, territorio y sentido de pertenencia, es una sociedad que difícilmente se perderá en discusiones bizantinas acerca de la conveniencia de prohibirle la entrada a alguien más. Claro que sucede, porque segmentos de la población pueden pasar demasiado tiempo influidos por el miedo artificial al extranjero, cuando lo cierto es que sin la incorporación de otras personas ninguna sociedad ha prosperado. Nosotros lo vivimos todo el tiempo con la migración histórica de paisanos hacia los Estados Unidos.

Una sociedad que se hace vieja, vive con soledad, no cuenta con recursos naturales, ni territorio o buen clima y su sentido de pertenencia está basado en la “pureza” de su genética, solo puede sembrar miedo y cosechar división.

Por eso cuando una mayoría decide modificar el rumbo y hacer uso de sus activos nacionales para construir el bien común, surge la esperanza en un futuro mucho mejor. No somos una especie que pueda llegar lejos si parte de la exclusión. Es la apertura para incluir a todas y a todos lo que ha hecho que las grandes civilizaciones de nuestra historia se consoliden.

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