/ miércoles 6 de febrero de 2019

Adjetivos, etiquetas y descalificaciones

El uso del adjetivo hasta el grado de epíteto, la etiqueta a supuestos adversarios o la prédica de una moral lejana a la laicidad del Estado configuran en el discurso de Andrés Manuel López Obrador lo que Daniel Cosío Villegas llamó el estilo personal de gobernar, manifiesto en la diaria conferencia de prensa mañanera que sustituye al ya desmantelado aparato de comunicación social del gobierno.

La agencia que mide la situación de gobiernos y corporaciones financieras del mundo entero no es para el presidente de México una calificadora cuya voz debe escucharse, sino una partida de hipócritas cómplices del pasado corrupto. Las hordas de la disidencia magisterial que mantienen el bloqueo al sistema ferroviario en varios estados no son delincuentes sino en todo caso pecadores según lo dice el antiguo testamento citado por el propio mandatario. Pecado, no delito habría sido el cierre de los pozos petroleros, redimido a lo largo de una larga carrera política. Pecado, no delito serían también los plantones en el Paseo de la Reforma y los que acompañaron las acciones más destacadas de López Obrador en los años previos a su arribo a la presidencia de la República.

Para este gobierno la solución a los altos grados de delincuencia no está en la aplicación de la justicia, en la represión a los responsables ni en el estado de derecho, sino en un acto de contrición religioso al que convoca para alcanzar una vida de sosiego. El camino está trazado: tal pareciera que la protesta, el bloqueo, el uso de la violencia son, para el gobierno, los instrumentos para lograr lo que se pretende. En el discurso que define ese estilo personal de gobernar los beneficios fiscales concedidos a algunas empresas en el pasado no son actos de corrupción que merecerían investigaciones exhaustivas y castigo a los responsables, sino “pinches tranzas” que serían perdonadas por decreto si una consulta popular no obliga al gobierno a cumplir con su deber de sancionar y castigar todo delito.

Huye del adjetivo para dar a las palabras su verdadero peso sin descalificaciones innecesarias, su valor cuando se ciñen al hecho y al argumento, aconsejaba un viejo periodista en busca de la relativa objetividad. Lo mismo debería esperarse del discurso político, despojado de la violencia verbal, con respeto a la investidura al que todo gobernante está obligado aun en el fragor de las batallas que se libran en el ejercicio del poder. Perdón investidura, decía levantándose de su asiento en solemne reverencia el presidente Adolfo Ruiz Cortines cuando, sólo en privado, soltaba un pétalo de su florido lenguaje veracruzano.

Habló el jarocho, no el presidente, se disculpaba. La palabra altisonante, el abuso del habla coloquial, la perversión del idioma cuya mínima preservación debe ser norma de todo actor de la vida pública, no son atributos dignos de admiración en quien detenta el poder. El estilo personal de gobernar de Andrés Manuel López Obrador va más allá de un léxico cuyas aristas deberían moderarse teniendo en cuenta el aspecto de ejemplo que muestra dentro de la comunidad. Lo que se espera de ese discurso público sería una voluntad de armonía y unidad por encima de las diferencias políticas que dividen y corroen.

La misión del gobernante no radica sólo en la solución de los problemas del momento, sino en su contribución a la edificación de un futuro mejor para toda la sociedad. En ello, el gobernante tiene una alta responsabilidad de carácter educativo que no se logra con el falso acercamiento a ese conjunto diverso llamado pueblo. La verdadera autoridad se gana con respeto a la esencia del pueblo al que se dirige.

Srio28@prodigy.net.mx

El uso del adjetivo hasta el grado de epíteto, la etiqueta a supuestos adversarios o la prédica de una moral lejana a la laicidad del Estado configuran en el discurso de Andrés Manuel López Obrador lo que Daniel Cosío Villegas llamó el estilo personal de gobernar, manifiesto en la diaria conferencia de prensa mañanera que sustituye al ya desmantelado aparato de comunicación social del gobierno.

La agencia que mide la situación de gobiernos y corporaciones financieras del mundo entero no es para el presidente de México una calificadora cuya voz debe escucharse, sino una partida de hipócritas cómplices del pasado corrupto. Las hordas de la disidencia magisterial que mantienen el bloqueo al sistema ferroviario en varios estados no son delincuentes sino en todo caso pecadores según lo dice el antiguo testamento citado por el propio mandatario. Pecado, no delito habría sido el cierre de los pozos petroleros, redimido a lo largo de una larga carrera política. Pecado, no delito serían también los plantones en el Paseo de la Reforma y los que acompañaron las acciones más destacadas de López Obrador en los años previos a su arribo a la presidencia de la República.

Para este gobierno la solución a los altos grados de delincuencia no está en la aplicación de la justicia, en la represión a los responsables ni en el estado de derecho, sino en un acto de contrición religioso al que convoca para alcanzar una vida de sosiego. El camino está trazado: tal pareciera que la protesta, el bloqueo, el uso de la violencia son, para el gobierno, los instrumentos para lograr lo que se pretende. En el discurso que define ese estilo personal de gobernar los beneficios fiscales concedidos a algunas empresas en el pasado no son actos de corrupción que merecerían investigaciones exhaustivas y castigo a los responsables, sino “pinches tranzas” que serían perdonadas por decreto si una consulta popular no obliga al gobierno a cumplir con su deber de sancionar y castigar todo delito.

Huye del adjetivo para dar a las palabras su verdadero peso sin descalificaciones innecesarias, su valor cuando se ciñen al hecho y al argumento, aconsejaba un viejo periodista en busca de la relativa objetividad. Lo mismo debería esperarse del discurso político, despojado de la violencia verbal, con respeto a la investidura al que todo gobernante está obligado aun en el fragor de las batallas que se libran en el ejercicio del poder. Perdón investidura, decía levantándose de su asiento en solemne reverencia el presidente Adolfo Ruiz Cortines cuando, sólo en privado, soltaba un pétalo de su florido lenguaje veracruzano.

Habló el jarocho, no el presidente, se disculpaba. La palabra altisonante, el abuso del habla coloquial, la perversión del idioma cuya mínima preservación debe ser norma de todo actor de la vida pública, no son atributos dignos de admiración en quien detenta el poder. El estilo personal de gobernar de Andrés Manuel López Obrador va más allá de un léxico cuyas aristas deberían moderarse teniendo en cuenta el aspecto de ejemplo que muestra dentro de la comunidad. Lo que se espera de ese discurso público sería una voluntad de armonía y unidad por encima de las diferencias políticas que dividen y corroen.

La misión del gobernante no radica sólo en la solución de los problemas del momento, sino en su contribución a la edificación de un futuro mejor para toda la sociedad. En ello, el gobernante tiene una alta responsabilidad de carácter educativo que no se logra con el falso acercamiento a ese conjunto diverso llamado pueblo. La verdadera autoridad se gana con respeto a la esencia del pueblo al que se dirige.

Srio28@prodigy.net.mx