/ jueves 25 de febrero de 2021

Alta Empresa | La vida sigue, pero… (Quinta y última parte)

Hace dos semanas fui al dentista. El motivo: la instalación de una corona que se quedó a medias desde principios de 2020 (vaya complejidad: cuatro citas y un gasto que hasta ahora asciende a cuatro mil pesos). Mi expectativa era encontrar cita de manera casi inmediata: a fin de cuentas, imaginé, la gente debe estar aún aterrada de sentarse durante una hora con la boca abierta, expuesta al bicho de la COVID-19. Error: tuve que aguardar casi un par de semanas para que la doctora me recibiera. Al principio pensé que la demora obedecía a un protocolo para mantener el consultorio semivacío, sin gente sentada en la sala de espera, pero no, cuando llegué el lugar estaba repleto de gente que intentaba con relativo éxito guardar la sana distancia.

De marzo a septiembre, explicó la doctora, “tuve que suspender consultas debido a que la gente no quería venir al consultorio, y de hecho la recomendación era que sólo atendiéramos urgencias como sangrado continuo, traumatismos orofaciales, dolor severo o infecciones, pero las citas se dispararon hacia finales de año y es difícil evaluar qué es urgente a través de WhatsApp”. La COVID-19 ha generado diversos efectos sobre la salud bucal. El aumento de la ansiedad agrava el bruxismo -patología que consiste en apretar o rechinar los dientes-, sobre todo durante el sueño, lo que a la larga produce desgaste y ruptura en los dientes. El miedo también eleva el consumo de tabaco y alcohol, lo que daña la dentadura.

El fenómeno es mundial: ya desde septiembre el renombrado dentista Tammy Chen reportaba en The New York Times sobre una epidemia estadounidense de dientes rotos provocada por el estrés acumulado a lo largo del encierro: “Piensen en un gladiador preparándose para la batalla: cierra los puños, aprieta la mandíbula. Debido al estrés del coronavirus, el cuerpo se mantiene en un estado de excitación, listo para la batalla, en vez de descansar y recargarse. Toda esa tensión va directamente a los dientes.”

Otro factor: los medicamentos recetados para la depresión provocan resequedad en la boca, lo que redunda en infecciones y dientes frágiles. Hace unos días, Antonio Pascual Feria, presidente de la Asociación Nacional de Farmacias de México (Anafarmex), destacó que la compra de medicamentos utilizados para tratar el pánico y la depresión -diazepam, clonazepam, triazolam, metilfenidato, fluoxetina y sertralina, entre otros- se duplicó en diciembre y enero, es decir, en los meses donde se registraron más muertes y contagios. La compra de tés y otros tranquilizantes naturales también aumento en 40%.

Las autoridades señalan un descenso sostenido en el número de camas y respiradores disponibles, sin embargo, lo cierto es que la cifra de muertes entre semana aún tiende a superar el millar. No cabe duda: la población vive momentos de duelo y angustia que aún se prolongaran varios meses. ¿Cuáles serán los efectos a largo plazo de este trauma? Imposible saberlo. Las vacunas anuncian una luz al final del túnel, pero basta de engañarnos: no “falta poco”. La vida sigue, sí, pero en lugar de forzar la sonrisa y negar lo evidente, quizá lo mejor sea planear cómo salir airoso de los cambios que se avecinan. No serán menores, créanlo.

Hace dos semanas fui al dentista. El motivo: la instalación de una corona que se quedó a medias desde principios de 2020 (vaya complejidad: cuatro citas y un gasto que hasta ahora asciende a cuatro mil pesos). Mi expectativa era encontrar cita de manera casi inmediata: a fin de cuentas, imaginé, la gente debe estar aún aterrada de sentarse durante una hora con la boca abierta, expuesta al bicho de la COVID-19. Error: tuve que aguardar casi un par de semanas para que la doctora me recibiera. Al principio pensé que la demora obedecía a un protocolo para mantener el consultorio semivacío, sin gente sentada en la sala de espera, pero no, cuando llegué el lugar estaba repleto de gente que intentaba con relativo éxito guardar la sana distancia.

De marzo a septiembre, explicó la doctora, “tuve que suspender consultas debido a que la gente no quería venir al consultorio, y de hecho la recomendación era que sólo atendiéramos urgencias como sangrado continuo, traumatismos orofaciales, dolor severo o infecciones, pero las citas se dispararon hacia finales de año y es difícil evaluar qué es urgente a través de WhatsApp”. La COVID-19 ha generado diversos efectos sobre la salud bucal. El aumento de la ansiedad agrava el bruxismo -patología que consiste en apretar o rechinar los dientes-, sobre todo durante el sueño, lo que a la larga produce desgaste y ruptura en los dientes. El miedo también eleva el consumo de tabaco y alcohol, lo que daña la dentadura.

El fenómeno es mundial: ya desde septiembre el renombrado dentista Tammy Chen reportaba en The New York Times sobre una epidemia estadounidense de dientes rotos provocada por el estrés acumulado a lo largo del encierro: “Piensen en un gladiador preparándose para la batalla: cierra los puños, aprieta la mandíbula. Debido al estrés del coronavirus, el cuerpo se mantiene en un estado de excitación, listo para la batalla, en vez de descansar y recargarse. Toda esa tensión va directamente a los dientes.”

Otro factor: los medicamentos recetados para la depresión provocan resequedad en la boca, lo que redunda en infecciones y dientes frágiles. Hace unos días, Antonio Pascual Feria, presidente de la Asociación Nacional de Farmacias de México (Anafarmex), destacó que la compra de medicamentos utilizados para tratar el pánico y la depresión -diazepam, clonazepam, triazolam, metilfenidato, fluoxetina y sertralina, entre otros- se duplicó en diciembre y enero, es decir, en los meses donde se registraron más muertes y contagios. La compra de tés y otros tranquilizantes naturales también aumento en 40%.

Las autoridades señalan un descenso sostenido en el número de camas y respiradores disponibles, sin embargo, lo cierto es que la cifra de muertes entre semana aún tiende a superar el millar. No cabe duda: la población vive momentos de duelo y angustia que aún se prolongaran varios meses. ¿Cuáles serán los efectos a largo plazo de este trauma? Imposible saberlo. Las vacunas anuncian una luz al final del túnel, pero basta de engañarnos: no “falta poco”. La vida sigue, sí, pero en lugar de forzar la sonrisa y negar lo evidente, quizá lo mejor sea planear cómo salir airoso de los cambios que se avecinan. No serán menores, créanlo.