/ jueves 2 de agosto de 2018

Alternancia ya no es excepción

A finales de los años 70 los reformadores del sistema político mexicano asumieron que era insostenible desconocer la pluralidad que ya existía en la sociedad aunque todavía no se reflejaba ni en la composición de los gobiernos ni de los congresos. Se apostó entonces por una reforma constitucional que abriera espacios a esa realidad.

José López Portillo “compitió” sin rival en 1976, hizo campaña en una contienda desierta de opositores en las boletas, aunque vigentes en el ánimo de muchos sectores de la población que no tuvieron alternativas tangibles al momento de salir a votar. No podía asumirse un escenario así como ejemplo de democracia ante el mundo, porque el resultado estaba definido antes del banderazo de salida, ni siquiera hubo candidatos testimoniales, solo el del partido oficial, a quien literalmente, para ganar, le habría bastado con votar por él para convertirse en presidente de la república.

La reforma política del 1977 fue la primera inflexión, un punto indudable de partida; más tarde, la polémica elección de 1988 y la sombra de las irregularidades fue el catalizador definitivo para la creación y despliegue institucional del IFE hacia los años 90, cuando se fijaron las bases de un modelo electoral con posibilidades reales de competir y garantías de confianza para que los votos sean los que decidan en una cancha lo más pareja posible para facilitar la entrada de nuevos competidores.

Desde la elección intermedia de 1991 y la presidencial de 1994, hubo una enorme mejoría en la organización y certeza de las votaciones, no más fraudes desde entonces, pero al no darse cambios de partido en el gobierno (aunque sí en los congresos), no se alejaron de la percepción social las zonas de desconfianza en cuanto al poder del voto efectivo como fiel de la balanza al renovar por la vía electoral los cargos públicos.

En 1997 Cuauhtémoc Cárdenas, emblemático candidato presidencial de 1988, decidió ser candidato a la primer jefatura de gobierno elegida democráticamente en la capital (antes se designaba a un regente desde la presidencia) y ganó. La elección estuvo a cargo del IFE y mostró que el diseño sí funcionaba, con problemas y sin un mundo color de rosa pero funcionaba en una parte sustantiva y fundamental.

Así, los gobiernos de quienes antes eran oposición comenzaron a fluir y la alternancia llegó en el año 2000 a la presidencia, vino otra en 2012 y una más en este 2018. El escepticismo en las elecciones perdía terreno pero la desconfianza ha permanecido con altas y bajas, de ahí que las reformas electorales no han cesado.

La alternancia no es un fin en sí mismo, porque pueden llevarse a cabo elecciones legítimas sin que las y los votantes forzosamente opten por un cambio de partido, aunque es un hecho que en aquellos resultados donde la rotación de fuerzas políticas se manifiesta se propicia mayor confianza en el modelo electoral y en los árbitros que lo operan.

Es claro que ya no estamos ante casos excepcionales. En 2015, cinco de nueve entidades que celebraron comicios para renovar gubernatura tuvieron alternancia; en 2016 se abrieron las urnas para renovar doce gobiernos más y en ocho la alternancia llegó igual; en 2017 uno de tres Estados también cambió de partido en el gobierno y ahora en 2018, de 9 comicios que renovaban gubernatura (incluida la jefatura de gobierno de la CDMX), hubo siete con alternancia.

La alternancia ya no es una excepción sino un fenómeno natural en nuestro modelo de democracia. Entonces las autoridades electorales trabajan sin cálculos políticos de ganadores o perdedores, con la obligación técnica, ética y profesional de decir los resultados contados de manera precisa e impecable, de ser un garante en los procesos electorales con las alternancias y las continuidades que los votos mayoritarios ordenen en las urnas.


Consejero Electoral del INE

@MarcoBanos


A finales de los años 70 los reformadores del sistema político mexicano asumieron que era insostenible desconocer la pluralidad que ya existía en la sociedad aunque todavía no se reflejaba ni en la composición de los gobiernos ni de los congresos. Se apostó entonces por una reforma constitucional que abriera espacios a esa realidad.

José López Portillo “compitió” sin rival en 1976, hizo campaña en una contienda desierta de opositores en las boletas, aunque vigentes en el ánimo de muchos sectores de la población que no tuvieron alternativas tangibles al momento de salir a votar. No podía asumirse un escenario así como ejemplo de democracia ante el mundo, porque el resultado estaba definido antes del banderazo de salida, ni siquiera hubo candidatos testimoniales, solo el del partido oficial, a quien literalmente, para ganar, le habría bastado con votar por él para convertirse en presidente de la república.

La reforma política del 1977 fue la primera inflexión, un punto indudable de partida; más tarde, la polémica elección de 1988 y la sombra de las irregularidades fue el catalizador definitivo para la creación y despliegue institucional del IFE hacia los años 90, cuando se fijaron las bases de un modelo electoral con posibilidades reales de competir y garantías de confianza para que los votos sean los que decidan en una cancha lo más pareja posible para facilitar la entrada de nuevos competidores.

Desde la elección intermedia de 1991 y la presidencial de 1994, hubo una enorme mejoría en la organización y certeza de las votaciones, no más fraudes desde entonces, pero al no darse cambios de partido en el gobierno (aunque sí en los congresos), no se alejaron de la percepción social las zonas de desconfianza en cuanto al poder del voto efectivo como fiel de la balanza al renovar por la vía electoral los cargos públicos.

En 1997 Cuauhtémoc Cárdenas, emblemático candidato presidencial de 1988, decidió ser candidato a la primer jefatura de gobierno elegida democráticamente en la capital (antes se designaba a un regente desde la presidencia) y ganó. La elección estuvo a cargo del IFE y mostró que el diseño sí funcionaba, con problemas y sin un mundo color de rosa pero funcionaba en una parte sustantiva y fundamental.

Así, los gobiernos de quienes antes eran oposición comenzaron a fluir y la alternancia llegó en el año 2000 a la presidencia, vino otra en 2012 y una más en este 2018. El escepticismo en las elecciones perdía terreno pero la desconfianza ha permanecido con altas y bajas, de ahí que las reformas electorales no han cesado.

La alternancia no es un fin en sí mismo, porque pueden llevarse a cabo elecciones legítimas sin que las y los votantes forzosamente opten por un cambio de partido, aunque es un hecho que en aquellos resultados donde la rotación de fuerzas políticas se manifiesta se propicia mayor confianza en el modelo electoral y en los árbitros que lo operan.

Es claro que ya no estamos ante casos excepcionales. En 2015, cinco de nueve entidades que celebraron comicios para renovar gubernatura tuvieron alternancia; en 2016 se abrieron las urnas para renovar doce gobiernos más y en ocho la alternancia llegó igual; en 2017 uno de tres Estados también cambió de partido en el gobierno y ahora en 2018, de 9 comicios que renovaban gubernatura (incluida la jefatura de gobierno de la CDMX), hubo siete con alternancia.

La alternancia ya no es una excepción sino un fenómeno natural en nuestro modelo de democracia. Entonces las autoridades electorales trabajan sin cálculos políticos de ganadores o perdedores, con la obligación técnica, ética y profesional de decir los resultados contados de manera precisa e impecable, de ser un garante en los procesos electorales con las alternancias y las continuidades que los votos mayoritarios ordenen en las urnas.


Consejero Electoral del INE

@MarcoBanos


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