La historia de la península arábiga antes de la era cristiana evidencia que nunca formó ella un ente homogéneo. La propia geografía así lo determinaba. En la porción centro-norte habitaban grupos nómadas, predominantemente beduinos criadores de camellos y sarracenos dedicados al pastoreo que se desenvolvían en un hábitat propio del desierto; moraban en tiendas y se dedicaban al pastoreo, eran fundamentalmente trashumantes y no era ajena la inclinación por el pillaje en algunos de los grupos. En este medio hostil, la organización social imperante era la tribu, basada en lazos de sangre, cuya cohesión cimentaba la solidaridad grupal; reconocían la propiedad colectiva sobre pastos y rebaños y sólo en la región central había algunos núcleos de poblaciones sedentarias, como en el caso de los oasis de Yaxrib, Taif y Jaibar.
Por cuanto a la porción meridional, las actividades económicas que aquí pudieron desarrollarse fueron la agricultura y el comercio en torno de los oasis de la región, los cuales fueron testigos del auge de pequeñas ciudades en las que vivían colonias judías, principalmente de carácter agrícola, mientras los grupos árabes se dedicaban a las artesanías y al comercio y sólo algunos reductos sedentarizados practicaban la agricultura. Entre estos últimos, las técnicas de irrigación poco a poco se fueron desarrollando conforme el urbanismo y la navegación fueron ganando terreno, lo que permitió que pronto la península arábiga meridional se convirtiera en intermediaria del comercio entre Europa y China, entre Abisinia y las poblaciones asentadas en las márgenes de los ríos Tigris y Éufrates, fomentando con ello la presencia de importantes y constantes influencias extranjeras en la región, así como deseos de poder y posesión, de división del trabajo y estratificación social en sus núcleos poblacionales.
Ahora bien, podría pensarse que norte y sur peninsulares eran completamente diferentes, que poco había de común entre los nómadas septentrionales y los agricultores, comerciantes y artesanos del sur, pero las similitudes eran más que evidentes: familia y tribu no eran muy diferentes entre sí. Ciudad y campo, oasis y desierto, eran complementarios. Sin embargo, el creciente número de autonomismos locales propició que hacia el siglo VI d.C. fuera impensable que pudiera existir una total hegemonía política en la península arábiga. Más aún, era un hecho que cada región tenía su propio pasado, su propia historia. Todos decían descender de Abraham. Los grupos del sur, principalmente yemeníes, a través de Qahtán; los del norte o nizaríes, a través de Ismael, y mientras al norte se subdividían en varias ramas, como eran las de los Qaysíes y Qurayshíes, los del sur lo hacían en las de Lajm, Kindas y Ghassánidas, de tal modo que prácticamente sólo el hecho de poder hablar un mismo idioma les daba un cierto elemento de uniformidad.
En cambio, en el tema religioso había una gran heterogeneidad. Prueba de ello, el hecho de que llegaran devotos de muy diversas regiones para orar en el templo de la Kaaba en La Mecca, donde adoraban a la Piedra Negra y entre cuyas principales deidades estaba ya Allah. Sin embargo, una vez más la dicotomía arábiga se hacía presente: al norte de la península tendían a creer en los espíritus y dioses invisibles, al sur en divinidades de árboles y piedras y dioses de planetas, pero pronto se diversificó aún más: al noreste predominó el zoroastrismo iranio, al norte el nestorianismo y monofisismo, al oeste el monofisismo, arrianismo y, predominantemente, el judaísmo.
Una realidad de suyo abigarrada y compleja que sería el marco contextual en el que hacia el año 570 d.C. naciera el hombre que habría de dar nuevos derroteros tanto al pueblo árabe como al devenir del mundo occidental: Mahoma, el profeta. Un hombre que trastocó a tal grado la historia y tradiciones de su pueblo que, de ser un conglomerado tribal nomádico y escasamente sedentario, disperso y heterogéneo, en cuestión de unas décadas logró que los árabes se cohesionaran y pusieran a la cabeza de un imperio inspirado y fundamentado en el poder de su fe religiosa, haciendo de su credo un monoteísmo militante.
Una fecha clave será el año 622, cuando Mahoma sale de La Meca en lo que se conoce como la Hégira y con ello inicia lo que se conocerá como el principio de la Era Musulmana. En Yazrib comunidades judeocristianas y árabes lo reciben y en ella funda Medina, la Ciudad del Profeta, su primer centro de oración en el que fungirá no sólo como un jefe de Estado sino ante todo como un jefe espiritual. Poco a poco sumará nuevos adeptos y derribará creencias antiguas, principalmente de corte politeísta. Su motor es cimentar un monoteísmo dedicado a Allah, por el que habrá de declarar la guerra, una guerra santa, en contra de todo infiel. En 630 regresa a La Meca y destruye a la Piedra Negra, siendo entonces cuando instaure la nueva doctrina, la nueva fe: el islamismo, del que declarará que su principal deber es la fe y la sumisión a la voluntad de Allah, de ahí que quien se somete a dicha fe es el muslim, el musulmán. (Continuará)
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