/ martes 3 de diciembre de 2024

Art. 21 Const: hacia un nuevo modelo de justicia penal

Por: Luis Alfredo Osnaya Hoyos

Es difícil recordar un caso de éxito notable de alguna fiscalía en México. ¿Cuántas veces hemos oído sobre el desmantelamiento de una red criminal a partir de una denuncia, la captura de un capo tras una búsqueda meticulosa o la revelación de un escándalo de corrupción fruto de una investigación impecable?

La realidad es que, aunque las fiscalías suelen aparecer en los comunicados oficiales por operativos de seguridad, su mención es mera formalidad más que un reconocimiento a su labor investigativa. Prueba de ello es que en éstos se indica que los operativos iniciaron por delitos flagrantes, como portación de armas o posesión de drogas, no como consecuencia de investigaciones ministeriales profundas.

El desempeño deficiente de las fiscalías no se explica únicamente por problemas legales u organizacionales, sino por factores que llevan décadas. Primero, se arrastra la inercia del viejo sistema penal inquisitorio, que hace creer que alcanzar condenas requiere poco esfuerzo. Segundo, prevalece la visión de la policía preventiva como un “poder duro” capaz de reducir el crimen con un despliegue suficiente, eludiendo el hecho que esta estrategia solo ofrece resultados paliativos: se detienen personas, pero quedarán libres por fallas en la integración de los casos.

Por último, faltan incentivos para fortalecer al Ministerio Público. Alcanzar su autonomía en la década de 2010 lo desvinculó por completo de las prioridades políticas inmediatas lo que, junto con su interacción limitada con la ciudadanía, hace poco por generar interés a su causa. Como ejemplo de lo anterior, el presupuesto de la FGR, ajustado a la inflación, ha disminuido un 26% entre 2015 y 2024.

Existen dos rutas para mejorar a las fiscalías. La primera, y más lógica, es invertir en ellas, aunque parece improbable. El presupuesto planeado para la FGR en 2025 apenas contempla un aumento del 1.6% ajustado a la inflación. La segunda alternativa es la planteada en la reforma al Art. 21 Constitucional, que faculta a la Secretaría de Seguridad federal investigar delitos.

Se puede ser optimista con la reforma. Desde hace años, las secretarías de seguridad han construido investigaciónes que las fiscalías presentan casi de forma íntegra a juicio, sólo dejando a estas últimas la responsabilidad de la acusación y su trámite. El secretario García Harfuch seguramente siguió esta práctica en la CDMX, y esta reforma simplemente la formaliza, aunque fortalecida por las añadidas capacidades de inteligencia de la reforma.

Aún hay temas que deberán ajustarse en la legislación secundaria: definir cómo se distribuirá la carga investigativa, unificar el reporte policial con la denuncia, evitar duplicidades en un contexto de desconfianza institucional, garantizar la independencia del MP tal como se planteó en la reforma de 2014 y, en especial, optimizar la acusación penal que aún es exclusiva de las fiscalías. Sin adelantar la manera en que se implementará, la reforma parece ser un sólido primer paso en un cambio integral del sistema de justicia, en el que las fiscalías y secretarías de seguridad no funcionarán más de forma paralela, sino secuencial: policías preventivos, detectives encargados de la investigación y fiscales sólo dedicados a la acusación.

Aunque habrá resistencias por la semejanza con el sistema anglosajón y el aparente debilitamiento de las fiscalías, lo más importante es que este encauza a un modelo más eficiente que subsana muchas de las deficiencias detectadas actualmente.


Por: Luis Alfredo Osnaya Hoyos

Es difícil recordar un caso de éxito notable de alguna fiscalía en México. ¿Cuántas veces hemos oído sobre el desmantelamiento de una red criminal a partir de una denuncia, la captura de un capo tras una búsqueda meticulosa o la revelación de un escándalo de corrupción fruto de una investigación impecable?

La realidad es que, aunque las fiscalías suelen aparecer en los comunicados oficiales por operativos de seguridad, su mención es mera formalidad más que un reconocimiento a su labor investigativa. Prueba de ello es que en éstos se indica que los operativos iniciaron por delitos flagrantes, como portación de armas o posesión de drogas, no como consecuencia de investigaciones ministeriales profundas.

El desempeño deficiente de las fiscalías no se explica únicamente por problemas legales u organizacionales, sino por factores que llevan décadas. Primero, se arrastra la inercia del viejo sistema penal inquisitorio, que hace creer que alcanzar condenas requiere poco esfuerzo. Segundo, prevalece la visión de la policía preventiva como un “poder duro” capaz de reducir el crimen con un despliegue suficiente, eludiendo el hecho que esta estrategia solo ofrece resultados paliativos: se detienen personas, pero quedarán libres por fallas en la integración de los casos.

Por último, faltan incentivos para fortalecer al Ministerio Público. Alcanzar su autonomía en la década de 2010 lo desvinculó por completo de las prioridades políticas inmediatas lo que, junto con su interacción limitada con la ciudadanía, hace poco por generar interés a su causa. Como ejemplo de lo anterior, el presupuesto de la FGR, ajustado a la inflación, ha disminuido un 26% entre 2015 y 2024.

Existen dos rutas para mejorar a las fiscalías. La primera, y más lógica, es invertir en ellas, aunque parece improbable. El presupuesto planeado para la FGR en 2025 apenas contempla un aumento del 1.6% ajustado a la inflación. La segunda alternativa es la planteada en la reforma al Art. 21 Constitucional, que faculta a la Secretaría de Seguridad federal investigar delitos.

Se puede ser optimista con la reforma. Desde hace años, las secretarías de seguridad han construido investigaciónes que las fiscalías presentan casi de forma íntegra a juicio, sólo dejando a estas últimas la responsabilidad de la acusación y su trámite. El secretario García Harfuch seguramente siguió esta práctica en la CDMX, y esta reforma simplemente la formaliza, aunque fortalecida por las añadidas capacidades de inteligencia de la reforma.

Aún hay temas que deberán ajustarse en la legislación secundaria: definir cómo se distribuirá la carga investigativa, unificar el reporte policial con la denuncia, evitar duplicidades en un contexto de desconfianza institucional, garantizar la independencia del MP tal como se planteó en la reforma de 2014 y, en especial, optimizar la acusación penal que aún es exclusiva de las fiscalías. Sin adelantar la manera en que se implementará, la reforma parece ser un sólido primer paso en un cambio integral del sistema de justicia, en el que las fiscalías y secretarías de seguridad no funcionarán más de forma paralela, sino secuencial: policías preventivos, detectives encargados de la investigación y fiscales sólo dedicados a la acusación.

Aunque habrá resistencias por la semejanza con el sistema anglosajón y el aparente debilitamiento de las fiscalías, lo más importante es que este encauza a un modelo más eficiente que subsana muchas de las deficiencias detectadas actualmente.