Bien común y calidad universitaria
Desde la 2015, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) ha propuesto que la educación y el conocimiento deben ser considerados como “bienes comunes”. Es decir, que la creación, adquisición y uso del saber sean producto de un ejercicio social y colectivo, no de una determinada persona, sociedad o país.
Con esta idea, la UNESCO busca marcar una diferencia con la idea de que la educación es una mercancía o bien privado e incluso, un “bien público”, el cual normalmente se distribuye por parte del gobierno. Los bienes comunes, en cambio, se originan por las “relaciones recíprocas” por las cuales los seres humanos consiguen su bienestar.
Contrario a otras organizaciones como la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos), la UNESCO tiene propuestas conceptuales y filosóficas más elaboradas. Sin embargo, llama la atención que pocas veces utilice alguna medida para dar cuenta de sus conceptos o respaldar sus recomendaciones. Esto, a mi ver, le ha restado impacto e incidencia en la formulación de políticas educativas nacionales, además de visibilidad.
Convencidos de que la idea del bien común aplicado a la educación es promisoria, un grupo de investigadores de diversas universidades públicas y privadas de Querétaro y Puebla, nos dimos a la tarea de tratar de medir este concepto en nueve instituciones de educación superior del país (Autónoma de Querétaro, Tecnológicas de San Juan del Río, Querétaro, Politécnica de Querétaro, Anáhuac, UNIVA, Mondragón, Marista y la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla).
Si el bien común se genera por las relaciones de las personas, había entonces que centrarse en la “relación educativa” y en la “relación de investigación” que establecen estudiantes, docentes y trabajadores administrativos. Aplicamos más de 5 mil cuestionarios a muestras representativas de estos agentes universitarios con preguntas sobre: (1) agencia (libertad de pensar y actuar), (2) estabilidad de los procesos institucionales, (3) gobernanza, (4) equidad en la distribución de recursos y (5) calidad humana con las que nos comportamos dentro de las universidades.
Supusimos que la combinación de estas cinco dimensiones podría indicar un cierto grado de “calidad” de las relaciones educativa y de investigación, lo cual podría equiparse a la calidad de los procesos con que operan las universidades.
Centrarse en los procesos más que en los resultados marca una innovación y contribuye a discutir más razonablemente cambios institucionales. De hecho, algunos resultados mostraron que algunas universidades, sobretodo las de corte tecnológico, requieren poner mayor atención en sus dinámicas cotidianas para ampliar la agencia de sus estudiantes mujeres y académicas.
Por otro lado, también observamos que aunque la Universidad Autónoma de Querétaro (UAQ) cuente con insumos de investigación de mayor “calidad” y que sus resultados en esta materia sean más prominentes, la medida de bien común global es una de las más bajas de las nueve universidades analizadas. Las relaciones que establecen directivos, maestros y alumnos en esta universidad son deficientes en términos de bien común pese a sus resultados.
Con estos argumentos, pensamos que la métrica del bien común utilizada en este proyecto puede enriquecer la noción de calidad educativa que, según Mariano Jabonero, Secretario General de la Organización para Estados Iberoamericanos (OEI), es el “gran problema de la educación superior en América Latina”.