/ sábado 21 de noviembre de 2020

Crónica de un nombramiento anunciado

“...Yo me postulé solito. Desde que vi la Constitución (...) dije: —El Instituto y esta Constitución permiten hacer cosas que los planificadores hemos esperado toda nuestra vida—...”

Estas fueron las palabras con las que, el 6 de noviembre de este año, el Mtro. Pablo Benlliure (candidato a dirigir el Instituto de Planeación Democrática y Prospectiva capitalino), respondía a una de mis preguntas sobre la autonomía de su postulación.

El proceso para definir dicho nombramiento no es sencillo, pero podemos intentar simplificarlo en cinco etapas que vienen estipuladas en la Constitución local y en la Ley del Sistema de Planeación del Desarrollo de la ciudad.

Lo primero es integrar el Comité de Selección. Para esto, la Jefa de Gobierno tiene que hacer una lista de diez personas expertas en la materia y remitirla al Congreso.

De esas diez personas, el Congreso debe designar a cinco para conformar el Comité.

En tercer lugar, el Comité de Selección envía una terna al Congreso para que de ahí se elija a la persona que ocupará la Dirección General.

En la cuarta etapa del proceso, la Comisión de Normatividad, Estudios y Prácticas Parlamentarias hizo una evaluación de los tres candidatos y, el viernes 13 de noviembre, elaboró un dictamen con una propuesta final.

Finalmente, ese dictamen deberá ser aprobado por la mayoría calificada del Congreso (es decir, por 44 de los 66 legisladores que componen la Soberanía) y, de no alcanzar los votos, el Comité de Selección deberá enviar una nueva terna.

Hasta ahí todo se ve muy democrático. Este complejo aparato fue diseñado para garantizar que la persona titular del Instituto de Planeación, goce de plena autonomía.

Sin embargo, en la práctica esto no ocurrió así. Los que estuvimos involucrados en el proceso legislativo, pudimos darnos cuenta de quién iba a ser el elegido, incluso antes de que el Comité de Selección fuera integrado (si usted tiene curiosidad, puede constatarlo en un tuit que subí el 18 de septiembre del año en curso donde viene mi vaticinio).

En primer lugar, la evaluación fue una burla. Se trató de una somera calificación (del 1 al 10), de la “probidad” y la “solvencia” académica y profesional de los candidatos.

¿Usted conoce un “probidómetro”?, la probidad no se puede medir en una escala numérica: se es probo o no.

¿Por qué construir toda una simulación?, ¿por qué no simplemente cambiar el proceso para que la Jefa de Gobierno pudiera nombrar a quien ella considerara idóneo para el puesto?

Al final hasta la terna desapareció. Cuando los otros dos candidatos vieron que ni Demóstenes, con toda su elocuencia, podría cambiar la mente de la mayoría de los integrantes de la Comisión, decidieron pedir que sus nombres fueran retirados del Acuerdo acusando: “...una violación sistemática al proceso parlamentario”.

No parece legítimo pisotear así el espíritu de nuestra Constitución, para que se cumpliera sin tropiezos un nombramiento tan anunciado.


“...Yo me postulé solito. Desde que vi la Constitución (...) dije: —El Instituto y esta Constitución permiten hacer cosas que los planificadores hemos esperado toda nuestra vida—...”

Estas fueron las palabras con las que, el 6 de noviembre de este año, el Mtro. Pablo Benlliure (candidato a dirigir el Instituto de Planeación Democrática y Prospectiva capitalino), respondía a una de mis preguntas sobre la autonomía de su postulación.

El proceso para definir dicho nombramiento no es sencillo, pero podemos intentar simplificarlo en cinco etapas que vienen estipuladas en la Constitución local y en la Ley del Sistema de Planeación del Desarrollo de la ciudad.

Lo primero es integrar el Comité de Selección. Para esto, la Jefa de Gobierno tiene que hacer una lista de diez personas expertas en la materia y remitirla al Congreso.

De esas diez personas, el Congreso debe designar a cinco para conformar el Comité.

En tercer lugar, el Comité de Selección envía una terna al Congreso para que de ahí se elija a la persona que ocupará la Dirección General.

En la cuarta etapa del proceso, la Comisión de Normatividad, Estudios y Prácticas Parlamentarias hizo una evaluación de los tres candidatos y, el viernes 13 de noviembre, elaboró un dictamen con una propuesta final.

Finalmente, ese dictamen deberá ser aprobado por la mayoría calificada del Congreso (es decir, por 44 de los 66 legisladores que componen la Soberanía) y, de no alcanzar los votos, el Comité de Selección deberá enviar una nueva terna.

Hasta ahí todo se ve muy democrático. Este complejo aparato fue diseñado para garantizar que la persona titular del Instituto de Planeación, goce de plena autonomía.

Sin embargo, en la práctica esto no ocurrió así. Los que estuvimos involucrados en el proceso legislativo, pudimos darnos cuenta de quién iba a ser el elegido, incluso antes de que el Comité de Selección fuera integrado (si usted tiene curiosidad, puede constatarlo en un tuit que subí el 18 de septiembre del año en curso donde viene mi vaticinio).

En primer lugar, la evaluación fue una burla. Se trató de una somera calificación (del 1 al 10), de la “probidad” y la “solvencia” académica y profesional de los candidatos.

¿Usted conoce un “probidómetro”?, la probidad no se puede medir en una escala numérica: se es probo o no.

¿Por qué construir toda una simulación?, ¿por qué no simplemente cambiar el proceso para que la Jefa de Gobierno pudiera nombrar a quien ella considerara idóneo para el puesto?

Al final hasta la terna desapareció. Cuando los otros dos candidatos vieron que ni Demóstenes, con toda su elocuencia, podría cambiar la mente de la mayoría de los integrantes de la Comisión, decidieron pedir que sus nombres fueran retirados del Acuerdo acusando: “...una violación sistemática al proceso parlamentario”.

No parece legítimo pisotear así el espíritu de nuestra Constitución, para que se cumpliera sin tropiezos un nombramiento tan anunciado.


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