Parte I: El Viaje
Estados Unidos es vasto. Sí, esa es la palabra. Me costó un viaje entero, pero la tengo. No es grande, como si tuviese ya muchos años. Tampoco es inmenso, como si se escapase de entre tus manos. Incluso “inconmensurable” me parece un intento vano por describirlo al saber—como hoy bien entiendo—que se sus extremos se pueden recorrer; que en 85 horas, puedes cruzarlo todo a tren.
Vasto. Es eso, entonces. Así pienso en él con décadas de adulación infundada y años de encuentros ensordecedores; les siguieron meses de separación y, ahora, estos días que he dedicado a recorrer el país entero. Tan vasto como los paisajes que he visto en estos días, empujado por las fuerzas de un tren aún cuando, en tantos puntos, quise bajarme para no volver. Mi única compañía en la aventura—esa que hoy mismo hago crónica—han sido los paisajes incontables, los estadounidenses estresados por el pasar de las horas y el silencio abrigante de una cruzada, mismo que se rompe con el golpear de mis dedos sobre el teclado.
Vasto. Así es esto. Más que describir su suelo, me voy percatando, es una descripción de su pueblo. De todas las gentes que he visto en este viaje y con quienes, en momentos contados, he interactuado. Todo emana de lo vasto. Como una planicie que se extiende hasta el horizonte y, supones, tendrá un final que no puedes ver. En ese instante de soledad, abandonado en un prado que se cree infinito, el ser se enfrenta a dos realidades aledañas—los dos mentes a las que guía Estados Unidos—. Una es la ambición desmedida pero ilusoria de conocer las llanuras distantes; la otra, es el conformismo apaciguante de saberlo imposible. En mis años en el país—mismos que llegan a su fin—y este viaje que tanto encapsula, me percato que es ese el pensar de Estados Unidos. Un pueblo que se define por su vastedad y las decisiones que de ella emanan.
Lo primero—el impulso aventurero—es lo que me mueve en estos momentos. Habiendo pasado ya cinco años en sus planicies, decidí comprar un boleto para cruzar el país de costa a costa; ver, en carne propia, aquellos lugares que solo he imaginado mas han permanecido latentes entre mis deseos. Hay, por supuesto, algo de poético; un deseo por encontrarse con el infinito y saber que puede domarse; que Estados Unidos, tan ajeno, también podría hacerse propio de quererlo.
No soy el primero en notarlo; ni siquiera el primero en cruzar el país entero por tren. Basta con ver a sus autores y cantantes—pintores a su vez—para percatarse de la obsesión que tiene su gente por recorrer un país tan amplio. Dylan viajando por el sur; Keruac escribiendo de sus travesías. Existe, entre los estadounidenses, una fijación por montarse en coches o caravanas para aventurarse a estados aledaños (solo en mi tren—bendito tren—he encontrado a otros pares de locos en el mismo trayecto). Todo por comprobar—aunque supongan verdad—si el verde de sus árboles es el mismo en todos los bosques o el aire distante, aunque se mueva con los vientos, carga el mismo aroma a hogar. Me parece innegable, los Estados Unidos es un país que llama; que ruega por ser descubierto y cuyo pueblo se aventura cual exploradores intrépidos. Romántico pero cierto.
Tampoco es que sea perfecto. A veces, en su aventura—esa heredada por los exploradores ancestrales que cruzaron sus costas—ignoran los escrúpulos y actúan sin razón aparente. El primero de sus defectos. Una tendencia inevitable hacia el hallazgo sin considerar los riesgos. El estadounidense, estoy certero, tiene la tendencia a hacer las cosas—a explorar el mundo—sin preguntarse si debería hacerlo. De ahí tanto odio a su gente en el resto del mundo ante una falta de tacto movida por su ahínco sincero.
No todos se aventuran, claro. Es más, son los menos. Vistos en este valle inmenso, la mayoría de estadounidenses caen en una apacible impotencia. El pensar que el mundo es tan vasto que cae en la categoría de lo irrecorrible. En lugar de conocerlo, se aventuran a la tácita creencia que es mejor especularlo; hacerlo parte de categorías tan vagas como permite la imaginación. Ya no es explorar, es complacerse con el lugar de uno. Como su nombre mismo, tan largo y cansado, pero ambicioso. La gente—su gente—va perdiendo el interés con cada palabra hasta olvidar el “United” junto a los “States” y hacerse, en el inglés, con el apodo tan impreciso de “America”. Una sola palabra—robandonos el continente—que generaliza sus millares de hectáreas todas tan diferentes en sílabas precisas. Como si en un solo “America” o en fragmentados acrónimos (USA; EEUU) cupiera el océano pacífico bailando alrededor de cerros, las planicies áridas de Nevada o los maizales eternos de sus adentros. Es la comodidad, indudable, de saber lo infinito y satisfacerse con verlo en un símbolo sin tener que entenderlo.
Todo ello se define en ese sutil momento; el estar solos en un país tan vasto y debatirse el recorrerlo. Si alguien quiere entender a Estados Unidos, a su gente y sus virtudes; su gobierno y sus vicios, hay que entender cómo sus problemas emanan de su territorio.
Es eso lo que siento ahora, ante la estación, viendo las caras de confusión de tantos al contarles mi plan de salir de San Francisco para llegar a Nueva York. La zozobra de ver frente de uno lo vasto. Cuando hablo con la gente, observo cierta admiración. Los muchos, se confunden ante la osadía—como si fuese suficiente ver el país en un mapa para entenderlo—, unos pocos—del sector valiente—me regalan tragos entre risas. Todos, sin embargo, dicen entre suspiros: “Eso ha de ser hermoso”. El ver un país entero de costa a costa y entender, al hacerlo, sus matices.
En las vísperas del viaje, pienso en lo que yace frente mío. En las vías puestas hace años—incluso hace siglos—que unen a la nación y siguen llevando pasajeros para ver cómo se materializan de ideas a maderas con acero. En las millares de personas que habitan de por medio y las tantas aves que han de recorrer el mismo sendero por los cielos. Es un trayecto largo—meras ochenta y cinco horas de aventura—, pero es el trayecto que representa aquel irracional deseo aventurero tan de los Estados Unidos. La cuestión es si uno querrá subirse al tren.
Así, estoy convencido, se encuentra al país. Poniéndose ante su vastedad y debatiéndose si recorrerlo. Enamorándose de sus paisajes primerizos, hartándose de sus planicies y llorando de frustración en la vigésima hora consecutiva de maizales. Movido, solamente, por el espíritu aventurero—o el igual de potente andar del tren sobre sus vías—.
Hoy, escojo hacerlo.
Esta es la historia de mi trayecto.