/ viernes 17 de mayo de 2024

Cruzada Estadounidense III: Salt Lake City - Denver

Cuando desperté, ya estaba muriendo el encanto. Afuera, las montañas pintorescas se hicieron cerros regordetes cubiertos, por completo, de nieve. Una tras otra, iban desfilando esas peñas terrosas haciendo, en su desdén, una sucesión hartante. Si se interrumpía la naturaleza—casi siempre intacta—era para algún rancho escueto o unas rejas olvidadas. Los paisajes encantadores, de momento, se relegaban a la memoria mientras se extendían los Estados Unidos en lo que parecía una rotación eterna; sin señal de cambio alguno.

Adentro, a su vez, iba dominando la desesperación. El frío, manifestado en unos cuantos copos que permanecían en las costas de los rieles y el vaho irremovible de las ventanas, había entrado en los mismos vagones para hacer crueles cosquillas a mis pies. Luces azules, para marcar el paso, brillaron la noche entera mientras que los asientos se reclinan solo lo suficiente para dar un sueño mediocre.

Por los horarios—y la insistencia del sopor—me perdí de Salt Lake City, quizá de casi todo Utah. Tanto que, si me preguntaran, tacharía al pobre estado de ser una savana estadounidense son el encanto de gacelas o el terror de los leones. Como castigo por perecer al sueño, se me daba un paisaje desabrido.

Foto: Cortesía Jose Luis Sabau

Quizá es que fui muy entusiasta en un principio; que Estados Unidos no es tan hermoso como sus bosques costeros o sus lagos nevados. Entre tanta belleza, voy viendo, también hay desolación; los espectáculos de la naturaleza desaparecen, rogando una pausa al espectador.

Es algo mayor. Ahora, en el segundo día de viaje, no hago más que notar los detalles sutiles que la naturaleza me había quitado. De cómo, es cierto, hay algo precioso en este país vasto, pero también, a la par, hay una certera desesperación. Como si los aventureros intrépidos se cansaran del andar y no hicieron más que lamentar sus pesares. O peor, sufrir de ellos.

Hay una demencia en su vastedad; misma que noto ya en tantos edificios abandonados y el charlas incómodo de esos que comparten, conmigo, el viaje. Aún con toda la gente buena que he conocido, no puedo evitar ese pensar latente de cuánto han sufrido algunos de sus ciudadanos. Que ese gringo ideal; el exitoso empresario aventurero, existe solo en ciudades contadas. Por cada aventurero que empieza su trayecto, hay también un camino de vestigios llamados “destrucción.” Por cada uno que lo completa, un millar más que terminan desolados en las llanuras infinitas de un país que los ignora. Eso, también, es Estados Unidos.

Es un país de aventuras—de esos paisajes románticos de mi primer encuentro—, pero también, me percato, uno de derrotas. De carteles de “For Sale” a un lado de granjas y deshuesaderos en lo recóndito de cada ciudad. Un país de sueños rotos que impresiona con la primera llegada para luego, indudable, llegar a cansar. A cansar con sus repeticiones y, también, con su pesar.

Tomen, por ejemplo, este detalle que es tan universal como los dinners en cada pueblo o los letreros verdes en sus carreteras. Antes de llegar a una ciudad—cualquier, en verdad—, aparecen entre el paisaje, tiendas de campaña sin gente buscando acampar. Primero, como una paloma osada, un par de ellas rompen la armonía del paisaje. Luego, en sucesión, otras cinco, diez; veinte tiendas de acampar. A sus alrededores, basura por montones, amontonada en un imperceptible orden. Son los tristes hogares de esos perdidos exploradores. De esos que no alcanzaron la suerte de un hogar. Mismas que veo al escribir estas notas y lamentar, por enésima vez en este viaje, que haya pobreza en un país de tanta vastedad. Aún con tanta hermosura, aquí hay pesar.

Nadie lo dice entre las páginas de apología a lo grande o poesía de sus paisajes—mismas en las que yo mismo participé—, pero hay dolor en este país. Su gente, desolada, va perdiendo la razón; van dejando de lado la aventura para enfocarse en otras formas de dolor. Se encierra en sí misma con los contados respiros familiares. Pero, para sobrevivir sus viajes en un país tan amplio—un país que, ahora descubro, está casi vacío—han escogido el ensimismarse Lo común es lo superficial. Mejor dicho, la frialdad. Dejar la pretensión del explorador por la certeza del alrededor.

Foto: Cortesía Jose Luis Sabau

Para ser un pueblo innovador—para habernos dado tantas empresas e inventos—, a veces me sorprende lo homogéneo que todo llega a ser. He hablado ya de sus ciudades, copias una de la otra; como si la arquitectura no innovara más que los rascacielos y los colores no superaran los tonos marrones del paisaje de Utah que hoy veo. Lo mismo, voy viendo, pasa en la conversación. Sin percatarme, escucho a la gente cerca mío hablar del mismo tema una y otra vez. Inician con un chiste del clima; luego algo superficial. Eventualmente, de ser hombres, hablan de camiones. Todos los demás, hablan de dinero u gastos por montón. Si se pregunta, “¿cómo estás?” es solo como un apéndice inconsciente a un saludo. Sobrio como este paisaje mismo. Me es evidente en las charlas contadas que tengo en este tren; que he tenido en los años de vivir aquí.

A veces, para peor, se manifiesta en una demencia como la del explorador que ha perdido su brújula. No es extraño escuchar que el estadounidense se ensimisma a tal grado que la realidad misma deja de hacer sentido. El no poder entender cuán vasto es el mundo a su alrededor; el buscar una aventura perpetua en un mundo que tanto promete. Basta con un par de encuentros certeros. Junto a mí, en el mismo vagón, una mujer grita la noche entera jurando que la gente la persigue. Su pesar me mantuvo despierto pensando en cuántas veces, en la universidad, amigos míos brincaban de lo superficial a la demencia. Luego, durante el día, otro hombre grita de emoción solo en un asiento, asustando a todos a su alrededor y obligando a que el maquinista—ensimismado en menor grado—entrase a controlarlo con un par de frases entre los dos. Nadie pone un alto certero; nadie entra en la demencia del otro. Es un camino solitario el del explorador. Aunque, quizá, ya solo romantizo lo que veo y debería calumniarlo.

Foto: Cortesía Jose Luis Sabau

Simple y sencillamente, no todo es lindo en los Estados Unidos. Tampoco de andar en tren sin bañarse y sobreviviendo de comida congelada. Mientras que afuera, pasa la gente en su perpetuo vaivén.

A pesar de todo, de sus patrones repetidos y planicies sin encanto, seguimos recorriendolo. A los exploradores les viene como una angustia existencial o un imperativo de llegar al siguiente pueblo antes de darse por vencidos. Para mi, en cambio, es el tren mismo en el que viajó—ese que, cada vez más, es un paralelo a lo que siento del país—. Me canso pero sigue avanzando; la voluntad del conductor me mueve a seguir viajando por su país. De vez en cuenco encuentro un ciudadanos agradable que baja su coartada celosa y me abre las puertas de su ser. Esos son los momentos más gentiles, donde siento, genuino, el sueño de una humanidad compartida.

Y en otros momentos, la misma naturaleza—hasta entonces frustrada conmigo—da paso a las montañas rocallosas que, en tonos marrones, pintan un sin fin de historias. Pensar que, hace tan poco, pensaba que el café señal de monótono; ahora el paisaje mismo pinta una obra sin necesidad de agregar color alguno. En medio de ello, un río amarillo que bautiza el estado y marca la pauta del tren en que transito.

Supongo que los Estados Unidos no es todo pintoresco. Lo verde se reserva y la hermosura se concentra en un punto u otro. Al que espera, le llegan otros momentos gratos aún si, antes de ello, abundan los instantes de tedio y las conversaciones superficiales.

No hay que caer en los sueños que pintan a este país ajeno como el edén. Tampoco en esos odios insensatos que borran, de lleno, belleza alguna. En un país tan vasto, era inevitable, habrá lugares de interés escaso—muchos de ellos; demasiados—. Pero, para el que espera, hay breves respiros de aire puro entre bocanadas de carbón. Entre las praderas innecesarias de Utah y Colorado, estarán siempre las rocallosas.

Cuando desperté, ya estaba muriendo el encanto. Afuera, las montañas pintorescas se hicieron cerros regordetes cubiertos, por completo, de nieve. Una tras otra, iban desfilando esas peñas terrosas haciendo, en su desdén, una sucesión hartante. Si se interrumpía la naturaleza—casi siempre intacta—era para algún rancho escueto o unas rejas olvidadas. Los paisajes encantadores, de momento, se relegaban a la memoria mientras se extendían los Estados Unidos en lo que parecía una rotación eterna; sin señal de cambio alguno.

Adentro, a su vez, iba dominando la desesperación. El frío, manifestado en unos cuantos copos que permanecían en las costas de los rieles y el vaho irremovible de las ventanas, había entrado en los mismos vagones para hacer crueles cosquillas a mis pies. Luces azules, para marcar el paso, brillaron la noche entera mientras que los asientos se reclinan solo lo suficiente para dar un sueño mediocre.

Por los horarios—y la insistencia del sopor—me perdí de Salt Lake City, quizá de casi todo Utah. Tanto que, si me preguntaran, tacharía al pobre estado de ser una savana estadounidense son el encanto de gacelas o el terror de los leones. Como castigo por perecer al sueño, se me daba un paisaje desabrido.

Foto: Cortesía Jose Luis Sabau

Quizá es que fui muy entusiasta en un principio; que Estados Unidos no es tan hermoso como sus bosques costeros o sus lagos nevados. Entre tanta belleza, voy viendo, también hay desolación; los espectáculos de la naturaleza desaparecen, rogando una pausa al espectador.

Es algo mayor. Ahora, en el segundo día de viaje, no hago más que notar los detalles sutiles que la naturaleza me había quitado. De cómo, es cierto, hay algo precioso en este país vasto, pero también, a la par, hay una certera desesperación. Como si los aventureros intrépidos se cansaran del andar y no hicieron más que lamentar sus pesares. O peor, sufrir de ellos.

Hay una demencia en su vastedad; misma que noto ya en tantos edificios abandonados y el charlas incómodo de esos que comparten, conmigo, el viaje. Aún con toda la gente buena que he conocido, no puedo evitar ese pensar latente de cuánto han sufrido algunos de sus ciudadanos. Que ese gringo ideal; el exitoso empresario aventurero, existe solo en ciudades contadas. Por cada aventurero que empieza su trayecto, hay también un camino de vestigios llamados “destrucción.” Por cada uno que lo completa, un millar más que terminan desolados en las llanuras infinitas de un país que los ignora. Eso, también, es Estados Unidos.

Es un país de aventuras—de esos paisajes románticos de mi primer encuentro—, pero también, me percato, uno de derrotas. De carteles de “For Sale” a un lado de granjas y deshuesaderos en lo recóndito de cada ciudad. Un país de sueños rotos que impresiona con la primera llegada para luego, indudable, llegar a cansar. A cansar con sus repeticiones y, también, con su pesar.

Tomen, por ejemplo, este detalle que es tan universal como los dinners en cada pueblo o los letreros verdes en sus carreteras. Antes de llegar a una ciudad—cualquier, en verdad—, aparecen entre el paisaje, tiendas de campaña sin gente buscando acampar. Primero, como una paloma osada, un par de ellas rompen la armonía del paisaje. Luego, en sucesión, otras cinco, diez; veinte tiendas de acampar. A sus alrededores, basura por montones, amontonada en un imperceptible orden. Son los tristes hogares de esos perdidos exploradores. De esos que no alcanzaron la suerte de un hogar. Mismas que veo al escribir estas notas y lamentar, por enésima vez en este viaje, que haya pobreza en un país de tanta vastedad. Aún con tanta hermosura, aquí hay pesar.

Nadie lo dice entre las páginas de apología a lo grande o poesía de sus paisajes—mismas en las que yo mismo participé—, pero hay dolor en este país. Su gente, desolada, va perdiendo la razón; van dejando de lado la aventura para enfocarse en otras formas de dolor. Se encierra en sí misma con los contados respiros familiares. Pero, para sobrevivir sus viajes en un país tan amplio—un país que, ahora descubro, está casi vacío—han escogido el ensimismarse Lo común es lo superficial. Mejor dicho, la frialdad. Dejar la pretensión del explorador por la certeza del alrededor.

Foto: Cortesía Jose Luis Sabau

Para ser un pueblo innovador—para habernos dado tantas empresas e inventos—, a veces me sorprende lo homogéneo que todo llega a ser. He hablado ya de sus ciudades, copias una de la otra; como si la arquitectura no innovara más que los rascacielos y los colores no superaran los tonos marrones del paisaje de Utah que hoy veo. Lo mismo, voy viendo, pasa en la conversación. Sin percatarme, escucho a la gente cerca mío hablar del mismo tema una y otra vez. Inician con un chiste del clima; luego algo superficial. Eventualmente, de ser hombres, hablan de camiones. Todos los demás, hablan de dinero u gastos por montón. Si se pregunta, “¿cómo estás?” es solo como un apéndice inconsciente a un saludo. Sobrio como este paisaje mismo. Me es evidente en las charlas contadas que tengo en este tren; que he tenido en los años de vivir aquí.

A veces, para peor, se manifiesta en una demencia como la del explorador que ha perdido su brújula. No es extraño escuchar que el estadounidense se ensimisma a tal grado que la realidad misma deja de hacer sentido. El no poder entender cuán vasto es el mundo a su alrededor; el buscar una aventura perpetua en un mundo que tanto promete. Basta con un par de encuentros certeros. Junto a mí, en el mismo vagón, una mujer grita la noche entera jurando que la gente la persigue. Su pesar me mantuvo despierto pensando en cuántas veces, en la universidad, amigos míos brincaban de lo superficial a la demencia. Luego, durante el día, otro hombre grita de emoción solo en un asiento, asustando a todos a su alrededor y obligando a que el maquinista—ensimismado en menor grado—entrase a controlarlo con un par de frases entre los dos. Nadie pone un alto certero; nadie entra en la demencia del otro. Es un camino solitario el del explorador. Aunque, quizá, ya solo romantizo lo que veo y debería calumniarlo.

Foto: Cortesía Jose Luis Sabau

Simple y sencillamente, no todo es lindo en los Estados Unidos. Tampoco de andar en tren sin bañarse y sobreviviendo de comida congelada. Mientras que afuera, pasa la gente en su perpetuo vaivén.

A pesar de todo, de sus patrones repetidos y planicies sin encanto, seguimos recorriendolo. A los exploradores les viene como una angustia existencial o un imperativo de llegar al siguiente pueblo antes de darse por vencidos. Para mi, en cambio, es el tren mismo en el que viajó—ese que, cada vez más, es un paralelo a lo que siento del país—. Me canso pero sigue avanzando; la voluntad del conductor me mueve a seguir viajando por su país. De vez en cuenco encuentro un ciudadanos agradable que baja su coartada celosa y me abre las puertas de su ser. Esos son los momentos más gentiles, donde siento, genuino, el sueño de una humanidad compartida.

Y en otros momentos, la misma naturaleza—hasta entonces frustrada conmigo—da paso a las montañas rocallosas que, en tonos marrones, pintan un sin fin de historias. Pensar que, hace tan poco, pensaba que el café señal de monótono; ahora el paisaje mismo pinta una obra sin necesidad de agregar color alguno. En medio de ello, un río amarillo que bautiza el estado y marca la pauta del tren en que transito.

Supongo que los Estados Unidos no es todo pintoresco. Lo verde se reserva y la hermosura se concentra en un punto u otro. Al que espera, le llegan otros momentos gratos aún si, antes de ello, abundan los instantes de tedio y las conversaciones superficiales.

No hay que caer en los sueños que pintan a este país ajeno como el edén. Tampoco en esos odios insensatos que borran, de lleno, belleza alguna. En un país tan vasto, era inevitable, habrá lugares de interés escaso—muchos de ellos; demasiados—. Pero, para el que espera, hay breves respiros de aire puro entre bocanadas de carbón. Entre las praderas innecesarias de Utah y Colorado, estarán siempre las rocallosas.

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