Parte II: San Francisco - Salt Lake City (Estados Unidos es lindo)
Una vez leí de Tennessee Williams que Estados Unidos—ese país tan inmenso—sólo era tres ciudades: San Francisco, Nueva York y Nueva Orleans. El resto, decía aquel, no eran más que distintos tonos de Cleveland. Una crítica que he repetido hasta el cansancio con amigos—pues el deporte nacional del mundo entero es criticar a los Estados Unidos—.
Algo tendrá de cierto. En estos días, montado en un tren desenfrenado, he cruzado ya una docena de sus pueblos sin parar—quizá dos, o cuatro—. Son más si contamos los muchos otros pueblos que, viviendo en estas tierras, conocí. Al verlos, siempre he pensado en esa frase como mantra. Me percato, siempre, de sus patrones; de su sutil hermandad. De cómo se han apoderado de la madera para hacer la misma casa de techos triangulares y cómo, sin duda, sus calles en cuadrícula asemejan un plan perfecto por algún urbanista sin igual. Más de una vez—quizá más de las que debería reconocer—, me ha intrigado cómo se adora—casi a un grado religioso—los tonos del beige para fachadas y cómo, en todos sus pueblos está la misma iglesia blanca que, carente de campanarios, corona su centro con triangular torre. Aún cuando los veo solamente de lejos, cuando, a la distancia, las montañas se abren para presumir un pueblo, lo único que sobresalen son los anuncios metálicos compartidos de cafés y restaurantes.
Así que sí, mientras veo pasar frente mío un paisaje árido y frígido—mientras el sol comienza a ponerse, entre montañas, a lo lejos—creo que Tennessee Williams estaba en lo cierto. Son pocas las ciudades de Estados Unidos que logran diferenciarse entre sí—aunque, me pregunto, qué tan distinto es esto a lo que ocurre en cualquier otro país; si es solo un desdén generalizado por un pueblo ajeno—. El juicio de valor, si es algo deleznable parecerse a Cleveland o no, lo dejo al gusto de cada lector. Pero, la constante es que hay algo sutilmente estadounidense en cada pueblo que paso; algo que, de ponerme una imagen de algún poblado desolado, podría decir, por sus torres de agua y señales de tránsito, que estamos en Estados Unidos.
Solo que, ahora, me percato del error. Que Tennessee Williams estaba en lo correcto al hablar de sus pueblos pero no del país mismo. Siendo esta la quinceava hora del trayecto—habiendo pasado por tres estados tan dispersos y agotádoseme la energía para el argumento—, encuentro fuerzas para decir lo opuesto. No porque crea, sinceramente, que esos pueblos sean únicos y diversos. En ello, Williams estaba en lo correcto. Cada parada, como si fuera doctrina, siento como baja la velocidad del tren ante el anuncio estruendoso del lugar. El nombre se desvanece entre la estática; no queda más que leerlo en la estación contemplando, en el trasfondo, los mismos edificios grisáceos—si tenemos suerte, tirando al marrón—con la sutil diferencia del paisaje a su alrededor. Mas, no por sus similitudes urbanas, llegaría a decir que Estados Unidos es solo tres ciudades. Si de algo me he convencido es que Estados Unidos no por es sus pueblos sino, a pesar de ellos. Su encanto yace fuera de lo urbano; está en los entremedios.
Estados Unidos no es sus ciudades: es sus bosques y sus ríos; son sus montañas y valles.
Si algo he de reconocer es que me cuesta decirlo. Con la historia entre mi país y este que visito, es difícil reconocer algún distintivo. Pero, el gran hallazgo de este primer día ha sido la plenitud de la naturaleza en este país tan distinto al mío. Pronto habrá críticas de temas distintos. Ahora es tiempo de un elogio.
Pues, aún cuando, en las paradas intermitentes que da este tren—escasas para desdoblar las patas; indispensables para mantener la razón—, veo una ciudad, mi mirada se fija en montañas distantes o riachuelos. Espero, con ansias, ver cómo la ciudad se desvanece y, de la nada, aquella perfección humana da paso a una naturaleza desenfrenada y variada. Me he malacostumbrado. En un lapso menor a un día, ya he visto tantos mundos distintos—todos ellos más diversos que las ciudades que componen la nación—.
Vi, saliendo de San Francisco, cómo los edificios jugaban con la costa hasta dejarse perder por lagos opacos. Tímidas en principio—luego, osadas—surgieron pequeños cerros que se hicieron montañas. Las primeras cubiertas solamente de pasto; las segundas con árboles espolvoreados. Con ello, paciente, crecía el bosque hasta que el hombre desaparecía por completo y los árboles podían hacer su reino.
Lo único que quedaba entonces, de nuestra especie, eran las vías del tren por las que andábamos y sutiles recuerdos a la par de ellas. Habré visto, en total, unas tres chozas abandonadas. A mi sorpresa, en lo que parecía un claro entre los pinos, un barco de remos abandonado buscaba su río. Suficientes para quitar la norma de sus ciudades e imaginar—atreverse a hacerlo—que había algo más allá que el Cleveland industrial.
Con cada uno de estos objetos que aparecen a la ventana del tren, voy pensando—pues solo pensar puedo en sus vagones—en las tantas historias que aquí han pasado. En cómo llegó ahí ese barco y cuántos aventureros, por estas tierras, habrán viajado. Me cuestiono si, junto a estas vías, jugaron algunos niños huyendo de casa en el verano—tan distante ahora—o si, en los árboles que pasan, uno a uno, en frenesí, habrán tallado dos amantes sus nombres olvidados. Ese encanto perdido en sus pueblos aparece, de nuevo, entre los destinos.
De ahí, al subir, cual si fuera polvo en un departamento olvidado, aparecen manchas blancas en las copas de los árboles. Las colinas, antes escasas, se han hecho una sierra entera; entre sus alturas, un par de lagos van dejando huella sin llegarse a congelar. Ejemplos del tesón son los ríos que fluyen cuando todo a su alrededor ruega ser hielo. Si antes—hace tan poco—estaba yo en el pacífcio con sus vientos de pedernal, ahora estoy en las montañas heladas que asemejan postales de Navidad.
Nada dura, sin embargo; todo ha de pasar. Esa nieve se va derritiendo y lleva consigo, todo rastro de humedad. Al dejar California, esa tierra dulce atrás, se va también el verdor de la fauna para abrirse paso por un pastizal. En Nevada, antes de llegar a sus ciudades de lámina, la fauna va muriendo hasta quedar solo un árido y envalentonado desierto. Por sus praderas pastan caballos y vacas; cada tanto, rompiendo la naturaleza, surgen un par de rejas que la tierra reclaman. Quedan solo las montañas que han perdido sus árboles y se disfrazan—quizá como castigo—con dóciles tonos de marrón.
¿Cómo creer que Estados Unidos es sus pueblos? ¿Cómo hacerlo cuando todo mi recorrido ha sido por llanuras abandonadas o bosques taciturnos. Si han intentado conquistarlo, no ha sido con progreso más allá de unos alambres de púas que todo cierran sin sentido. La vastedad de esta nación no es la de sus calles bien trazadas o sus restaurantes por montón; son las horas que he pasado aquí sentado, viendo un mundo inmenso sin calles por montón.
Cada tanto, un destello de humanidad perdida. Un granero del que queda solo el esqueleto; un par de puentes destruidos por el pasar de ganado. No hay más que eso. El desierto de Nevada es el atractivo central. Sus marrones pronto se oscurecen;a lo lejos, van surgiendo
\u0009Estados Unidos no son tres pueblos. No son 20 ni 100. No es uno solo. Son esos intermedios donde la gente ha pasado sin poderlos ganar. Es esa naturaleza indomable que consume, desenfrenada, los vestigios del hombre que la quiso domesticar.
\u0009En otro momento—mañana, quizás habrá espacio para criticar. Hoy, reconozco lo mucho que mi mandíbula ha bajado al ver Estados Unidos en su vastedad. Al pasar de costa a bosque; de nieve a desierto; de sequía a tundra. Y todavía, me sorprendo, quedan cuatro días más-