El reto que tuvo la gran filósofa judeo-germana Hanna Arendt cuando la vida le colocó ante uno de los mayores asesinos de la historia humana: Adolf Eichmann, fue comprender cuál había sido la motivación que no sólo a él sino también a los procesados nazis de los Juicios de Nürnberg (1945-1946) los llevó a actuar como lo hicieron. Arendt ignoraba que, al buscar respuesta, terminaría dando forma a una de las categorías más frustrantes de la ética humana: la misma a la que denominó como «la banalidad del mal». Noción que, lejos de ser una teoría o doctrina, debe ser entendida como la representación factual del mal perpetrado por un ser humano irreflexivo, esto es, aquél que “nunca ha pensado lo que hace”.
Sin embargo, en el caso del siniestro Eichmann, Arendt estaba segura de que lejos de ser encarnación del concepto de la banalidad del mal, éste era un “desafío para el pensamiento” desde el momento en que comenzó a mostrar que “tenía conciencia”. Prueba de ello, cuando declaró ante el juzgado que había vivido su vida de conformidad con los “principios de la moral kantiana” y con la definición kantiana del deber, esto es, teniendo como base y fundamento el principio de la ley. De ahí que cuando se le señalaba durante el juicio que había tenido ante sí alternativas y que podría haberse eximido de cumplir con su “deber” criminal, su respuesta era que esto no eran sino “leyendas” de la posguerra, aunque fueran “el horror mismo, en su pura monstruosidad”.
Un horror tal que, al trascender toda categoría moral y toda norma de derecho, no podía ser ni castigado plenamente ni perdonado en lo absoluto. Imposible hacerlo si todo lo había envilecido desde el momento en que el régimen introdujo a la criminalidad en el espacio público, al grado que más que asombrar el comportamiento de sus adeptos, lo que horrorizaba era el de los amigos que, si bien no eran responsables de que hubiera llegado el nazismo, tampoco fueron capaces de oponerse a él. Ello, porque desde un inicio las personas no claudicaron en su responsabilidad personal: renunciaron a su juicio personal, pero también con el tiempo llegaron a distorsionar los hechos y detonar una grave confusión moral, al punto de considerar como cotidiano el hecho de que se hablara de “los asesinos que hay entre nosotros”, con la “complacencia moral” de los que no lo habían sido, como era el caso de las juventudes postbélicas que llegaban a autoinculparse, considerando que de acuerdo con la teoría “del engranaje”, por la cual en un sistema todos los elementos son interactuantes, si un determinado sujeto no hubiera cometido el crimen, “cualquier otro lo habría hecho”. Metáfora que la defensa de Eichmann empleó al declararlo una “pequeña pieza” más de dicho engranaje sociopolítico.
Pero Arendt bien sabía que había de dictaduras a dictaduras y que la diferencia entre ellas y la modalidad totalitarista era enorme, ya que los crímenes de los gobiernos totalitarios, como sucedió con el abominable régimen nazi, no sólo se caracterizan por perseguir a sus “oponentes” y “enemigos” con gran saña, sino que afectan a verdaderos inocentes, como sucedió con el holocausto. Genocidio que pudo acaecer porque la sociedad totalitaria que el régimen conformó era “monolítica”, de forma tal que todo espacio, servicio, prestación y función públicos en general (comprendida la prensa y la judicatura), estaban cooptados por
el régimen erigido como “un todo”, el cual en consecuencia sólo habría podido ser “derrocado desde dentro”, no por la vía revolucionaria sino a través de un golpe de Estado, el cual no llegó a gestarse porque la Segunda Guerra Mundial se anticipó y ella misma lo derrotó.
En un inicio, el régimen comenzó contando con personas que eran neutrales en su mayoría y lejanas al nazismo, pero al final había ya muy poca gente y ésta provenía de las formaciones de élite. Lo trágico es que para entonces había muchos dispuestos a cometer crímenes, algunos de los cuales partían de una falacia moral: la del “mal menor”. Enfrentados a dos males, debían optar por el “menor” de ellos, pues era “irresponsable” no hacerlo. Es decir, terminaban por escoger, de cualquier forma, al mal: algo típico de la criminalidad del totalitarismo.
De ahí que nuestra filósofa se pregunte: ¿qué caracterizaba a los que si bien no hicieron nada por oponerse tampoco participaron activamente con los nazis? Moralmente hablando, los que se permitieron cambiar de pautas morales terminaron por sucumbir ante el régimen. Los otros, los no participantes de las atrocidades nazis, fueron los que se atrevieron a juzgar por sí mismos. Eran los dubitativos y escépticos, pero sobre todo los pensantes, que evitaron que su conciencia reaccionara de modo automático y tuvieron la oportunidad de decidir que no podrían vivir en paz consigo mismos y, mucho menos, de convivir con el asesino en que se podrían convertir, haciendo de su pensar la forma de resistencia de las conciencias que se alzaron para no sucumbir ante la deshumanización inherente a todo totalitarismo. (Continuará)
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