/ sábado 19 de octubre de 2024

De la pluma de Miguel Reyes Razo / Entre políticos y periodistas de 1968

“Garganta Profunda” llamaron Carl Bernstein y Bob Woodward, impetuosos, audaces reporteros del diario estadounidense The Washington Post, al individuo que les confió fragmentos, indicios, pistas de los sucios manejos del presidente Richard Nixon y su primer círculo de colaboradores en el espionaje a las oficinas del Partido Demócrata en el edificio Watergate en junio de 1972, que desembocarían en la penosa renuncia del tramposo Nixon a su importantísimo cargo. “Garganta Profunda” , sombra en la película que aumentó el éxito de los actores Dustin Hoffman y Robert Redford en “ Todos los hombres del Presidente”.

Veinte años después, mientras caminábamos por Dupont Circle y Connecticut Avenue, en Washington, Abraham Zabludovsky me reveló: “Fui con mi papá al Mayflower y nos encontramos a los reporteros Bernstein y Woodward. –Estamos en la gira del Presidente Salinas- les dijo mi “jefe”--

Se mostraron sorprendidos. “-No sabíamos nada. Nosotros no publicamos nada…”

“Para que veas - remachó Abraham Zabludovsky. En la capital del poder mundial, no contamos. Ni en la sección de avisos aparece una nota del encuentro del presidente Carlos Salinas de Gortari con el presidente George Bush. ¡Bah!

Bernstein y Woodward se transformaron en ídolos, en figuras admirables de los reporteros de todo el mundo. Su ejercicio profesional, su arrojo aunado al apoyo de sus superiores y hasta la suerte.

“Todo comenzó -recordó Abraham Zabludovsky- con la minúscula noticia de un intento de penetración a la sede demócrata. De noche, en fin de semana, unos hombres luego llamados “plomeros”, trasegaron archivos, violaron cerraduras. El reportero escuchó la queja. La autoridad concedió escasa importancia al hecho. El reportero acudió al sitio violentado. Y lo narró. Fue el comienzo. Watergate estremeció al mundo”.

“--Usted podrá considerarse “reportero” – sentenció una noche don Mario Santoscoy- cuando el día que llegue usted a su “fuente” de información, el elevadorista le “suelte” a usted: “Ni se imagina, señor la que se va a armar hoy aquí. Hubiera visto al Señor Secretario poner “como lazo de cochino” al Oficial Mayor. Le dijo hasta la despedida. Lo llamo torpe y haragán. Lo ridiculizó. No lo dejó hablar. El otro estaba rojo de coraje. Como si fuera a reventar. Yo nomas miraba el tablero de los pisos. Pobre cuate. Usted lo va a ver. Yo se lo cuento como cuates. No me vaya usted a perjudicar…

“Prueba de que se ganó la confianza de ese individuo. Tan útil a su trabajo, Reyes Razo - remató Santoscoy entonces Jefe de Información de El Heraldo de México. En escasos ratos de buen humor y confianza compartía saberes.

Era 1968. La redacción del diario hervía. Pepe Falconi era un reportero de cierta edad, chiapaneco amistoso, bien dispuesto, responsable de la “fuente” de la Secretaría de Gobernación. Hacía antesala en el despacho del secretario Luis Echeverría. Buscaba información en la Oficina del responsable de Cinematografía -un duro censor- el licenciado Mario Moya Palencia. Falconi podía obtener información de la propia Dirección Federal de Seguridad.

Leopoldo Mendivil iba de Palacio Nacional a Los Pinos. Seguía los pasos del Presidente Gustavo Díaz Ordaz. De humor desconcertante, a veces hosco, cortante y distante, el Presidente de la República se regocijaba haciendo burla a su rostro.

“Se equivocan los que dicen que soy hombre de dos caras -guaseaba-. Mienten. Si tuviera otra, jajajaja, no exhibiría esta…Jajajaja.

Era la fama de don Gustavo Díaz Ordaz. Por los días del conflicto estudiantil, el Movimiento Estudiantil recibió a su Jefe de Prensa, el señor Francisco Galindo Ochoa, quien deseaba fervientemente ser gobernador de Jalisco. Allá movía taxistas. Prometía sitios a transportistas. Ya había sido diputado federal. Contaba con que su jefe, el Presidente Díaz Ordaz lo impulsaría. Le planteo.

“¿Cómo ve el “caso” Jalisco, señor Presidente ?”

“El “caso” Jalisco ya lo resolví, Pancho. Y no para usted”.

“Le pido acepte mi renuncia, señor Presidente. Gracias. Buenos días”, reaccionó el señor Galindo Ochoa.

Años de la conseja: “A un Presidente no se le puede decir que no. Hay que aguantar, manito”

Don Francisco Galindo Ochoa -hombre gruñón y malhablado temido maltratado de meseros en el restaurante “Veranda” del hotel María Isabel- le “aventó el arpa” al Presidente Díaz Ordaz.

Muy noche llegó a su oficina en el periódico el escritor-reporterazo Luis Spota. Me llamó. Abrió un cofrecito. Sacó una botella de whisky “Buchanans”. Sirvió dos vasos. Me entregó uno y lo chocó con el suyo.

“Que difícil es decirle no a un Presidente, Reyes Razo. Vengo de Los Pinos. Don Gustavo me ofreció su Oficina de Prensa. La llevó muy bien con él. Lo conozco hace mucho. Cuando fui reportero de Excélsior y hacía programas de televisión. Pero tengo la responsabilidad del suplemento Cultural de ok”.

“ Aquí anda el run-run de que será usted muy pronto el Director General del propio Heraldo, señor - le dije.

“Eso sí es muy posible, maestro- me respondió. Te pido que lo guardes. No hay que adelantar vísperas. Pues salud. Convencí al Presidente de que nombre ahí en Prensa de la Presidencia a un cuate serio, discreto sin ambición política. A ver…

Era, transcurría, 1968. Así se vivía en la redacción de El Heraldo de México, en Doctor Carmona y Valle 150, en la colonia de los Doctores.

“Garganta Profunda” llamaron Carl Bernstein y Bob Woodward, impetuosos, audaces reporteros del diario estadounidense The Washington Post, al individuo que les confió fragmentos, indicios, pistas de los sucios manejos del presidente Richard Nixon y su primer círculo de colaboradores en el espionaje a las oficinas del Partido Demócrata en el edificio Watergate en junio de 1972, que desembocarían en la penosa renuncia del tramposo Nixon a su importantísimo cargo. “Garganta Profunda” , sombra en la película que aumentó el éxito de los actores Dustin Hoffman y Robert Redford en “ Todos los hombres del Presidente”.

Veinte años después, mientras caminábamos por Dupont Circle y Connecticut Avenue, en Washington, Abraham Zabludovsky me reveló: “Fui con mi papá al Mayflower y nos encontramos a los reporteros Bernstein y Woodward. –Estamos en la gira del Presidente Salinas- les dijo mi “jefe”--

Se mostraron sorprendidos. “-No sabíamos nada. Nosotros no publicamos nada…”

“Para que veas - remachó Abraham Zabludovsky. En la capital del poder mundial, no contamos. Ni en la sección de avisos aparece una nota del encuentro del presidente Carlos Salinas de Gortari con el presidente George Bush. ¡Bah!

Bernstein y Woodward se transformaron en ídolos, en figuras admirables de los reporteros de todo el mundo. Su ejercicio profesional, su arrojo aunado al apoyo de sus superiores y hasta la suerte.

“Todo comenzó -recordó Abraham Zabludovsky- con la minúscula noticia de un intento de penetración a la sede demócrata. De noche, en fin de semana, unos hombres luego llamados “plomeros”, trasegaron archivos, violaron cerraduras. El reportero escuchó la queja. La autoridad concedió escasa importancia al hecho. El reportero acudió al sitio violentado. Y lo narró. Fue el comienzo. Watergate estremeció al mundo”.

“--Usted podrá considerarse “reportero” – sentenció una noche don Mario Santoscoy- cuando el día que llegue usted a su “fuente” de información, el elevadorista le “suelte” a usted: “Ni se imagina, señor la que se va a armar hoy aquí. Hubiera visto al Señor Secretario poner “como lazo de cochino” al Oficial Mayor. Le dijo hasta la despedida. Lo llamo torpe y haragán. Lo ridiculizó. No lo dejó hablar. El otro estaba rojo de coraje. Como si fuera a reventar. Yo nomas miraba el tablero de los pisos. Pobre cuate. Usted lo va a ver. Yo se lo cuento como cuates. No me vaya usted a perjudicar…

“Prueba de que se ganó la confianza de ese individuo. Tan útil a su trabajo, Reyes Razo - remató Santoscoy entonces Jefe de Información de El Heraldo de México. En escasos ratos de buen humor y confianza compartía saberes.

Era 1968. La redacción del diario hervía. Pepe Falconi era un reportero de cierta edad, chiapaneco amistoso, bien dispuesto, responsable de la “fuente” de la Secretaría de Gobernación. Hacía antesala en el despacho del secretario Luis Echeverría. Buscaba información en la Oficina del responsable de Cinematografía -un duro censor- el licenciado Mario Moya Palencia. Falconi podía obtener información de la propia Dirección Federal de Seguridad.

Leopoldo Mendivil iba de Palacio Nacional a Los Pinos. Seguía los pasos del Presidente Gustavo Díaz Ordaz. De humor desconcertante, a veces hosco, cortante y distante, el Presidente de la República se regocijaba haciendo burla a su rostro.

“Se equivocan los que dicen que soy hombre de dos caras -guaseaba-. Mienten. Si tuviera otra, jajajaja, no exhibiría esta…Jajajaja.

Era la fama de don Gustavo Díaz Ordaz. Por los días del conflicto estudiantil, el Movimiento Estudiantil recibió a su Jefe de Prensa, el señor Francisco Galindo Ochoa, quien deseaba fervientemente ser gobernador de Jalisco. Allá movía taxistas. Prometía sitios a transportistas. Ya había sido diputado federal. Contaba con que su jefe, el Presidente Díaz Ordaz lo impulsaría. Le planteo.

“¿Cómo ve el “caso” Jalisco, señor Presidente ?”

“El “caso” Jalisco ya lo resolví, Pancho. Y no para usted”.

“Le pido acepte mi renuncia, señor Presidente. Gracias. Buenos días”, reaccionó el señor Galindo Ochoa.

Años de la conseja: “A un Presidente no se le puede decir que no. Hay que aguantar, manito”

Don Francisco Galindo Ochoa -hombre gruñón y malhablado temido maltratado de meseros en el restaurante “Veranda” del hotel María Isabel- le “aventó el arpa” al Presidente Díaz Ordaz.

Muy noche llegó a su oficina en el periódico el escritor-reporterazo Luis Spota. Me llamó. Abrió un cofrecito. Sacó una botella de whisky “Buchanans”. Sirvió dos vasos. Me entregó uno y lo chocó con el suyo.

“Que difícil es decirle no a un Presidente, Reyes Razo. Vengo de Los Pinos. Don Gustavo me ofreció su Oficina de Prensa. La llevó muy bien con él. Lo conozco hace mucho. Cuando fui reportero de Excélsior y hacía programas de televisión. Pero tengo la responsabilidad del suplemento Cultural de ok”.

“ Aquí anda el run-run de que será usted muy pronto el Director General del propio Heraldo, señor - le dije.

“Eso sí es muy posible, maestro- me respondió. Te pido que lo guardes. No hay que adelantar vísperas. Pues salud. Convencí al Presidente de que nombre ahí en Prensa de la Presidencia a un cuate serio, discreto sin ambición política. A ver…

Era, transcurría, 1968. Así se vivía en la redacción de El Heraldo de México, en Doctor Carmona y Valle 150, en la colonia de los Doctores.