/ sábado 5 de octubre de 2024

De la pluma de Miguel Reyes Razo / Lo que vi en la Marcha del Silencio

El Movimiento Estudiantil de 1968 afectó a la redacción de El Heraldo de México. “Periódico que piensa joven”, vocero y cronista de los “in”, opuestos a los “out” , como rezaba su publicidad, surgió al aliento y para servir al presidente Gustavo Díaz Ordaz. Lo presumía su dueño, don Gabriel Alarcón Chargoy, zar de la “Cadena de Oro”, empresa propietaria de cientos de cines en todo el país. Que el banquero Manuel Espinosa Yglesias era su socio, decían.

Trabajador, madrugador. Muy temprano llegaba a su oficina en la colonia de los Doctores. Pasadas las dos de la tarde, con tres o cuatro de los “pistoleros” que lo protegían, la emprendía a su casa en Polanco. Y a las 5/6 de la tarde se presentaba en la atareada redacción. Revisaba las columnas políticas. Usaba una butaca como las que adquiría para sus cines y con penetrante juicio las alargaba al Jefe de Redacción, Daniel Cadena.

El reportero-escritor Luis Spota se dirigió al Jefe de Información. Un átono individuo llamado Ángel Torres.

“¿ Puedo sugerirle una orden, Don Ángel?

“Desde luego, maestro. Diga usted..”

“Está noche llega Octavio Paz. Renunció a la embajada en la India. Entrevístenlo …

“Claro que sí, maestro - produjo Torres y titubeante planteó: ¿quién es Octavio Paz?

Gruñó Spota. Dejó boquiabierto al atolondrado jefe de Información. Entró a su despacho y dijo a Dora Magda, su secretaria:

“Con razón le apodan “El burro “.

Dos o tres días más duró Torres en el cargo. Luego formó una asociación de “Ex Jefes de Información y Redacción”.

Lo suplió el dinámico, muy bien vestido e infatigable Mario Santoscoy. Joven, fumador de cigarrillos “de carita” que encendía con finos “Dunhill”, impuso autoridad apenas llegó .

“ Es muy “chicho”. Compadre de Manuel Buendía. Juntos en La Prensa.

“Cubra las fuentes educativa y universitarias”, me instruyó . Y así:

“Vaya a cubrir la “Marcha del Silencio”. En Antropología a las cuatro de la tarde. Va al Zócalo. Apúrese para venir a escribir. Me avisa cómo va la cosa…

Bullicio de los que ya se iban al Museo de Ramírez Vázquez. Muchachos en alegría y feliz encuentro. Cuates, amigos, compañeros. Condiscípulos y recién conocidos. Relajientos, bromistas, burlones y circunspectos y reflexivos con aires de autoridad, así se encaminaban a integrarse en la larguísima columna. Profesores que ya tenían renombre. Fausto Trejo el principal.

La “Marcha del Silencio” ¿Cómo, de quién fue la idea? ¡Fenomenal! Miles la presenciaron. Hombres y mujeres detuvieron su caminar en el filo de la acera para observar a la muda muchedumbre que mantenía la vista fija en la ruta que le esperaba. Silencio que alcanzó a los espectadores cuyo gesto denotaba respeto. Hermetismo largo, interminable. Inimaginable. ¿Silencio en Paseo de la Reforma? ¿Bocas cerradas en Avenida Juárez rebautizado como el “pierdromo” de la Ciudad”? Ni Ripley lo habría imaginado. Lija de suelas raspaban el pavimento. Un, dos. Un, dos. Un, dos. Rítmicamente –sin voces de sargentos-- los marchantes cumplían puntuales. Marchar, marchar era su única tarea. Marchar, marchar en silencio. La cumplían. No devolvían sonrisas ni constantes saludos –agitar de manos-- de los que presenciaban y así aprobaban el vistoso desfile.

Imposible la indiferencia. Ahí iba yo. Al paso, al tiempo de los indignados silenciosos. Caminaba por Reforma. Por el centro de la famosa avenida. Yo iba en el desfile. Como mi papá los 20 de Noviembre que se lucía en un carro alegórico que festejaba la Revolución Mexicana. Plataforma rodante con gimnastas del Venustiano Carranza que evolucionaban en las barras paralelas, en el caballo con arzones. ¡Cuándo me iba a imaginar que vería a tantos impasibles que, así silenciosos, escribían su historia! Iba por Juárez. Eché un vistazo al edificio en el número 4 de ”La Nacional”, compañía de seguros de vida. Y a los ventanales de la Casa de Bolsa Carlos Trouyet, antes de decidir si seguir por Madero ir de frente, o dejar atrás la Torre Latinoamericana y emprenderla por 5 de Mayo. En San Juan de Letrán recordé que cuando tenía 7 años, mi madre me enviaba al número 9 de la ancha avenida a pagar el abono de su máquina de coser a la compañía Singer. Nos fuimos por 5 de Mayo.

Debía hacerme de información. Así que seguí el ejemplo de otros reporteros. A cada buen trecho, regresaban –desandaban-- lo recorrido. Se sudaba. Urgía apresurarse. Ir y volver. Hablar con los que venían muy atrás y confiaban cálculos y nombres. Alguno presumía de “a ojo de buen cubero” hacer una aproximación al número de participantes. Un riesgo dar una cifra. Mejor contar lo que ocurría. Gestos, sed, fatiga, mirada, roce de apoyo. Apretón solidario. Sonrisa animosa. Guiño de fibra. Silencio. Chitón. Silencio. Recordé a mi primer maestra en el kinder del Jardín Salesiano. La señorita Tocha: “Niños, vamos a cerrar nuestra boquita. Le ponemos un candadito y tiramos la llave. Así. Y silencio. Y en la primaria un niño que decía: “ Silencio ranas que va a predicar el sapo”. Burla al profesor.

Del Zócalo, de la protesta –grito colosa-l-, a la redacción del periódico. A teclear la nota.

“Ya estaba la vanguardia de la marcha en las cercanías del Zócalo y todavía llegaban contingentes al Museo de Antropología…

Don Mario Santoscoy leyó esos primeros renglones y estrujó mi cuartilla.

“¿No sabe usted Reyes Razo, en qué periódico trabaja ? Le da usted alas a estos cuates. ¡Bájele!, ¡bájele!

Y como a veces decía mi inolvidable maestro Luis Spota:

“Ni espíc”, si, “ni espic “. Tuve que “bajarle”.

El Movimiento Estudiantil de 1968 afectó a la redacción de El Heraldo de México. “Periódico que piensa joven”, vocero y cronista de los “in”, opuestos a los “out” , como rezaba su publicidad, surgió al aliento y para servir al presidente Gustavo Díaz Ordaz. Lo presumía su dueño, don Gabriel Alarcón Chargoy, zar de la “Cadena de Oro”, empresa propietaria de cientos de cines en todo el país. Que el banquero Manuel Espinosa Yglesias era su socio, decían.

Trabajador, madrugador. Muy temprano llegaba a su oficina en la colonia de los Doctores. Pasadas las dos de la tarde, con tres o cuatro de los “pistoleros” que lo protegían, la emprendía a su casa en Polanco. Y a las 5/6 de la tarde se presentaba en la atareada redacción. Revisaba las columnas políticas. Usaba una butaca como las que adquiría para sus cines y con penetrante juicio las alargaba al Jefe de Redacción, Daniel Cadena.

El reportero-escritor Luis Spota se dirigió al Jefe de Información. Un átono individuo llamado Ángel Torres.

“¿ Puedo sugerirle una orden, Don Ángel?

“Desde luego, maestro. Diga usted..”

“Está noche llega Octavio Paz. Renunció a la embajada en la India. Entrevístenlo …

“Claro que sí, maestro - produjo Torres y titubeante planteó: ¿quién es Octavio Paz?

Gruñó Spota. Dejó boquiabierto al atolondrado jefe de Información. Entró a su despacho y dijo a Dora Magda, su secretaria:

“Con razón le apodan “El burro “.

Dos o tres días más duró Torres en el cargo. Luego formó una asociación de “Ex Jefes de Información y Redacción”.

Lo suplió el dinámico, muy bien vestido e infatigable Mario Santoscoy. Joven, fumador de cigarrillos “de carita” que encendía con finos “Dunhill”, impuso autoridad apenas llegó .

“ Es muy “chicho”. Compadre de Manuel Buendía. Juntos en La Prensa.

“Cubra las fuentes educativa y universitarias”, me instruyó . Y así:

“Vaya a cubrir la “Marcha del Silencio”. En Antropología a las cuatro de la tarde. Va al Zócalo. Apúrese para venir a escribir. Me avisa cómo va la cosa…

Bullicio de los que ya se iban al Museo de Ramírez Vázquez. Muchachos en alegría y feliz encuentro. Cuates, amigos, compañeros. Condiscípulos y recién conocidos. Relajientos, bromistas, burlones y circunspectos y reflexivos con aires de autoridad, así se encaminaban a integrarse en la larguísima columna. Profesores que ya tenían renombre. Fausto Trejo el principal.

La “Marcha del Silencio” ¿Cómo, de quién fue la idea? ¡Fenomenal! Miles la presenciaron. Hombres y mujeres detuvieron su caminar en el filo de la acera para observar a la muda muchedumbre que mantenía la vista fija en la ruta que le esperaba. Silencio que alcanzó a los espectadores cuyo gesto denotaba respeto. Hermetismo largo, interminable. Inimaginable. ¿Silencio en Paseo de la Reforma? ¿Bocas cerradas en Avenida Juárez rebautizado como el “pierdromo” de la Ciudad”? Ni Ripley lo habría imaginado. Lija de suelas raspaban el pavimento. Un, dos. Un, dos. Un, dos. Rítmicamente –sin voces de sargentos-- los marchantes cumplían puntuales. Marchar, marchar era su única tarea. Marchar, marchar en silencio. La cumplían. No devolvían sonrisas ni constantes saludos –agitar de manos-- de los que presenciaban y así aprobaban el vistoso desfile.

Imposible la indiferencia. Ahí iba yo. Al paso, al tiempo de los indignados silenciosos. Caminaba por Reforma. Por el centro de la famosa avenida. Yo iba en el desfile. Como mi papá los 20 de Noviembre que se lucía en un carro alegórico que festejaba la Revolución Mexicana. Plataforma rodante con gimnastas del Venustiano Carranza que evolucionaban en las barras paralelas, en el caballo con arzones. ¡Cuándo me iba a imaginar que vería a tantos impasibles que, así silenciosos, escribían su historia! Iba por Juárez. Eché un vistazo al edificio en el número 4 de ”La Nacional”, compañía de seguros de vida. Y a los ventanales de la Casa de Bolsa Carlos Trouyet, antes de decidir si seguir por Madero ir de frente, o dejar atrás la Torre Latinoamericana y emprenderla por 5 de Mayo. En San Juan de Letrán recordé que cuando tenía 7 años, mi madre me enviaba al número 9 de la ancha avenida a pagar el abono de su máquina de coser a la compañía Singer. Nos fuimos por 5 de Mayo.

Debía hacerme de información. Así que seguí el ejemplo de otros reporteros. A cada buen trecho, regresaban –desandaban-- lo recorrido. Se sudaba. Urgía apresurarse. Ir y volver. Hablar con los que venían muy atrás y confiaban cálculos y nombres. Alguno presumía de “a ojo de buen cubero” hacer una aproximación al número de participantes. Un riesgo dar una cifra. Mejor contar lo que ocurría. Gestos, sed, fatiga, mirada, roce de apoyo. Apretón solidario. Sonrisa animosa. Guiño de fibra. Silencio. Chitón. Silencio. Recordé a mi primer maestra en el kinder del Jardín Salesiano. La señorita Tocha: “Niños, vamos a cerrar nuestra boquita. Le ponemos un candadito y tiramos la llave. Así. Y silencio. Y en la primaria un niño que decía: “ Silencio ranas que va a predicar el sapo”. Burla al profesor.

Del Zócalo, de la protesta –grito colosa-l-, a la redacción del periódico. A teclear la nota.

“Ya estaba la vanguardia de la marcha en las cercanías del Zócalo y todavía llegaban contingentes al Museo de Antropología…

Don Mario Santoscoy leyó esos primeros renglones y estrujó mi cuartilla.

“¿No sabe usted Reyes Razo, en qué periódico trabaja ? Le da usted alas a estos cuates. ¡Bájele!, ¡bájele!

Y como a veces decía mi inolvidable maestro Luis Spota:

“Ni espíc”, si, “ni espic “. Tuve que “bajarle”.