/ sábado 17 de agosto de 2024

De la pluma de Miguel Reyes Razo / Vicente Saldívar, peleador olímpico (II)

El blanco traje deportivo permitió seguirlo. Vicente Saldívar avanzó con firmes, rápidas zancadas. Conocía a la perfección la ruta de su carrera. Cientos de veces la cumplió.

Distancia que entusiasmaba. Premio inmediato. Aire fresco, magnífico, de gran calidad que lo alimentaba. Una suerte de amable mareo estimula al corredor. Bocanadas de oxígeno transforman. Fortaleza, seguridad, agilidad. Vigor que invade y acelera ritmo de corazón, respiración y pensamiento. Dum-dum, dum-dum, produce el latido rápidamente repetido.

Salí tras él. Imposible imitar, seguir su rítmico correr. Metido en saco de pana, en suéter de cuello de tortuga, calzado con mocasines modelo Chester Canadá, muy alejado de práctica deportiva constante, algo oxidado el impulso resultó doloroso. La punzada en el costado derecho, el llamado “dolor de caballo” disminuye. Duele bajo las costillas. Vuelve a doler.

No lo perdía de vista. Maritza López, solidaria, decidida compañera, fue tras Vicente. Profesional, le sacó ventaja. Pudo, una y otra vez, accionar el obturador de su Nikon.

Relámpagos entre la arboleda. Jalaba aire Maritza. El motor de su cámara le permitía fotografiar con gran rapidez. Lo dejó marchar. Estimó el valor de su material.

“Sí -me confirmó el culto reportero Víctor Cota Leon de la plantilla del diario deportivo La Afición-, Vicente Saldívar formó en la delegación deportiva mexicana que asistió a los Juegos Olímpicos de Roma. Fue en 1960. Figurín de esa cita deportiva Cassius Clay. Ganó la medalla de oro en su división de peso completo. A las primeras de cambio el jovencito Vicente Saldívar perdió”.

Pero no padeció por la derrota en Italia. Poseía voluntad. Le urgía “ser alguien”. Guardaba en su interior la convicción de que triunfaría. Certeza de que su perseverancia le daría resultado. Críticas, burlas, rechazos no lo mellaban. Conocía muy bien el placer que experimentaban quienes buscaban humillarlo. Desdén familiar:

“Aguas, aguas. Ahí viene el Joe Louis. No lo rocen. No vaya a enojarse…”.

“Nomas falta que nos lo dejen que ‘ni pa billetero’”.

“Un mal golpe lo va a dejar lelo…”.

Oídos sordos. Con hambre, con necesidad. Urgencia de unos pesos para comprar equipo.

Había que pagar la tarjeta del gimnasio. Lana para los pasajes. Ansias de beber un licuado después del entrenamiento. Y la bolsa vacía. La tristeza. La certidumbre. “Un día me van a venir a pedir ‘ayúdame manita…un día’”.

“En los días del viaje a Roma -me confío el experto de El Heraldo de México, René Chambon, con un vaso de whisky Cutty Stark en la mano- Vicente tenía una amiga. A lo mejor una prima lejana. Joven que lo admiraba le regaló una bata para que la usara - estrenara- en la batalla. Tenía su “pegue” el zurdo. Pero siempre andaba en la quinta pregunta. Entonces no se distraía. Era constante. Ni desveladas ni copas. Ni amigotes que le llevaran por el mal camino.

“Un tiempo Vicente trabajó en una imprenta. Le atraía ese oficio. Hasta que un día la máquina le apresó una mano. No fue cosa grave. Le amedrentó la idea de quedar lisiado.

Con una mano inútil. Imposible perder así sus sueños de boxear para ser campeón. Entró luego a una cervecería. Barría el piso. Esparcía aserrín. Cargaba, apilaba cartones de cerveza. Aguantaba.

“Jamás le atrajo seguir el oficio de su padre. El hombre tenía un taller de reparación de camas de latón. Tensaba tambores, sostén de colchón. Pulía el latón. Lo jalaba la bebida”.

“Mi jefe era bueno, buenísimo para el box”, ironizaba muchos años después Vicente. Se metía a diario una cantina llamada El Rhin. Y salía “bin groggy”.

Y lo festejaba con explosiva risa el ya campeón.

Estrechez émbolo de la carrera, dedicación de Vicente Saldívar. Terror a la pobreza. En sus puños -firmes sobre las tetillas mientras avanza en la oscuridad del bosque- está su fortuna. Puños que debe adiestrar, convertirlos en certeros, puntuales, veloces, definitivos arietes. Puños dueños de fuerza y velocidad. Puños-remate. Puños explosivos. Puños bien forrados; vendados. Aptos en el golpeo contundente al costal. Prontos en la velocidad de la pera loca. Aparatos que fortalecen. Juego de piernas. Visión alerta. Nada de parpadeo.

Concéntrate en ese veloz ir y venir. Ajustas distancia. Aprendes a no fallar. Cansa mucho tirar golpes al aire. Pégale. Vuelve a pegarle. No le quites la vista. Hasta que tus movimientos -miles de veces repetidos- ocurran sin que te des cuenta. No te aburras. Tira ese golpe. Decenas, cientos, miles de veces.

“Fascinaba, conmovía observar los entrenamientos de Vicente Saldívar”, me confió muchas veces Don Ignacio Beristain. Nos conocimos en los días en que preparaba al campeón para su pelea con el japonés Kuniaki Shibata. Don Ignacio Beristain le paseaba una esponja por el rostro. Le ajustaba el protector bucal. Don Ignacio Beristain se prolongaba en un balde, cubeta. Recipiente atestado de útiles para untar grasa en la faz del muchacho, botella con agua que aproximaba a su boca entre round y round.

“Ahí estaba. Se alargaba en un jab. El jab y el avance. Se extiende el brazo, se camina con el golpe. El jab sale desde muy atrás del hombro y empuja. Todo el cuerpo se impulsa.

Detrás del jab, la mirada. Arma la guardia. Manténla fija. Lanza el jab. Hasta que te canses.

Y vuelve a empezar. Decenas, cientos, miles de veces”.

“Era un perfeccionista. Se exigía todo. No se rendía. Y gozaba el dominio de cada combinación. Profunda alegría lo sacudía. Contagiaba su contento. Y era disciplinado. Se privaba de gustos y placeres. Me consta que alejaba tentaciones. Una famosa estrella de cine se quedó helada cuando Chente la contuvo: ‘¡Perdone, señora. No puedo pagarle su visita’. Ese es gesto de un campeón”, celebra Don Ignacio Beristain.

Un verdadero hacedor de campeones del mundo.


Continuará…


El blanco traje deportivo permitió seguirlo. Vicente Saldívar avanzó con firmes, rápidas zancadas. Conocía a la perfección la ruta de su carrera. Cientos de veces la cumplió.

Distancia que entusiasmaba. Premio inmediato. Aire fresco, magnífico, de gran calidad que lo alimentaba. Una suerte de amable mareo estimula al corredor. Bocanadas de oxígeno transforman. Fortaleza, seguridad, agilidad. Vigor que invade y acelera ritmo de corazón, respiración y pensamiento. Dum-dum, dum-dum, produce el latido rápidamente repetido.

Salí tras él. Imposible imitar, seguir su rítmico correr. Metido en saco de pana, en suéter de cuello de tortuga, calzado con mocasines modelo Chester Canadá, muy alejado de práctica deportiva constante, algo oxidado el impulso resultó doloroso. La punzada en el costado derecho, el llamado “dolor de caballo” disminuye. Duele bajo las costillas. Vuelve a doler.

No lo perdía de vista. Maritza López, solidaria, decidida compañera, fue tras Vicente. Profesional, le sacó ventaja. Pudo, una y otra vez, accionar el obturador de su Nikon.

Relámpagos entre la arboleda. Jalaba aire Maritza. El motor de su cámara le permitía fotografiar con gran rapidez. Lo dejó marchar. Estimó el valor de su material.

“Sí -me confirmó el culto reportero Víctor Cota Leon de la plantilla del diario deportivo La Afición-, Vicente Saldívar formó en la delegación deportiva mexicana que asistió a los Juegos Olímpicos de Roma. Fue en 1960. Figurín de esa cita deportiva Cassius Clay. Ganó la medalla de oro en su división de peso completo. A las primeras de cambio el jovencito Vicente Saldívar perdió”.

Pero no padeció por la derrota en Italia. Poseía voluntad. Le urgía “ser alguien”. Guardaba en su interior la convicción de que triunfaría. Certeza de que su perseverancia le daría resultado. Críticas, burlas, rechazos no lo mellaban. Conocía muy bien el placer que experimentaban quienes buscaban humillarlo. Desdén familiar:

“Aguas, aguas. Ahí viene el Joe Louis. No lo rocen. No vaya a enojarse…”.

“Nomas falta que nos lo dejen que ‘ni pa billetero’”.

“Un mal golpe lo va a dejar lelo…”.

Oídos sordos. Con hambre, con necesidad. Urgencia de unos pesos para comprar equipo.

Había que pagar la tarjeta del gimnasio. Lana para los pasajes. Ansias de beber un licuado después del entrenamiento. Y la bolsa vacía. La tristeza. La certidumbre. “Un día me van a venir a pedir ‘ayúdame manita…un día’”.

“En los días del viaje a Roma -me confío el experto de El Heraldo de México, René Chambon, con un vaso de whisky Cutty Stark en la mano- Vicente tenía una amiga. A lo mejor una prima lejana. Joven que lo admiraba le regaló una bata para que la usara - estrenara- en la batalla. Tenía su “pegue” el zurdo. Pero siempre andaba en la quinta pregunta. Entonces no se distraía. Era constante. Ni desveladas ni copas. Ni amigotes que le llevaran por el mal camino.

“Un tiempo Vicente trabajó en una imprenta. Le atraía ese oficio. Hasta que un día la máquina le apresó una mano. No fue cosa grave. Le amedrentó la idea de quedar lisiado.

Con una mano inútil. Imposible perder así sus sueños de boxear para ser campeón. Entró luego a una cervecería. Barría el piso. Esparcía aserrín. Cargaba, apilaba cartones de cerveza. Aguantaba.

“Jamás le atrajo seguir el oficio de su padre. El hombre tenía un taller de reparación de camas de latón. Tensaba tambores, sostén de colchón. Pulía el latón. Lo jalaba la bebida”.

“Mi jefe era bueno, buenísimo para el box”, ironizaba muchos años después Vicente. Se metía a diario una cantina llamada El Rhin. Y salía “bin groggy”.

Y lo festejaba con explosiva risa el ya campeón.

Estrechez émbolo de la carrera, dedicación de Vicente Saldívar. Terror a la pobreza. En sus puños -firmes sobre las tetillas mientras avanza en la oscuridad del bosque- está su fortuna. Puños que debe adiestrar, convertirlos en certeros, puntuales, veloces, definitivos arietes. Puños dueños de fuerza y velocidad. Puños-remate. Puños explosivos. Puños bien forrados; vendados. Aptos en el golpeo contundente al costal. Prontos en la velocidad de la pera loca. Aparatos que fortalecen. Juego de piernas. Visión alerta. Nada de parpadeo.

Concéntrate en ese veloz ir y venir. Ajustas distancia. Aprendes a no fallar. Cansa mucho tirar golpes al aire. Pégale. Vuelve a pegarle. No le quites la vista. Hasta que tus movimientos -miles de veces repetidos- ocurran sin que te des cuenta. No te aburras. Tira ese golpe. Decenas, cientos, miles de veces.

“Fascinaba, conmovía observar los entrenamientos de Vicente Saldívar”, me confió muchas veces Don Ignacio Beristain. Nos conocimos en los días en que preparaba al campeón para su pelea con el japonés Kuniaki Shibata. Don Ignacio Beristain le paseaba una esponja por el rostro. Le ajustaba el protector bucal. Don Ignacio Beristain se prolongaba en un balde, cubeta. Recipiente atestado de útiles para untar grasa en la faz del muchacho, botella con agua que aproximaba a su boca entre round y round.

“Ahí estaba. Se alargaba en un jab. El jab y el avance. Se extiende el brazo, se camina con el golpe. El jab sale desde muy atrás del hombro y empuja. Todo el cuerpo se impulsa.

Detrás del jab, la mirada. Arma la guardia. Manténla fija. Lanza el jab. Hasta que te canses.

Y vuelve a empezar. Decenas, cientos, miles de veces”.

“Era un perfeccionista. Se exigía todo. No se rendía. Y gozaba el dominio de cada combinación. Profunda alegría lo sacudía. Contagiaba su contento. Y era disciplinado. Se privaba de gustos y placeres. Me consta que alejaba tentaciones. Una famosa estrella de cine se quedó helada cuando Chente la contuvo: ‘¡Perdone, señora. No puedo pagarle su visita’. Ese es gesto de un campeón”, celebra Don Ignacio Beristain.

Un verdadero hacedor de campeones del mundo.


Continuará…