/ sábado 24 de agosto de 2024

De la pluma de Miguel Reyes Razo / Vicente Saldívar, peleador olímpico (III)

El impresionante Mustang -enconchado, amenazante monstruo rojo- hipnotizaba, paralizaba a los curiosos. Alelados, incrédulos, enmudecidos observaban el soberbio objeto. Se le iban los ojos a los deslumbrados vecinos de la calle Doctor Arce, en la Ciudad de México. Hasta las mujeres afectas a encarnar “argüendes” en el populoso barrio se distraían en la contemplación del fa-bu-lo-so automóvil. Flamante, nuevecito, reflejaba a los que lo miraban. Presencia impresionante: intocable. ¿Quién se atrevería a pasar un dedo para acariciar la salpicadera de seductora curva? Entre tímidos y audaces, algunos niños se buscaban en el juego de espejos. Muecas, sonrisas, gestos, ojos desorbitados, ademanes exagerados, todo se repetía en las cromadas, bien pulidas superficies de ese Ford Mustang. El último modelo de Ford recordaba la frase de jovenzuelos de la época:

-Tiene las tres eses…

-¿Tres eses, dices? ¿Cuáles? ¿Qué significan?

-¡Se Suben Solas!

Atraería ¡sin duda! a las “chamacas”. Se derretirían por ir a “dar una vuelta” en ese carrazo. Desoirían, desobedecerían las instrucciones maternas: “Nada de subirte al coche con el novio. Nunca. ¿Eh? Nunca”.

Bien estacionado, adherido casi a la banqueta el automóvil pregonaba su importancia. Quieto, cual adormilado. Vanidoso, presumido. ¿Indefenso?

¡Qué va! Cerco de poderosa vanidad lo protegía. Su dueño podía estar muy tranquilo. A buena hora, apenas lo decidiera vendría a buscarlo. Se lo apropiaría frente a la muchedumbre que no cesaba de observar, recorrer con mente y mirada esa joya que sostenían, equilibraban cuatro anchas llantas de cara blanca.

Canasta columpiándose en ángulo de codo y antebrazo, las mujeres responsables de alimentar marido e hijos entregaban su cuota de curiosidad. Con toda simpleza una preguntó:

-¿De quién es?

Otra apoyo:

-¿De quién será?

Que al instante se esparció entre la espesa muchedumbre. Saltó de la calle al interior del mercado de Martínez de la Torre. Contuvo el griterío de marchantes que atraían clientes. Ofrecían productos frescos, baratos, maduros. “Acá, güerita… Pásele, patrón... ¿Qué va a llevar, jefecita?”. Pregones a tentaciones. Y también corrió al interior del gimnasio “Margarita”. Más allá del mostrador sobre el que se acodaba el regordete Alonso, un español bonachón de trato fácil quien desde su mirador contemplaba a la aturdida multitud.

Alonso podría revelar a ese creciente grupo de curiosos la identidad del dueño del contemplable Mustang. Había sido el primer sorprendido al observar su arribo. Y casi perdió el habla cuando vio descender al conductor quien de inmediato se hundió en las profundidades del local de baños y piso de entrenamiento de boxeadores. Apenas si musitó un entrecortado “¡buenos días!” al veloz joven de rostro alegre.

“¡Chaval. Qué máquina…”.

Alonso mantendría viva en su memoria aquella mañana. La de la aparición del Mustang. Ni la desaforada afición a adquirir caros automóviles que cultivó el “Pipino” Cuevas la opacó.

-¿No cree que pierde mucho dinero al comprar tanto coche, señor Cuevas?, le planteó ingenuo un reportero.

-Y eso ¿qué? Total, muy mi lana. ¿Nooo?


Alonso pasó muchos años viendo pasar a desgarbados, humildes, anémicos aspirantes a boxeadores. ¡A campeones mundiales! Filtro de vida. Se daba tiempo Alonso para reseñar perfiles de personajes.

“Uh, venía el Lalo Andrade, desorientado, un principiante a hacer entrevistas a los boxeadores. Muy hablantín. Preguntón que no paraba de hablar. Y luego ya en la tele. Cronista de los deportes. Narraba futbol y peleas de box. Hasta que se metió de político. Creo que tenía un hermano cantante…”.

El hombre, el dueño del impresionante Mustang era el jovencito Vicente Saldívar. Boxeador profesional. Tenacidad, puntualidad, disciplina, ansia de perfección. Adolfo Pérez lo enseñaba, pulía.

Entraba a los “Margarita” y se metía -enfundaba- en mallas. Forrado ante el muro del espejo. De piso a techo. Pared que mostraba la intensa vida del gimnasio. Se dejaba el espacio a Vicente Saldívar. El “Chente” enmudecía y su cara se volvía de piedra. Ropa de entrenamiento limpísima. Zapatillas flamantes, bien boleadas. Tobilleras flamantes. Ligero. Kilómetros de carrera en Chapultepec. Vuelta a casa para darse un baño y echarse a dormir. Un par de horas. A las doce, al gimnasio. A la Doctores.

Pérez lo instruía con voz muy ronca y afectuosa. Animaba a su mejor prospecto. Lo abandonó, lo dejó solo en su esquina la noche que peleó por el título de los plumas. Su rival era -fue- Juanito Ramírez. “El pastelero” estrella de la famosa Pastelería Tinoco de la calle López en el centro de la ciudad.

“Juanito Ramírez y Vicente Saldívar eran mis boxeadores -explicaba Adolfo Pérez-. Cosas de la vida. Tuvieron que pelear por el campeonato nacional pluma. No aconsejé a ninguno. Ellos se conocían muy bien. Los dos eran muy buenos. Ni siquiera fui esa noche a la Coliseo”. Vicente ganó. Así, a punta de golpes, el “Zurdo de Oro” se abrió paso al campeonato del mundo.

A la propiedad de un Mustang.


Continuará…



El impresionante Mustang -enconchado, amenazante monstruo rojo- hipnotizaba, paralizaba a los curiosos. Alelados, incrédulos, enmudecidos observaban el soberbio objeto. Se le iban los ojos a los deslumbrados vecinos de la calle Doctor Arce, en la Ciudad de México. Hasta las mujeres afectas a encarnar “argüendes” en el populoso barrio se distraían en la contemplación del fa-bu-lo-so automóvil. Flamante, nuevecito, reflejaba a los que lo miraban. Presencia impresionante: intocable. ¿Quién se atrevería a pasar un dedo para acariciar la salpicadera de seductora curva? Entre tímidos y audaces, algunos niños se buscaban en el juego de espejos. Muecas, sonrisas, gestos, ojos desorbitados, ademanes exagerados, todo se repetía en las cromadas, bien pulidas superficies de ese Ford Mustang. El último modelo de Ford recordaba la frase de jovenzuelos de la época:

-Tiene las tres eses…

-¿Tres eses, dices? ¿Cuáles? ¿Qué significan?

-¡Se Suben Solas!

Atraería ¡sin duda! a las “chamacas”. Se derretirían por ir a “dar una vuelta” en ese carrazo. Desoirían, desobedecerían las instrucciones maternas: “Nada de subirte al coche con el novio. Nunca. ¿Eh? Nunca”.

Bien estacionado, adherido casi a la banqueta el automóvil pregonaba su importancia. Quieto, cual adormilado. Vanidoso, presumido. ¿Indefenso?

¡Qué va! Cerco de poderosa vanidad lo protegía. Su dueño podía estar muy tranquilo. A buena hora, apenas lo decidiera vendría a buscarlo. Se lo apropiaría frente a la muchedumbre que no cesaba de observar, recorrer con mente y mirada esa joya que sostenían, equilibraban cuatro anchas llantas de cara blanca.

Canasta columpiándose en ángulo de codo y antebrazo, las mujeres responsables de alimentar marido e hijos entregaban su cuota de curiosidad. Con toda simpleza una preguntó:

-¿De quién es?

Otra apoyo:

-¿De quién será?

Que al instante se esparció entre la espesa muchedumbre. Saltó de la calle al interior del mercado de Martínez de la Torre. Contuvo el griterío de marchantes que atraían clientes. Ofrecían productos frescos, baratos, maduros. “Acá, güerita… Pásele, patrón... ¿Qué va a llevar, jefecita?”. Pregones a tentaciones. Y también corrió al interior del gimnasio “Margarita”. Más allá del mostrador sobre el que se acodaba el regordete Alonso, un español bonachón de trato fácil quien desde su mirador contemplaba a la aturdida multitud.

Alonso podría revelar a ese creciente grupo de curiosos la identidad del dueño del contemplable Mustang. Había sido el primer sorprendido al observar su arribo. Y casi perdió el habla cuando vio descender al conductor quien de inmediato se hundió en las profundidades del local de baños y piso de entrenamiento de boxeadores. Apenas si musitó un entrecortado “¡buenos días!” al veloz joven de rostro alegre.

“¡Chaval. Qué máquina…”.

Alonso mantendría viva en su memoria aquella mañana. La de la aparición del Mustang. Ni la desaforada afición a adquirir caros automóviles que cultivó el “Pipino” Cuevas la opacó.

-¿No cree que pierde mucho dinero al comprar tanto coche, señor Cuevas?, le planteó ingenuo un reportero.

-Y eso ¿qué? Total, muy mi lana. ¿Nooo?


Alonso pasó muchos años viendo pasar a desgarbados, humildes, anémicos aspirantes a boxeadores. ¡A campeones mundiales! Filtro de vida. Se daba tiempo Alonso para reseñar perfiles de personajes.

“Uh, venía el Lalo Andrade, desorientado, un principiante a hacer entrevistas a los boxeadores. Muy hablantín. Preguntón que no paraba de hablar. Y luego ya en la tele. Cronista de los deportes. Narraba futbol y peleas de box. Hasta que se metió de político. Creo que tenía un hermano cantante…”.

El hombre, el dueño del impresionante Mustang era el jovencito Vicente Saldívar. Boxeador profesional. Tenacidad, puntualidad, disciplina, ansia de perfección. Adolfo Pérez lo enseñaba, pulía.

Entraba a los “Margarita” y se metía -enfundaba- en mallas. Forrado ante el muro del espejo. De piso a techo. Pared que mostraba la intensa vida del gimnasio. Se dejaba el espacio a Vicente Saldívar. El “Chente” enmudecía y su cara se volvía de piedra. Ropa de entrenamiento limpísima. Zapatillas flamantes, bien boleadas. Tobilleras flamantes. Ligero. Kilómetros de carrera en Chapultepec. Vuelta a casa para darse un baño y echarse a dormir. Un par de horas. A las doce, al gimnasio. A la Doctores.

Pérez lo instruía con voz muy ronca y afectuosa. Animaba a su mejor prospecto. Lo abandonó, lo dejó solo en su esquina la noche que peleó por el título de los plumas. Su rival era -fue- Juanito Ramírez. “El pastelero” estrella de la famosa Pastelería Tinoco de la calle López en el centro de la ciudad.

“Juanito Ramírez y Vicente Saldívar eran mis boxeadores -explicaba Adolfo Pérez-. Cosas de la vida. Tuvieron que pelear por el campeonato nacional pluma. No aconsejé a ninguno. Ellos se conocían muy bien. Los dos eran muy buenos. Ni siquiera fui esa noche a la Coliseo”. Vicente ganó. Así, a punta de golpes, el “Zurdo de Oro” se abrió paso al campeonato del mundo.

A la propiedad de un Mustang.


Continuará…