Hace unos días, Carlos Loret de Mola decía en su influyente columna que la compra de la refinería de Deer Park, en Texas, ha sido la mejor decisión económica presidencial. Más aún, que, en el ámbito energético, la operación ya era considerada como una de las más exitosas, potenciada por la invasión a Ucrania y su efecto en los precios: tan “buena idea” y con tanta “suerte” que en menos de un año se recuperará la inversión y ya no hay más refinerías en venta. En ese sentido, argumentó, en vez de construir la de Dos Bocas, Tabasco, que ya duplicó el costo prometido, hubiera sido mejor adquirir más plantas en el extranjero.
Sin menoscabo de mi admiración al valioso y valeroso trabajo periodístico de Carlos, discrepo. El problema es que, si bien tanto la compra de Deer Park como la construcción de Dos Bocas tienen más que ver con una obsesión ideológica anacrónica que con la búsqueda de retorno a la inversión, si se tratase de esto último, las inversiones de tales dimensiones en activos físicos no se hacen –o no debería– con un horizonte de un par de años, sino con perspectiva de largo plazo, con enfoque en la demanda y aspectos como la evolución tecnológica.
De muy poco sirve ganar mucho en una coyuntura atípica si con los años puedes perder hasta la camisa, quedando atado a activos en depreciación acelerada, con proyección de mercado a la baja, pero con costos fijos y altos. Sin probabilidad de vender bien y rápido para hacer líquida la inversión, o más bien, como en este caso, para cortar las pérdidas que vendrán. Porque eso de que “no hay refinerías en el mercado”, es al revés. En Estados Unidos, las están reconvirtiendo para otros procesos industriales o, a falta de compradores, cerrando y, cuando pueden, vendiendo incluso por el valor del terreno, para otros fines.
Es cierto que las grandes multinacionales del sector han tenido ganancias récord a raíz del disparo coyuntural en los precios. Sin embargo, no por ello están invirtiendo en refinación. Lo están haciendo, masivamente, en proyectos como reconfiguración de plantas para captura de carbono, hidrógeno verde, infraestructura de movilidad eléctrica o petroquímica de mayor valor agregado y perspectiva de mercado a largo plazo. Saben que no sirve de mucho tener un buen momento en esa área si no se adaptan a cambios que los pueden llevar a la obsolescencia en un futuro cada vez menos distante.
En julio, cuando los precios del petróleo estaban por las nubes, el Washington Post daba cuenta de cómo el terreno de una refinería con 150 años de historia en Pensilvania estaba en proceso de convertirse en un gran campus para compañías de alta tecnología, comercio electrónico y ciencias biológicas. Cinco refinerías estadounidenses habían cerrado en los dos años previos, eliminando del mercado más de un millón de barriles de gasolina al día, a pesar de que el margen de ganancia por barril llegó a brincar de un dólar o dos hace un par de años a 18.
“No creo que nunca se vuelva a ver una refinería construida en este país”, dijo al diario el Director Ejecutivo de Chevron. De hecho, la última de gran tamaño que entró en funcionamiento lo hizo en 1977, en Luisiana. Desde entonces, más de la mitad había ha cerrado. El Post refiere que, en ausencia de ofertas, LyondellBasell, de Holanda, planea cerrar, a más tardar a fines del próximo año, instalaciones de 280 hectáreas que producen alrededor de 264 mil barriles diarios, ubicadas no muy lejos de las de Deer Park. En su comunicado, señaló que “es el mejor camino estratégico y financiero a seguir”.
Como explicó un experto de la Universidad de Houston, en muchos casos se trata de plantas envejecidas donde hay que reemplazar acero, reacondicionar equipo y tal vez instalar bombas nuevas, lo que puede tomar tres años. Para entonces, los vehículos eléctricos podrían representar ya 20% del mercado automotor.
En la misma línea, hace unos días, una analista de Moody’s señalaba que el que Pemex prefiera apostar a la refinación de combustibles en lugar de concentrarse en producción de crudo, más rentable, es una estrategia perdedora. Máxime para la petrolera más endeudada del mundo, con un pasivo equivalente al 7% del PIB del país. Además, mientras la producción de crudo no ha crecido, las pérdidas en refinación crecen, a la par que la dependencia del Gobierno para pagar las cuentas y el servicio de la deuda, sin dinero suficiente para capex.
Hoy sabemos que este año, hasta septiembre, Pemex Refinación perdió más de 11 millones de dólares diariamente por su baja productividad y altos costos. Entre tanto, la mayoría de las empresas del ramo ya tienen un plan sobre lo que van a hacer cuando el negocio petrolero entre de lleno al declive. El petróleo y el gas seguirán usándose, pero quienes subsistan en ese negocio serán los que inviertan y se reestructuren para ser más productivos y competitivos. Sin un plan de reestructuración financiera, ni mucho menos de negocio, sino la insistencia en una “estrategia” que básicamente es ir contra la corriente global, ¿adónde puede ir Pemex sino al achicamiento y a confirmarse como una bomba de tiempo para las finanzas públicas?
¿Qué tanto puede ayudar, en ese escenario, comprar una planta en el exterior que tenga un par de años buenos por una guerra inesperada? Más aún, cuando, al mismo tiempo, se sostiene una política de subsidios a gasolinas que ha costado miles de millones de dólares.