El desempeño de la economía mexicana debe ser considerado como un tema de seguridad nacional: el bienestar de la población depende de ello.
Abatir el flagelo de la pobreza requiere de la generación de empleo formal, lo que se encuentra vinculado con mayores tasas de inversión y crecimiento económico.
México no puede dejar atrás su pasado de precariedad sin encontrar la fórmula que propicie una nueva etapa de crecimiento vigoroso y sostenido. Para superar el pasado se debe ver hacia el futuro.
El mejor ejemplo de ello se ha presentado en los últimos dos años. La aparición del COVID-19 y la crisis energética de febrero han puesto a prueba la frágil estructura productiva nacional.
La falta de gas provocó el colapso del sistema eléctrico mexicano y ralentizó la recuperación que algunos sectores productivos, particularmente los ubicados en el norte del país, habían comenzado a exhibir.
El costo será hasta de un punto del PIB en febrero y sus efectos se extenderán a la primera quincena de marzo.
Por ello, durante el primer trimestre del año, de forma preliminar, la economía nacional retrocederá cerca de (-) 3.5%. Será hasta abril cuando el PIB presente datos positivos gracias al ansiado rebote económico.
México llegó con debilidad a la crisis energética: de acuerdo con el Coneval, al finalizar el 2020 se contabilizó un aumento en la pobreza laboral: más del 40% de la población ocupada no tiene el ingreso económico para adquirir una canasta alimentaria básica.
Pronto las cifras del Coneval mostrarán la variación de la pobreza total: el costo social de la recesión.
De inicio se conoce la herencia en el primer tramo del 2021: el Indicador Oportuno de la Actividad Económica (IOAE) del INEGI señaló que en enero la economía retrocedió (-) 4.4%: la actividad industrial (-) 4.1% y el sector servicios (-) 5.4%.
La recesión iniciada en 2019 y exacerbada por el COVID-19 se extendió al primer mes del 2021.
El incremento en los precios del gas, los cortes en su suministro, así como en los de energía eléctrica, provocaron el cierre de la operación productiva en una parte de la industria nacional: desde el 12 de febrero se vive un entorno de crisis energética que implicará una variación negativa de la economía durante el segundo mes del año, será la número 20 de forma consecutiva.
Así, el clima extremo en Texas mostró la fragilidad del sistema energético y productivo mexicano. Su mensaje es claro: durante años el país vivió al borde en materia energética, la situación climática extrema exhibió las consecuencias de la dependencia y la necesidad de un programa de desarrollo industrial que revierta dicha situación.
Anclarse en el pasado no ayuda para construir el futuro: la afectación causada por el COVID-19 elevó el sentido de urgencia por encontrar una solución a los problemas de bajo crecimiento económico y precarización social.
La solución se encuentra en elevar la inversión productiva en el sector energético a través de un programa público-privado enfocado a su fortalecimiento con una sólida lógica de contenido nacional en materia de los insumos que se utilizan en su construcción.
La estrategia recae en el terreno de la política industrial: vincular el fortalecimiento del sector energético con las necesidades sociales y económicas de las familias y las empresas mexicanas a través de la colaboración público-privada.
El primer paso corresponde al Estado: el diálogo es necesario para crear consensos que favorezcan el desarrollo nacional.