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Entre las múltiples búsquedas que haremos en nuestras vidas, quizá la de la persona con quien queramos compartir nuestra existencia será una de las más importantes (si no es que la más). A pesar de que en la actualidad de las nuevas generaciones el buscar una pareja, casarse y tener hijos (particularmente agregando la última parte) ya no es la prioridad más importante para todos, la experiencia social de buscar una pareja estable ha cambiado considerablemente a comparación de la generación de nuestros padres.
No es únicamente el hecho de que hoy en día tenemos celulares, redes sociales y aplicaciones de citas (lo cual ha cambiado profundamente la manera en la que nos conocemos y convivimos). Sino también que hemos entrado a una época en la que las condiciones nos han llevado a reflexionar sobre la vida en pareja y familia desde un lugar que quizá las generaciones previas no lo hicieron, quizá simplemente porque no era la costumbre hacerlo. Quizá hoy simplemente existen diez caminos donde antes había solo uno, y eso cambia todo lo demás.
El resultado hoy en día es que ya es normal encontrar de todo: personas que no quieren comprometerse, personas que están convencidas que jamás quieren tener hijos, personas que no saben lo que quieren (y muchas veces terminan lastimando a los demás en el proceso), personas que aman más su libertad de lo que podrían amar a otra persona, entre tantos otros.
Y lo más alucinante de este cambio en nuestra sociedad es que tal vez estamos más sedientos que nunca por las conexiones humanas valiosas, por la intimidad y la aceptación. Que la vida se ha vuelto tan difícil que ese es el único consuelo real que podemos encontrar (aunque podemos encontrarlo fuera de una relación amorosa).
Quizá en el camino algo salió mal. No es necesariamente que lo queramos menos que la generación que vino antes, sino quizá tenemos más miedo porque vemos cosas que los que vinieron antes no veían. Entre traumas generacionales, inseguridades de las que ahora somos más conscientes y la posibilidad de vivir la vida de más maneras de las que antes eran aceptadas socialmente, tal vez confiar en otros (y en nosotros mismos) suena como el más grande riesgo de todos. Hoy vemos todos los abusos, todas las asimetrías y todas las injusticias y es fácil pensar que nada vale tanto sufrimiento.
El poder pensar en un abanico de posibilidades para nuestras vidas, más allá de las expectativas sociales, ha sido sin duda una ganancia. No todos nacimos para ser esposos o esposas y mucho menos para ser padres o madres. El simple hecho de poder reconocerlo es un paso gigante hacia nuestra propia felicidad (y a su vez no obstaculizar la de aquellos con quiénes nos topemos en la vida).
Pero esto quizá nos llevó a caer en uno de los peores engaños: pensar que ya no vale la pena. Pensar que por los traumas propios y ajenos, que por todo el dolor y las inseguridades que sentimos quizá no valga la pena intentarlo. Y aunque el miedo es real, nuestra nueva responsabilidad afectiva y autenticidad también lo es. Y quizá eso nos haría mejores compañeros de lo que alguna vez imaginamos ser (si eso es lo que decidimos hacer).
Tal vez del otro lado de cargar el peso de aquello que no nos corresponde no está el amor perfecto, sino la clase de conexión que nos permite crecer en compañía de alguien quien también logra crecer gracias a nosotros. Y en el mundo falible lleno de seres incompletos en el que vivimos, quizá ese es el mejor regalo de todos.