El cristianismo, y tomo como referencia el notable pensamiento de Bertrand Russell en la materia -a mi juicio sin paralelo en la historia contemporánea-, lleva a una inevitable conclusión que debe preocupar a muchos en esta época del año. Russell plantea una confrontación radical entre el ateísmo y la convicción o fe de que hay un Dios.
Agitando conciencias que se reflejan claramente en el mundo social y en diversos modos o estilos culturales, como todo lo concerniente a los nacimientos, a los árboles de Navidad y a los regalos. A la vista, pues, modas, prejuicios y costumbres. ¿Pero qué hay en el fondo real de este escenario? Una duda existencial en el más amplio sentido de la palabra. Se duda de lo que se es y de lo que se puede y se debe de ser.
Me explico. La precipitación con la que se viven estas horas previas y posteriores a la Navidad trae nostalgia acompañada con preguntas mil acerca del sentido de la vida, preguntas que implican una preocupación fundamental en el ser humano. En efecto, la ausencia de un Dios o su presencia inmanente son un legado específico del cristianismo en el mundo occidental en el que vivimos y convivimos. Recapacitación moral y social la anterior que trae consigo un gran avance espiritual, un tener conciencia de nuestra potencia y fuerza como personas e individuos. Abunda la gente que entra y sale de la vida como si nada, o eso parece y aparenta. Pero en estas fechas se hace un nudo en el alma.
No creo que suceda algo así en los espacios sociales, culturales y morales de otras religiones. El cristianismo tiene la peculiaridad (Russell) de confrontar el ateísmo con la creencia y fe en algo superior que nos orienta y nos dirige, siendo el resultado de esa confrontación el darse cuenta cabal de que en este vivir y coexistir hay un sentido. La batahola de regalos, festejos o reuniones es la otra cara de un espejo en que nos miramos. Lo que parece circunstancial, efímero y pasajero se vuelve trascendente y definitivo.
Es que el cristianismo ha hecho su “milagro”. El redentor sacrificado. su prédica, su palabra, son una especie de llamada cósmica que nos convoca a ver nuestro verdadero rostro, que no el reflejado en las esferas y adornos navideños sino el que a través de lo circunstancial ve y descubre lo esencial que es el verdadero regalo de unos reyes que adoran y reverencian, por encima del dolor, la alegría de vivir. Hay que dejar la actitud negativa de ir por la vida a regañadientes, con un aburrimiento que es una falsa agonía, festejando en cambio el ser y el estar en el epicentro de algo eterno donde el tiempo es una minúscula arenilla en un mar infinito. Renunciemos al agobio de la finitud.
¡Feliz Navidad!
PROFESOR EMÉRITO DE LA UNAM
PREMIO UNIVERSIDAD NACIONAL
@RaulCarranca
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