Por Cristian R. Barrón
El 16 de agosto de 2010 fue sesionado por el Pleno de la Suprema Corte de Justicia la Nación, el primer asunto relativo al matrimonio igualitario, y la adopción homoparental. Ese asunto fue la acción de inconstitucionalidad 2/2010. Los problemas en él planteados derivaron de la reforma del 29 de diciembre de 2009 al Código Civil del entonces Distrito Federal, que amplió el derecho al matrimonio a parejas del mismo sexo, y como consecuencia, a la adopción.
La ley, en principio de naturaleza civil, fue impugnada por la máxima autoridad encargada de aplicar la ley penal, el entonces Procurador General de la República. No se trató de una casualidad que la autoridad accionante, dedicada en principio a otra materia, fuera quien impugnara la primera reforma a un código civil que reconocía los mismos derechos a parejas del mismo sexo. El mensaje era claro, y venía de Los Pinos: había que frenar en tribunales, lo que no se pudo detener en el Congreso capitalino.
Fue así entonces, como la Corte se erigió en el campo de batalla donde se determinaría si todas las personas pueden o no tener los mismos derechos. El asunto no era menor, nuestro Tribunal Constitucional tenía que responder qué tipo de familia se encuentra protegido en el texto constitucional, y al mismo tiempo, tenía el deber de hacer frente a uno de los problemas sociales más antiguos, y menos visibilizados: el de los derechos de la comunidad LGBTI+.
“El México de hoy, es producto de la incesante lucha por caminar en un país más igualitario.”
En aquella oportunidad la Corte reconoció que la Constitución no protege un modelo ‘ideal’ de familia, y que, contrario a ello, de una interpretación de la norma fundamental se desprende que la familia debe ser entendida como una “realidad social”.
Esa decisión marcó el preludio de una serie de batallas judiciales, que concluyeron con la emisión de una jurisprudencia que posibilitó el acceso al matrimonio a parejas del mismo sexo en todo el país. El proceso no fue fácil, trece años tuvieron que pasar para que en todos los estados de la República se modificaran los ordenamientos civiles que restringían el acceso a ese derecho.
La familia se tornó de colores, y adquirió una visión plural, abierta, y de reconocimiento en todas sus dimensiones. La judicatura federal se erigió como la más inesperada aliada en una lucha en la que la comunidad LGBTI+ siempre marchó sola. Aún quedan tareas pendientes por resolver, pero en marco de un cambio institucional de tal calado como el que plantea la reforma judicial, conviene preguntarnos: ¿quiénes serán ahora nuestros aliados?
La experiencia nos muestra que un sano equilibrio en la distribución del poder garantiza los derechos de todos los ciudadanos. Ese es el equilibrio que abrió la puerta al matrimonio igualitario, a la adopción homoparental, al acceso a servicios de seguridad social, o de reconocimiento a la identidad de género. Renunciar a esa sana distribución y quitar los límites al poder, significa dejar al ciudadano a la merced de su ejercicio, y entonces, todo el andamiaje jurídico, social, e institucional que ha creado, corre el peligro ser arrasado.
El México de hoy, y la pluralidad con la que se erige, no es la concesión graciosa de un sector político, o la dádiva de un grupo mayoritario. Es producto de la incesante lucha de grupos que, desde diferentes trincheras, lucharon por caminar en un país más igualitario. Un país en el que todas, todos y todes, tenemos un espacio.
Analista de jurisprudencia en el CEC-SCJN
X: CristianrbYo