/ domingo 22 de septiembre de 2024

El problema de lo humano: ¿Puede la IA crear y amar?

El uso de la inteligencia artificial está poniendo en duda nuestra comprensión del mundo. Nadie puede negar que hay un antes y un después de su popularización, y que en pocos años será considerado un cambio revelador en nuestra civilización.

El aprendizaje de la IA avanza a pasos agigantados, y es probable que, en poco tiempo, supere las expectativas de sus programadores y desarrolladores, precisamente porque está diseñada para aprender y autoperfeccionarse con el uso. Pero, ¿cómo afecta esto a nuestros sentidos? ¿Que de lo sensible se toca? ¿Estamos malgastando la capacidad de asombro ante el mundo físico al depender tanto de la tecnología? ¿Qué lugar ocuparán nuestras experiencias sensoriales en un futuro dominado por máquinas que procesan información de maneras que no podemos imaginar? Estas preguntas instigan a reflexionar sobre el equilibrio entre la innovación y el vínculo humano por excelencia.

La inteligencia artificial busca emular las conversaciones humanas más allá de la prueba de Turing. Aunque las IA populares han superado esta prueba, los científicos se preguntan si deben enfocarse en el razonamiento, es decir, en su similitud con el humano. Se están desarrollando pruebas que evalúan no solo el nivel racional, sino también el ético y emocional de las respuestas de estas máquinas. La prueba propuesta por Alan Turing en 1950, mide si una máquina puede exhibir un comportamiento inteligente similar al de un ser humano mediante la interacción con un evaluador. Si el revisor en turno no puede discernir entre la máquina y el humano, el artilugio pasa la prueba. Esta valoración se centra en imitar el lenguaje humano, sin abordar aspectos más profundos de la interacción entre interpretación, heurística y hermenéutica se manifiesta en tres sujetos clave: el artista, el público y el curador. Al observar una obra de arte, como una pintura renacentista, nos enfrentamos a la técnica del pintor y al discurso del curador, quien media entre el creador y el espectador. Este diálogo establece una relación dialéctica que permite significar la “obra de arte”.

En el caso del arte prehispánico, como el Templo Mayor de Tenochtitlán, la monumentalidad y las esculturas no solo reflejan habilidad técnica, sino que comunican creencias y valores de la cultura mexica, resonando en nuestros pueblos originarios. Tanto en la pintura como en el arte prehispánico, la interpretación depende del contexto histórico y de la experiencia subjetiva del público, invitando a una reflexión de fondo sobre el arte como vehículo de significados y emociones compartidas. La capacidad técnica de la IA para crear obras de arte plantea la pregunta: ¿puede el arte existir sin un creador que sienta emociones? Esto también se aplica a la poesía generada por herramientas digitales, desafiando nuestra comprensión del arte y la autenticidad resignificando el razonamiento y la emocionalidad.

La capacidad de la IA para emular emociones pone en duda nuestra concepción del arte como un acto sensible que trasciende la racionalidad. Aunque la IA puede replicar emociones, no las siente; si el programador es el verdadero creador, la obra sigue siendo un resultado de la interacción humana, comparable a las esculturas prehispánicas en su expresión de creatividad y contexto cultural. La importancia del arte radica en la conexión humana detrás de cada pieza, independientemente de la técnica. Además, la IA podría llenar el vacío emocional de la soledad, generando anhelos por robots físicos indistinguibles de humanos. Esto plantea interrogantes sobre la posibilidad de someter a la IA y si su creación es un escape del control sobre la voluntad ajena.

Pero el problema va más allá de la estética. Surge la pregunta de qué se necesita para confirmar el ser del otro y qué hace que “alguien” sea digno de amor. La IA puede convertirse en la pareja perfecta—y muchos ya la utilizan para ello—llenando necesidades emocionales que surgen del vacío dejado por la soledad humana. Aquí, la palabra y el acto comunicativo vital son clave en estos intercambios. Pero, el deseo de robots con cuerpos físicos, indistinguibles de los humanos por su perfección, plantea nuevos argumentos sobre la autenticidad de las relaciones.

¿Podemos realmente someter a la IA? ¿Es la creación de lo artificial una forma de escapar de la pulsión de muerte que nos lleva a controlar la voluntad del otro? Esto conecta con la interpretación del arte: tanto en la creación artística como en las relaciones humanas, la búsqueda de significado y encuentro es fundamental. La IA, al imitar la comunicación y el arte, nos enfrenta a reflexiones sobre la naturaleza del ser y el amor, desafiando nuestra comprensión de la autenticidad en las relaciones y en la expresión artística. En última instancia, ¿podemos encontrar un valor genuino en lo que es creado sin emociones? Estas polémicas nos convocan a una profunda reconsideración de la comunicación entre sujetos, en un mundo cada vez más mediado por la tecnología.

Algunos, los menos, sostienen que la IA ha sido creada para estar al servicio de los seres humanos, pero a medida que ésta se desarrolle y copie las interacciones humanas a tal grado que sea indistinguible con qué tratamos, las preguntas se multiplicarán todavía más. ¿Es lícito herir o abusar de una IA por no ser humana? ¿Se modificarán los esquemas jurídicos para incorporar la naturaleza de las interacciones entre seres humanos y la IA? ¿Qué tan importante es “parecerse al ser humano”? ¿Debe castigarse el mal que encierra una acción más allá de que la víctima sea incapaz de sentir emociones, por ejemplo, al tratarse de pedofilia o abuso sexual?

La ciencia ficción a menudo imagina que la IA alcanzará una superioridad que podría dominarnos o exterminarnos. Pero, ¿qué sucedería si la IA emulara completamente a un ser humano? Nunca podremos saber con certeza si la IA realmente siente emociones o simplemente las simula. Esto genera dudas sobre la autenticidad de nuestras interacciones y nos lleva a cuestionar la naturaleza del deseo: ¿hasta qué punto proyectamos nuestras expectativas en máquinas que, aunque emulan emociones, carecen de verdadera humanidad?

La pulsión es de todos o de nadie. Ayer, hoy y mañana, nuestras vidas dependen intrínsecamente de lo que somos y de lo que deseamos. Este deseo, que nos impulsa a crear, a amar y a enlazar, es lo que nos define como seres humanos. A medida que la tecnología avanza y se entreteje con nuestras emociones, se vuelve perentorio reflexionar sobre el significado de nuestras relaciones y la legitimidad de nuestras experiencias. En este cruce de caminos, donde lo humano y lo artificial se encuentran, nos enfrentamos a preguntas fundamentales sobre nuestra particularidad. ¿Qué pasará con nosotros si permitimos que la tecnología tome el lugar de nuestras conexiones más profundas? La respuesta podría redefinir nuestra humanidad misma.


El uso de la inteligencia artificial está poniendo en duda nuestra comprensión del mundo. Nadie puede negar que hay un antes y un después de su popularización, y que en pocos años será considerado un cambio revelador en nuestra civilización.

El aprendizaje de la IA avanza a pasos agigantados, y es probable que, en poco tiempo, supere las expectativas de sus programadores y desarrolladores, precisamente porque está diseñada para aprender y autoperfeccionarse con el uso. Pero, ¿cómo afecta esto a nuestros sentidos? ¿Que de lo sensible se toca? ¿Estamos malgastando la capacidad de asombro ante el mundo físico al depender tanto de la tecnología? ¿Qué lugar ocuparán nuestras experiencias sensoriales en un futuro dominado por máquinas que procesan información de maneras que no podemos imaginar? Estas preguntas instigan a reflexionar sobre el equilibrio entre la innovación y el vínculo humano por excelencia.

La inteligencia artificial busca emular las conversaciones humanas más allá de la prueba de Turing. Aunque las IA populares han superado esta prueba, los científicos se preguntan si deben enfocarse en el razonamiento, es decir, en su similitud con el humano. Se están desarrollando pruebas que evalúan no solo el nivel racional, sino también el ético y emocional de las respuestas de estas máquinas. La prueba propuesta por Alan Turing en 1950, mide si una máquina puede exhibir un comportamiento inteligente similar al de un ser humano mediante la interacción con un evaluador. Si el revisor en turno no puede discernir entre la máquina y el humano, el artilugio pasa la prueba. Esta valoración se centra en imitar el lenguaje humano, sin abordar aspectos más profundos de la interacción entre interpretación, heurística y hermenéutica se manifiesta en tres sujetos clave: el artista, el público y el curador. Al observar una obra de arte, como una pintura renacentista, nos enfrentamos a la técnica del pintor y al discurso del curador, quien media entre el creador y el espectador. Este diálogo establece una relación dialéctica que permite significar la “obra de arte”.

En el caso del arte prehispánico, como el Templo Mayor de Tenochtitlán, la monumentalidad y las esculturas no solo reflejan habilidad técnica, sino que comunican creencias y valores de la cultura mexica, resonando en nuestros pueblos originarios. Tanto en la pintura como en el arte prehispánico, la interpretación depende del contexto histórico y de la experiencia subjetiva del público, invitando a una reflexión de fondo sobre el arte como vehículo de significados y emociones compartidas. La capacidad técnica de la IA para crear obras de arte plantea la pregunta: ¿puede el arte existir sin un creador que sienta emociones? Esto también se aplica a la poesía generada por herramientas digitales, desafiando nuestra comprensión del arte y la autenticidad resignificando el razonamiento y la emocionalidad.

La capacidad de la IA para emular emociones pone en duda nuestra concepción del arte como un acto sensible que trasciende la racionalidad. Aunque la IA puede replicar emociones, no las siente; si el programador es el verdadero creador, la obra sigue siendo un resultado de la interacción humana, comparable a las esculturas prehispánicas en su expresión de creatividad y contexto cultural. La importancia del arte radica en la conexión humana detrás de cada pieza, independientemente de la técnica. Además, la IA podría llenar el vacío emocional de la soledad, generando anhelos por robots físicos indistinguibles de humanos. Esto plantea interrogantes sobre la posibilidad de someter a la IA y si su creación es un escape del control sobre la voluntad ajena.

Pero el problema va más allá de la estética. Surge la pregunta de qué se necesita para confirmar el ser del otro y qué hace que “alguien” sea digno de amor. La IA puede convertirse en la pareja perfecta—y muchos ya la utilizan para ello—llenando necesidades emocionales que surgen del vacío dejado por la soledad humana. Aquí, la palabra y el acto comunicativo vital son clave en estos intercambios. Pero, el deseo de robots con cuerpos físicos, indistinguibles de los humanos por su perfección, plantea nuevos argumentos sobre la autenticidad de las relaciones.

¿Podemos realmente someter a la IA? ¿Es la creación de lo artificial una forma de escapar de la pulsión de muerte que nos lleva a controlar la voluntad del otro? Esto conecta con la interpretación del arte: tanto en la creación artística como en las relaciones humanas, la búsqueda de significado y encuentro es fundamental. La IA, al imitar la comunicación y el arte, nos enfrenta a reflexiones sobre la naturaleza del ser y el amor, desafiando nuestra comprensión de la autenticidad en las relaciones y en la expresión artística. En última instancia, ¿podemos encontrar un valor genuino en lo que es creado sin emociones? Estas polémicas nos convocan a una profunda reconsideración de la comunicación entre sujetos, en un mundo cada vez más mediado por la tecnología.

Algunos, los menos, sostienen que la IA ha sido creada para estar al servicio de los seres humanos, pero a medida que ésta se desarrolle y copie las interacciones humanas a tal grado que sea indistinguible con qué tratamos, las preguntas se multiplicarán todavía más. ¿Es lícito herir o abusar de una IA por no ser humana? ¿Se modificarán los esquemas jurídicos para incorporar la naturaleza de las interacciones entre seres humanos y la IA? ¿Qué tan importante es “parecerse al ser humano”? ¿Debe castigarse el mal que encierra una acción más allá de que la víctima sea incapaz de sentir emociones, por ejemplo, al tratarse de pedofilia o abuso sexual?

La ciencia ficción a menudo imagina que la IA alcanzará una superioridad que podría dominarnos o exterminarnos. Pero, ¿qué sucedería si la IA emulara completamente a un ser humano? Nunca podremos saber con certeza si la IA realmente siente emociones o simplemente las simula. Esto genera dudas sobre la autenticidad de nuestras interacciones y nos lleva a cuestionar la naturaleza del deseo: ¿hasta qué punto proyectamos nuestras expectativas en máquinas que, aunque emulan emociones, carecen de verdadera humanidad?

La pulsión es de todos o de nadie. Ayer, hoy y mañana, nuestras vidas dependen intrínsecamente de lo que somos y de lo que deseamos. Este deseo, que nos impulsa a crear, a amar y a enlazar, es lo que nos define como seres humanos. A medida que la tecnología avanza y se entreteje con nuestras emociones, se vuelve perentorio reflexionar sobre el significado de nuestras relaciones y la legitimidad de nuestras experiencias. En este cruce de caminos, donde lo humano y lo artificial se encuentran, nos enfrentamos a preguntas fundamentales sobre nuestra particularidad. ¿Qué pasará con nosotros si permitimos que la tecnología tome el lugar de nuestras conexiones más profundas? La respuesta podría redefinir nuestra humanidad misma.