/ viernes 20 de septiembre de 2024

El revolucionario blanco

Cualquier gobierno que se considere funcional y viable, requiere de la interacción de dos esferas esenciales: la política –el quehacer y los procesos del poder– y la administración pública. No obstante, es frecuente que esta interacción sea tensa, insuficiente, problemática.

Un gobierno puede ser políticamente muy apto para entablar negociaciones, construir consensos y alcanzar acuerdos para la aprobación de una ley. Sin embargo, ese mismo gobierno puede tener una capacidad administrativa deficiente para que esa ley entregue resultados tangibles a la sociedad.

Las decisiones políticas más brillantes se pueden tomar por una persona, pero al final del día será la administración pública la que haga operable esa decisión política. De esto se desprende que sin instituciones no se pueden implementar en el largo plazo incluso las mejores estrategias, planes o visiones de gobierno.

El principal reproche que se le hace a Otto von Bismarck es precisamente haberse quedado corto en la institucionalización de su genio político. Algo que, según algunos politólogos e historiadores, allanó el camino para que su país, Prusia y eventualmente Alemania, se viera a sí misma al borde del abismo con dos guerras y crisis económicas durante la primera mitad del siglo XX.

Sobre esto, Henry Kissinger señala lo siguiente en un magnífico artículo intitulado El Revolucionario Blanco: Reflexiones sobre Bismarck: “Los estadistas que construyen duraderamente, transforman el acto personal de crear en instituciones que pueden ser mantenidas por un estándar promedio de desempeño. Bismarck demostró ser incapaz de hacerlo. Su propio éxito comprometió a Alemania a mantenerse en una proeza permanente. Creó condiciones que sólo podían ser manejadas por líderes extraordinarios. El surgimiento de éstos, no obstante, fue frustrado por el coloso que dominó su país durante casi una generación. La tragedia de Bismarck fue que dejó una herencia de grandeza no asimilada”.

Es natural que la tensión entre política y administración pública sea todavía más ríspida en cambios de gran calado –o transformaciones. “El burócrata considerará que la originalidad es peligrosa, mientras que el genio resentirá de las restricciones de la rutina”, señala Kissinger. Se comprende la disputa: el funcionario público continuamente asocia estabilidad y grandeza con la pasmosa mediocridad del elefantismo. El chip revolucionario, en cambio, pretende institucionalizar un estado de exaltación permanente –imposible de institucionalizar.

Conviene traer una reflexión adicional sobre Bismarck: “Una sociedad que debe producir un gran hombre en cada generación para mantener su posición doméstica o internacional se condenará a sí misma; porque la aparición y, más aún, el reconocimiento de un gran hombre, son en gran medida eventos fortuitos”. Cualquier país necesita más a instituciones que a genios. No obstante, instituciones sólidas y, paradójicamente, vivas. Reformables.

Toda persona nace revolucionaria. Que alguien se convierta en revolucionario blanco o rojo, es meramente una cuestión de coyuntura –acaso un accidente de discernimiento. En cualquier caso, ambos comparten una visión incompatible con el orden existente, y la capacidad de alterar profundamente el destino de sus sociedades.

Discanto: Que le vaya bien, Compañera Presidenta. Que le dé buen cauce a los deseos más genuinos, las aspiraciones más profundas y las verdades más íntimas de México.


Senior Advisor en Miranda Partners


Cualquier gobierno que se considere funcional y viable, requiere de la interacción de dos esferas esenciales: la política –el quehacer y los procesos del poder– y la administración pública. No obstante, es frecuente que esta interacción sea tensa, insuficiente, problemática.

Un gobierno puede ser políticamente muy apto para entablar negociaciones, construir consensos y alcanzar acuerdos para la aprobación de una ley. Sin embargo, ese mismo gobierno puede tener una capacidad administrativa deficiente para que esa ley entregue resultados tangibles a la sociedad.

Las decisiones políticas más brillantes se pueden tomar por una persona, pero al final del día será la administración pública la que haga operable esa decisión política. De esto se desprende que sin instituciones no se pueden implementar en el largo plazo incluso las mejores estrategias, planes o visiones de gobierno.

El principal reproche que se le hace a Otto von Bismarck es precisamente haberse quedado corto en la institucionalización de su genio político. Algo que, según algunos politólogos e historiadores, allanó el camino para que su país, Prusia y eventualmente Alemania, se viera a sí misma al borde del abismo con dos guerras y crisis económicas durante la primera mitad del siglo XX.

Sobre esto, Henry Kissinger señala lo siguiente en un magnífico artículo intitulado El Revolucionario Blanco: Reflexiones sobre Bismarck: “Los estadistas que construyen duraderamente, transforman el acto personal de crear en instituciones que pueden ser mantenidas por un estándar promedio de desempeño. Bismarck demostró ser incapaz de hacerlo. Su propio éxito comprometió a Alemania a mantenerse en una proeza permanente. Creó condiciones que sólo podían ser manejadas por líderes extraordinarios. El surgimiento de éstos, no obstante, fue frustrado por el coloso que dominó su país durante casi una generación. La tragedia de Bismarck fue que dejó una herencia de grandeza no asimilada”.

Es natural que la tensión entre política y administración pública sea todavía más ríspida en cambios de gran calado –o transformaciones. “El burócrata considerará que la originalidad es peligrosa, mientras que el genio resentirá de las restricciones de la rutina”, señala Kissinger. Se comprende la disputa: el funcionario público continuamente asocia estabilidad y grandeza con la pasmosa mediocridad del elefantismo. El chip revolucionario, en cambio, pretende institucionalizar un estado de exaltación permanente –imposible de institucionalizar.

Conviene traer una reflexión adicional sobre Bismarck: “Una sociedad que debe producir un gran hombre en cada generación para mantener su posición doméstica o internacional se condenará a sí misma; porque la aparición y, más aún, el reconocimiento de un gran hombre, son en gran medida eventos fortuitos”. Cualquier país necesita más a instituciones que a genios. No obstante, instituciones sólidas y, paradójicamente, vivas. Reformables.

Toda persona nace revolucionaria. Que alguien se convierta en revolucionario blanco o rojo, es meramente una cuestión de coyuntura –acaso un accidente de discernimiento. En cualquier caso, ambos comparten una visión incompatible con el orden existente, y la capacidad de alterar profundamente el destino de sus sociedades.

Discanto: Que le vaya bien, Compañera Presidenta. Que le dé buen cauce a los deseos más genuinos, las aspiraciones más profundas y las verdades más íntimas de México.


Senior Advisor en Miranda Partners