La Ciudad de México, indudablemente, se está hundiendo. Todos lo saben; lo han escuchado en algún momento. Si te es sorpresa saberlo, lamento haber arruinado la ilusión del edén capitalino —ese que se mantiene solo a distancia, donde los muros torcidos parecen derechos.
Prometo que, por lo general, es imperceptible. Al caminar por sus calles —tan caóticas de por sí—, pareciera ser exclusiva víctima de los mismos pesares que cualquier ciudad sobrepoblada. Sofocante en sus calles, colorida por accidente, es insegura por las noches y pintoresca de día. Pero, aún con todo lo anterior—y tanto más que se podría decir—en las crónicas tan largas que le han dedicado sus viajeros, casi nunca aparece el adjetivo “chueco,” que tanto merece en realidad como en la metáfora. Es, sin exagerar, una rareza hacerlo; destacar que el centro está doblado sobre sus cimientos. Por ello, no miento en decir que, lo que sigue, es una ofensa a lo cotidiano y, sobre todo, a la historia de México. Solo pasa que la rutina oculta siempre desperfectos y, una vez revelados, no hay más que reconocerlos.
Así que, aún queda la oportunidad de ignorar mis comentarios, tacharme de loco y fingir que el centro —y, con él, la capital entera—está recto. Puedes irte y pensar que existe una ciudad perfecta. No te culpo; quisiera también hacerlo. Pero, si te quedas, estás avisado de la realidad que se viene. Irás conmigo al centro para oír con la vista el crujir de sus muros; el de uno solo de sus conventos. Juntos veremos el pasar de los tiempos y cómo, aún con intentos modernos, su peso dobla paredes y arquea techos. De ahí una paranoia inesquivable. Todos los edificios a su alrededor inician a verse chuecos; no tanto por sus suelos, sino por sus cuentos. Pues un solo hallazgo es suficiente para cambiar, a cualquier ojo, una vida entera de complacencias.
Pero suficiente habladuría; es momento de caminar.
Para ahorrarme el trayecto—que estaría plagado de monumentos con historias dignas de contar—, vayamos al principio de aquel fatídico lugar. Apareció por accidente—como pasa siempre en un buen cuento—, buscando una entrada alterna al Templo Mayor. Doblando por las calles aledañas a Palacio Nacional, hubo algo que, a la izquierda, me llamó—algo que a cualquiera habría de llamar—. Lo más probable es que fuera el mismo recinto azteca que buscaba y, suponía, estaba al final de la calle. Ahora, sin embargo, todo parecía llevarme al mismo recinto: a esas paredes, antes rígidas, que ahora se curvan ante su propio peso: las del ex convento y ex templo de Santa Teresa la Antigua.
La imagen es tal y como, en estas líneas pretéritas, he descrito. En lugar de seguir, íntegros, los ángulos rectos de arquitectos empedernidos, el exconvento de Santa Teresa se tira de espaldas. Casi fuera como sí, al verte, retrocediera la mirada para reconocer, al visitante, en toda su figura. Te miran las torres donde, si hubieran campanas, pegarían contra los muros como gentil reposo. Los muros, cubiertos por tonos oscuros, parecieran endurecidos para aguantar el paso del tiempo—cubiertos de musgo que refuerza lo que el humano no ha podido—.
Cuando lo vi, de inmediato, surgieron explicaciones de antaño; las que vienen a todo fanático de la historia. El convento, me dice la intuición, yace en el corazón de la capital donde, hace tanto tiempo, había un lago desafiante. Los mexicas, a su paso, construyeron islotes artificiales en algunas áreas—tan estables que mantenían, sobre ellos, enormes templos—. Los españoles, en un paso distinto—destructivo—, erigieron sus catedrales y oficinas donde antes habían piedras ancestrales. Este convento que, recto sobre calles restauradas, veo con atención, yace sobre ruinas prehispánicas que, a su vez, están sobre tierra que era lago hace tanto tiempo. La sorpresa no es que esté chueco, sino que el resto de sus alrededores parezca, en contraste, tan derecho.
La puerta está abierta junto a un detallado letrero. Sin dudarlo mucho—y sin considerar el riesgo de encontrarme en sus adentros con un temblor venidero—entré fascinado; o debo decir, entramos. El paso, tan acostumbrado a la precisión de un horizontal suelo, se enfrenta a la sorpresa inaudita de un ángulo. De la nada, el cuerpo batalla por mantenerse en lo que supone es un ángulo recto. Aunque, viendo alrededor, todos están curvados en desesperados intentos por encontrar sentido en eso que lo carece.
Sigue, a esto, otra serie de impresiones al ver, dobladas, las intenciones del lugar. Lo que antes era un convento—un lugar de culto—se ha vuelto en un espacio cultural. Todo está oscuro en la primera sala hasta que, a unos metros. La luz proyecta sobre unas figuras extrañas que flotan—y, en su flotar, son ajenas a la curvatura del
tiempo—. Luego unas proyecciones donde estaba la cúpula del lugar, único donde entra un destello de luz natural. Más que el arte—que, no dudo, algo de valor tendrá—, solo podía pensar del contraste entre lo que hemos hecho y lo que fue. Cómo hemos doblado, a voluntad, el espacio, como la tierra misma dobla sus muros.
Nos hemos apoderado, nosotros, los modernos, de esto que antes era espacio de culto. Al hacerlo, también, desafiamos al mismo suelo que quisiera consumir el convento sobre el que paseamos. En el patio—protegido por cristales—, lo que más me llama son las vigas de acero con que hemos reforzado las estructuras hace tanto condenadas al colapso. Todo hacemos porque el lugar se mantenga íntegro aún si, en hacerlo, lo vamos torciendo. Lo torcemos porque no hay otra forma de protegerlo; porque siglos de temblores, a pesar de nuestros mejores intentos, han roto el lugar que hoy es foro de artistas postmodernos. Lo hacemos nuestro, con el tiempo y, al poseerlo, lo torcemos.
Quisiera hablar más de su contenido; de los frescos divinos y la arquitectura que hace todo por mantenerse. Pero al salir, solo queda en mí, el sentimiento de encontrar, genuino, ese centro chueco que siempre supe en teoría. Pienso, en los últimos momentos, que no somos tan distintos a los españoles que impusieron sobre templos ajenos. Hemos puesto, en sus estructuras hegemónicas, las nuestras que hoy llamamos México. Ahora que sé existe lo chueco, lo noto en el centro a más no poder. Los edificios aledaños, tienen su propia inclinación; hasta la catedral de la ciudad tiene sus achaques. Sobre todo, me voy percatando, cómo nosotros todo doblamos—los humanos, altaneros—con tal de preservar lo de antes y hacerlo propio. Lo cueco, ya entiendo, no es solo de paredes; es también exposiciones donde antes había conventos.
Eso, estoy seguro, es la esencia del centro; quizá la de nuestra especie entera.