Este año, el comité del Nobel decidió premiar las letras de lo inesperado; esas de la surcoreana Han Kang.
En pocos días, esperemos, surtirán los estantes de librerías por todo México. En la capital, de momento, el escaseo es general y, aunque llegue temprano a tres librerías distintas—todas, al momento de su apertura—; no encontré más que dos novelas suyas, afortunadamente, las más famosas. ¿Qué pasó? Lo predecible; saldé mis deudas con lo inesperado devorándome a lo largo del día con el frenesí de entender la entrada de una nueva autora al panteón de las letras.
Es, en todos los sentidos, una sorpresa. En las casas de apuesta—tan acostumbradas a la especulación—su nombre no figuraba ni entre las probabilidades escasas para el galardón. Incluso, en su natal Corea del Sur, vestida de fiesta al llegar su primer Nobel literario, la especulación giraba alrededor de Ko Un—un poeta icónico y controversial tras una serie de acusaciones en su contra por acoso sexual—; la tradición de un artista establecido por sobre las letras de tiempos modernos.
En su reconocimiento oficial, la academia fue certera; premiaban su “prosa poética” esa que ha usado Kang para explorar “traumas históricos” y la “fragilidad de la vida humana”. Ambos temas que yace, como el galardón, en las tierras de lo inesperado. De instantes que rompen con una paz—quizá arbitraria—para poner a los sujetos al filo de la experiencia humana. En sujetos comunes que, de repente, se encuentran con la atención de fuerzas desgarrantes como la de miradas ajenas sobre el cuerpo o la de un estado despiadado sobre su pueblo. Como premios repentinos que catapultan a artistas a un estrellato, a veces fructífero; a veces despiadado.
Esa es, quizá, la palabra justa para su poética más que “desgracia” u “oscuridad” como se le describe. “Inesperado”; tanto que la gente reacciona a mal.
Tal es, de cierta forma, su historia. Hija de un padre escritor que nunca llegó a la fama, aún así decide hacer lo mismo. Entra a las letras y, poco a poco, se forja un nombre como escritura reflexiva. Hasta que, de golpe, sorprende a todos con “La Vegetariana”—una novela controvertida sobre los límites del cuerpo y la empatía—.
Esa novela es, sin duda, la que más juega con lo inesperado; con las faltas de razón. Su personaje principal, una mujer casada de nombre Yeong-hye, pasa de la quietud de un matrimonio sin encanto a descender lentamente en sus propios pensamientos. Todo por una sola decisión; la de hacerse vegetariana. Atormentada por las negativas de su marido y su familia, se cohíbe cada vez más; sufre cada vez más. Con una decisión inesperada para el mundo externo, se vuelve en motivo de abusos y fetichismos.
Es, también, el de su ciudad natal. No de Seúl, donde pasó gran parte de su vida; de esa megalópolis donde abundan las historias y escasean los respiros. No, de esa no. Es de Gwangju, una ciudad modesta al sur de la península coreana donde Han Kang nació. Donde, además, surgieron protestas estudiantiles en los ochentas pidiendo democracia—ecos del 68, para nosotros los mexicanos—. Entonces, el gobierno autocrático, inesperadamente, atacó a los estudiantes con brutalidad.
Sería esa matanza, años después, sujeto de otra de sus novelas célebres: Actos Humanos. Una diatriba con personajes sobre la crueldad que puede acontecer humano contra humano. De cómo un gobierno puede poner en sus miras a ciudadanos y, de entre la masa de manifestantes, un puñado sufren al ser foco de la atención descontrolada.
Han Kang, por ello, se siente como un respiro de la literatura excepcional. De esos libros donde el personaje principal tiene aventuras o pesares, pero es afortunado de tener un foco de atención sobre él. En este mundo—en el de Kang–, la atención parece ser peligrosa; parece llevar al pesar y a pensar, indudablemente, que las circunstancias inesperadas a veces son un castigo más que un acto de heroísmo. Los personajes viven con las consecuencias de sus acciones; acciones que no se pueden quitar.
De entre sus páginas, quizá, la que más detalla esta idea tan presente entre sus letras es en un monólogo interno de La Vegetariana. Ya a varios días de iniciada su nueva dieta—de haber perdido peso y sufrido por sus acciones—; Yeong-hye piensa para sí, sin dejar salir de parte alguna, un lamento nefasto: “Si tan solo pudiera dormir. Si tan solo pudiera evadir mi conciencia aunque fuera por una hora”. El dolor de encontrarse con una decisión inamovible como el dejar la carne por el peso moral de quitar la vida a animales.
Hemos pasado años creyendo que la vida se define en los momentos de grandeza; que las novelas deberían explorar la condición humana en los ascensos al triunfo o en los descensos a la discordia. Aquí, una autora que se queda en los valles que resultan tras acciones concretas y, en ellos, encuentra respuesta a una de esas preguntas esenciales de nuestra existencia. Si son tan malas las consecuencias, ¿por qué las tomamos? ¿por qué dejarse llevar por ello y crear momentos inesperados?
No sé si existen respuestas concretas a ello. Si las hubiera, quizá, habriamos evadido las fuerzas inesperadas hace tanto tiempo. Pero al menos, en la nueva Nobel, tenemos los motivos para seguirlas explorando desde dentro. En las mentes de personajes que sufren por el peso de sus decisiones y que, a su vez, revelan facetas indiscutibles de lo que llamamos “humano”.