Estamos hechos de un sonar de cascabeles. A la menor provocación los seres humanos encontramos música y ritmo a lo largo de esta vida pasajera.
Hay melodías que recordamos porque las escuchamos de forma inconsciente en nuestra primerísima infancia. Y esas melodías, que son recuerdo, nos acompañan siempre… De pronto aparecen por ahí y nos detenemos a escuchar -a veces cerramos los ojos para imaginar aquel momento-- porque estamos en esa música que está, a su vez, en nosotros.
Las que escuchamos desde párvulos, en la infancia, en la juventud, en la madurez y ya, cuando somos cascaritas, hacemos la recopilación que nos emociona.
… Es que en el camino se incorporan hechos de vida vinculados con música: amores, desamores, cariños, pérdida de seres queridos o la llegada de nuevos seres queridos; el primer noviazgo, el primer beso, el primer adiós. Todo ese cúmulo es la “Música ligada a su recuerdo”. Y las traemos toda la vida, pegadas en el alma y en el corazón, como calcomanía Toronto.
Y claro, hay diferentes tipos de música. Los hay para todos los gustos y para todos los sabores: “… Para abril o para mayo veré, que me ofrezcas la primera prueba de amor…” (¡Órale!)
En nuestro caso mexicano hay de todo y para todos, pero en particular, debido a nuestra cultura son piezas musicales que van de Cri Cri a las baladas románticas propias de una ardorosa adolescencia, o boleros de antaño para los de antaño, aunque cada vez más gustan a los chavos y chavas de hoy; hay rancheras -que hoy se les llama pomposamente ‘música regional’- hay corridos, hay rock (“¡Queremos rock!”), hay cumbias, y ya de moda los “Corridos Tumbados”: tanto más.
Está bien. O lo dicho: En gustos se rompen géneros, y los hombres y mujeres se han atrevido con música que para algunos fue irreverente, como cuando surgió el vals por ahí del siglo XVIII pero se hizo famoso en el siglo XIX --waltz-dar vueltas—…
Aunque para muchas integrantes de la vela perpetua de entonces era el vals era una música pecaminosa, que incitaba a las más bajas pasiones porque hacía que las parejas bailaran abrazadas: ¡Recórcholis! (Que dirían si vieran bailar a nuestras muchachas y muchachos aquellas “Quebraditas” …)
Pero, bueno, al grano. Uno de los géneros supremos en la música es la llamada “clásica” o música sinfónica o de cámara…
Es una música sí, excelsa por muchas razones y en muchos casos. Es un tipo de composición musical que para muchos resulta complicada de comprender o, incluso, algunos dicen que les produce “somnolencia”. Falta de costumbre, pues.
Y también falta de ganas de acercarse a esta música que es una ventana que nos permite ver al mundo entero en sus mejores aspectos; es una música que nos brinda lo mejor del ser humano puesto a disposición de todos nosotros.
Hay música “clásica” en distintas etapas de la historia (se le dice “Clásica” en general, aunque el clásico es una etapa de la música); la hay barroca, clásica, romántica, moderna, contemporánea… impresionista, expresionista… Tanta y tan buena… Y sin embargo hay dificultad para que mucha más gente guste de esta expresión grandiosa de vida.
Hay obras musicales que por su facilidad de comprensión y de interiorización se prestan para que todos podamos disfrutar de estas creaciones. Es, digamos, la música popular de la música ‘clásica’ o de concierto. Son piezas de enorme intensidad pero al mismo tiempo lo son de tal sencillez que sorprende su franqueza emotiva para espíritus receptivos y sin complicaciones.
Una obra de esta naturaleza es el muy popular “Bolero” del francés Maurice Ravel (1875-1937).
La obra total del autor se ubica dentro del impresionismo, aunque no deja de dar muestras de un estilo neoclásico y expresionista: Era una época de experimentación y encuentro con el pasado. No obstante su compositor consideraba su “Bolero” como un puro estudio de orquestación.
La obra que nació en 1928 a petición de la bailarina rusa Ida Rubinstein. Ella le pidió a Ravel que compusiera una partitura de ballet transcrita de “Iberia”, un conjunto de piezas para piano del compositor español Isaac Albéniz.
Y puso manos a la obra; pero mientras estaba en eso, se dio cuenta de que habría problemas de derechos de autor, por lo que decidió escribir él una pieza nueva, pero al estilo español, como quería Ida. El compositor francés compuso el deslumbrante “Bolero”.
Su melodía de un solo movimiento se convirtió en su obra más famosa. Aún hoy es indispensable en el repertorio mundial. La obra orquestal de un solo movimiento se llamaba originalmente “Fandango”, pero como tenía similitudes rítmicas con la forma de danza española 3/4, cambió su nombre a “Bolero”.
Es una melodía al mismo tiempo suave como intensa, con distintas capas musicales sobre el mismo tema, lo que llega a ser extenuante pero también maravilloso. En esta obra la labor del percusionista es clave, no puede adelantarse ni retrasarse durante los ocho minutos que dura la composición.
“La reiteración obsesiva (ostinato) de la melodía principal hace inconfundible al famoso Bolero”, que crece en la medida que avanza hasta llegar a un clímax en el que toda la orquesta emite una despedida al mismo tiempo dolorosa como intensa y amorosa.
El “Bolero” se ha hecho tan popular que ha sido utilizado como tema en películas de gran calado: “Diez, la mujer perfecta”. Cantinflas bailó este tema en su película “El bolero de Raquel”. Y muchas más apuestas en cine, siempre asociado con lo emotivo y erótico.
Otra obra indispensable en el repertorio musical del mundo, y que al mismo tiempo está en el ánimo popular porque, precisamente, surgió de las voces populares en Italia, es el “Capricho Italiano” del ruso Piotr Ilich Tchaikowsky (1840-1893).
La obra fue compuesta entre enero y mayo de 1880 y estrenada en Moscú en diciembre de ese mismo año. El Capricho está cargado de ricas melodías italianas que el autor anotaba durante su viaje a Roma y Florencia.
Con esas melodías y sonidos, propios del folklore italiano, Tchaikovsky quiso construir una Fantasía, un sueño romano, el mismo que le había sacado de la depresión y de los momentos difíciles que vivía por entonces; al final optó por componer un Capricho. (El Capricho se caracteriza por ser además una composición predominantemente instrumental, de carácter rápido e intenso).
La obra consta de un solo movimiento y tres secciones independientes. Pero sobre todo es una expresión de gratitud y de alegría, de sol siempre presente y de una musicalidad radiante; una melodía pegajosa, justamente porque no se puede olvidar una vez que se le escuchó.
Otra obra asimismo intensa pero también de enorme accesibilidad al público todo, es la “Canción de Cuna”, de Johannes Brahms. La obra está escrita para voz y piano. Se estrenó en 1868 y es una de sus canciones más populares.
La “Canción de cuna” fue dedicada a la amiga de Brahms, Bertha Faber, por el nacimiento de su segundo hijo. Brahms estuvo enamorado de ella en su juventud y construyó la melodía para sugerir, como una contra melodía oculta, una canción que solía cantarle a ella durante su noviazgo.
La canción de cuna fue interpretada por primera vez en público el 22 de diciembre de 1869 en Viena. Inmediato consiguió un enorme éxito, el que persiste hoy.
Muchas otras piezas musicales son de gran divulgación, y se escuchan por todos lados, aunque con frecuencia el público no conoce ni su origen ni su importancia e intensidad en la historia de la música y en el acceso de todos a la gran música:
“España” y “Habanera” del francés Emmanuel Chabrier; el dicho coro final de la 9ª Sinfonía de Beethoven: “Oda a la alegría”. Grandes fragmentos de la ópera “Carmen” del francés George Bizet; la “Sinfonía de los juguetes” atribuida a Joseph Haydn… Tantas, tantísimas más a la mano y al oído.
En México está, sin duda el “Danzón No. 2” del sonorense Arturo Márquez; por supuesto “Los sones de Mariachi” de Blas Galindo y pues nada, ni más ni menos que nuestro querido “Huapango” de Pablo Moncayo.
El chiste es gustar de toda música, porque en ella radica una aportación del alma humana a otras miles de almas humanas que se entienden en ese único lenguaje que toca nuestro músculo más sensible: el corazón.
Y lo dijo Cervantes, en capítulo XXXIV de la segunda parte del “El Quijote”: “Donde música hubiere, cosa mala no existiere”.