Cuando una mamá leona tiene a sus leoncitos o leoncitas, se ocupa de ellos con amoroso cuidado. ¿En dónde queda ese bravura, ese terror, ese espanto de una fiera que puede destruir a otros animales y a seres humanos en su furia incontenible?... Nada, con sus cachorros es toda ternura y abrigo.
En el patio de la casa solariega y tranquila hay un gran árbol frutal. Sus ramas se extiende fervorosas como queriendo abrazar al mundo y a todos quienes nos acercamos a su sombra que ojalá pudiera acompañarnos por todo lugar y por toda la vida…
… Y ahí, entre sus ramas vivas hay otras vidas; está el cobijo de muchas aves que viven entre sus hojas, las que de tarde en tarde llegan alegres y producen una sinfonía que asombra por su vehemencia y armonía. De esas aves hay algunas que luego anidan. Y uno sabe que pasa algo porque se escucha a polluelos en algarabía pero también en petición de auxilio…
De pronto se ve a la madre-ave que va y viene con pajitas, con comida, con alimento para sus pequeños seres que desde su nido atisban al mundo, los que luego, bien comidos, bien fortalecidos y apapachados por su madre, habrán de volar y alcanzar cumbres y cañadas y desiertos y llanuras, siempre arriba.
Un día un polluelo cayó al piso desde el nido. La madre volaba alrededor de él, enloquecida, dando gritos de sufrimiento. El polluelo pelón gritaba también. Pedía la protección materna. Ella tomó vuelo y veloz lo tomó por el cuello con su pico… y lo subió inmediato hasta el nido-hogar.
Ya ahí ella se echó sobre sus polluelos y los protegió un largo rato… había salvado a su hijo. Y si alguna otra ave se acerca al refugio familiar la madre le espanta a picotazos para alejar el peligro de sus pequeñas crías, a las que cubre con sus alas y les da calor. Eso es: es una madre…
Ser mamá es ser portadora de vida y será mujer-madre para toda la vida, cada minuto, cada segundo… la madre habrá de serlo antes y después, siempre.
Todos los seres humanos tenemos a una madre –aunque algunos no la tengan en sus hechos-, pero todos tenemos una mamá a la que veneramos, a la que queremos, adoramos y por la que daríamos la vida y el tiempo y el mundo entero porque hay un vínculo irreductible que nos une a ellas… a ella.
A modo de privilegio, las mujeres tienen la gran posibilidad de ser madres. De engendrar un hijo o hija. Por supuesto, para que esto ocurra se necesitan dos: padre y madre; el momento íntimo de amor y creación; el encuentro de dos seres que se hacen uno para dar vida y para que una madre guarde en su vientre por nueve meses a ese ser que nacerá y que será “la luz de sus ojos”.
En general los hijos y las hijas nacemos como producto del amor y porque ella, la madre, comienza a serlo desde el momento en el que descubre que está embarazada. En ese momento surge el rayo luminoso que le da luz a su mirada, a sus ojos, a su mente, a su corazón. Toda ella se convierte en un ser iluminado y brillante y sonriente y con cara de “¿y ora?”
Y todo esto viene al caso porque como cada año, el 10 de mayo se celebra el Día de la Madre, o día de las madres. Una celebración que viene desde 1922 en México, a instancias de Rafael Alducin y en reacción a las políticas sociales de Felipe Carrillo Puerto, gobernador que era entonces, de Yucatán. Ya hemos descrito aquí mismo esa historia. (“Madre querida, madre adorada” Hojas de Papel Volando, 8 de mayo de 2020)
Y ahí está la madre, hecha y derecha, con un hijo en los brazos; un pequeño ser humano que lo único que sabe es llorar, zurrar, y mirar para todos lados mientras mueve también los brazos y las piernitas como reguilete. “Es el vivo retrato de su madre” –si es niña-; “Es el vivo retrato de su padre” –si es niño. Y así las abuelas y las tías. Mientras que la cuñada insidiosa masculla para sí: “¿De veras será de mi hermano?”…
Y esa madre se conecta pronto con su hijo de apenas unas horas y días o semanas. El nene quiere el pecho de su madre y sabe que es el de su madre porque no tiene dudas; el nene busca el regazo porque quiere escuchar el corazón materno, que es el mismo que le acompañó con su ritmo melodioso e interminable durante nueve meses.
Y serán días, meses años en los que la madre estará ahí, firme como un laurel; firme como es firme su amor. Y ella enseñará al niño-joven-hombre, lo que es la vida, le mostrará sus grandezas y sus peligros. Lo llevará de la mano para cuidarlo y protegerlo, y un día, más tarde, será el hijo quien lleve a la madre de la mano cuando el cuerpo cargado de años y sabiduría necesite ese amor.
Es la madre, quien nos prodiga amor, sí. Como también chanclazos cuando es necesario, o regaños o “Si lo encuentro ¿qué te hago?... o ¿A qué hora vas a llegar?... “¡No quiero que andes de vago!” “¡Arregla tus cosas, que no soy tu criada!”, “¡Aquí nadamás hay una sopa, si no te gusta, déjala, no comas! … Y, después de todo, el más grande dolor de una madre es ver llorar a un hijo.
Una madre es feliz siendo madre. Pero no es un asunto de punto y coma el que pasan las madres. Es un tema de valor, coraje, ilusión, entrega, pasión, cariño, instinto, amor-amor-amor.
Este es el testimonio de vida de una madre, al mismo tiempo triste, como feliz.
“Cuando estábamos trabajando como maestros de primaria en Nopalera, Putla de Guerrero, Oaxaca, un día me comenzaron unos mareos: ¿Qué me está pasando? Me pregunté. En un primer momento lo atribuí el cansancio de la caminata. Pero eran constantes y después náuseas. Fui al centro de salud del pueblito y la enfermera que era de ahí me dijo, sin dudarlo: "mi’ja estás embarazada". No me lo creía.
“Me llené de emoción por la noticia. Fui a ver a mi esposo para decirle la noticia. Y él dijo pronto: ‘Vámonos a Putla para que te vea la ginecóloga y que te diga qué tiempo tienes’. Y sí, la doctora dijo ‘tiene dos meses de embarazo; hay que alimentarse bien porque su bebé, aunque no está formado aún, sino después de los 3 meses, tiene poco peso’.
“A los 4 meses estando allá en la montaña empecé a sangrar, fue una sensación de mucho miedo porque la doctora me lo advirtió... Hice lo que más podía pero el sangrado seguía. Y nos fuimos pronto, él y yo, para la ciudad de Oaxaca. En el ISSSTE me avisan: “Tiene riesgo de aborto”. Y yo lloré, lloré, lloré… Tenía terror. Estuve tres días internada.
“Me dieron de alta, pero nada de ir a trabajar porque tenía amenaza de aborto. Una semana después se vino lo que yo nunca hubiera querido... Perdí a mi bebé.
¡No sabes lo que sufrí! ¡No quería nada ni quería saber nada! ¡No quería nada! ¡Sufrí mucho la pérdida! Sufrí por mi bebé… Sufrí porque lo había perdido… Sufrí porque ya no iba a ser mamá.
“Después de 2 años me volví a embarazar. Esta vez con todos los cuidados posibles. Aun seguíamos en Putla. Parecía que no comía en meses; baje mucho de peso pero feliz, porque ya tenía 6 meses de embarazo y todo iba bien.
“Mi marido me cuidaba como no sabes. Estuve en el ISSSTE con mucho dolor. En el camino a la sala me avisaron fuerte: ‘¡Se le ve la cabecita! ¡Está naciendo! Ni bien llegamos el doctor me recibió y dijo: ‘¡Aquí esta! ¡Es niño! Y entonces lo vi y lloré-lloré-lloré como una Magdalena. Gracias a Dios tenía a mi hijo en los brazos. Mi hijo había nacido.
Con mi hija fue otra historia. Tuve una hemorragia a los 3 meses. Él me llevó de urgencia a la clínica. Tenía amenaza de aborto. Esta ocasión me curó una señora del pueblo de San Baltazar Guelavila. Dijo que con lo que me iba a hacer mi bebé estaría bien. El ginecólogo del hospital me dijo que lo que faltaba de mi embarazo lo debía pasar acostada, por el riesgo.
Pero bastaron dos ‘curadas de la señora’. Ella salvó a mi hija. Sabía más que los doctores porque nos contaba que el bebé venía atravesado. Ella me acomodó a la bebé porque tenía 8 meses y venía sentada. Nació bien y sin cesárea, como habían dicho los doctores… Han pasado muchos años desde entonces… Ahora él y yo ya somos abuelos”. (San Sebastián Tutla, Oaxaca).
Ser madre es entenderse como madre, como la mamá de los pollitos, como cabeza de familia, como eje central en el núcleo familiar; porque los hijos no dejan de serlo como sean o lo que sean; y acudimos a ella para encontrar consuelo, para escuchar su consejo sabio, o su reprimenda; para encontrar el calor de su vida, para escuchar el latido de su corazón: Y lo escuchamos, día y noche, toda la vida, aunque ella ya no esté.
“Mamá, soy Paquito, y ya no haré travesuras”.