/ viernes 7 de mayo de 2021

Hojas de papel volando | "Devuélveme el rosario de mi madre..."

Y sí es verdad. El amor de la madre a sus hijos es sin fin. El de los hijos a la madre siempre –o casi siempre- lo es también. Es cosa sorprendente. Se lleva en la sangre, en las entrañas, en los ojos, en los oídos, al paso del tiempo, en los aromas de entonces y ahora. La madre de uno es como el viento, que está ahí siempre y que nos envuelve en tanto estemos vivitos y coleando.

Y esto es así, de manera consciente o inconsciente. Cuando somos “nenes de brazos”, como se dice en mi tierra oaxaqueña, preferimos el calorcito materno y soltamos berridos cuando no lo percibimos, cuando alguien más nos toma en los suyos. Y calmamos nuestro griterío cuando sabemos que estamos en el lugar preciso y con la mujer precisa: la mamá.

Cuando damos los primeros pasos, así, tembelequeando y todo, en general se busca a la mamá que nos extiende los brazos para cuidarnos de los primeros sentones de la vida. Y está ahí uno de los primeros dilemas: si se trata de decidir entre papá o mamá, casi siempre se prefiere a ella, mientras que el papá sonríe y se rasca la cabeza.

En la escuela, los primeros años, nos enseñan a respetar a la patria, a la maestra y a la mamá. Y uno pone el orden de los factores. “Madre querida, madre adorada, tesoro inmenso, tesoro bien, tú que con tu amor me das vida, loada seas, santa mujer”, declamamos firmes y con movimientos de los brazos a modo de molino de viento.

Y siempre está en nuestros pensamientos cuando, más tarde, tenemos triunfos y alegrías: “Este diploma que hoy me entregan al término de mi carrera se lo dedico a mi madre, a la que debo todo lo que soy”, se escucha con insistencia cada año cuando terminas los cursos de titulación, por ejemplo, mientras que la madre llorosa y moquillenta ve al hijo como el premio mayor de su vida entera. Por supuesto no se mencionan los chanclazos, los cinturonazos y los jalones de patillas que nos dio por años ‘en nombre del buen camino que debimos tomar.’

O cuando despega el avión, los miedosos que somos, invocamos a Dios y a la madre santísima de uno. Como también cuando estamos en un momento clave de nuestra vida, en los logros, en los triunfos –cuando los hay- en las victorias: la madre como imagen permanente en nuestra conciencia y en nuestros actos cotidianos... La madre de uno es el eslabón perdido entre lo demencial y lo humano resplandeciente.

Para un mexicano no hay nada peor que una mentada de madre. Un recordatorio materno. Muchos la han pasado muy mal por hacerlo. Muchos son capaces de asestar tremenda bofetada a aquel que ose pronunciar su nombre o su imagen para agraviar a otro hijo de su madre... “Si a mi madre no respetas, qué me puedo yo esperar...”

Pero también hay momentos en los que hay el desapego hacia la madre. Es la ruta de cada uno. Y la madre queda en casa, esperando el regreso... mientras uno construye la propia vida, el propio camino, la meta y las coronas de laurel... Y uno hace y deshace, a sabiendas de que hay alguien ahí que nos espera siempre: ya madre de trabajo o madre hogareña, bajo cualquier estatus o en cualquier ocupación.

Y regresamos al templo para saborear sus ricos platillos, los que prepara con esmero, porque “esto es lo que le gusta a mi hijo” o “es lo que les encanta a mis hijos”. No hay mejor regalo de una madre a sus hijos que sus mejores platillos para la llegada y una bendición al despedirnos. Eso es.

Hay infinidad de ‘madres amantísimas’ en la pintura religiosa, o aun en la pagana. Madres a lo Diego Rivera, campesinas, dulces, hermosas... Y películas que son o toda alegría, como aquella “Mecánica Nacional” de Alcoriza, en la que la madre de Manolo Fábregas es una Sara García irreconocible por grosera y simpática.

O como aquellas dolorosísimas y lacrimógenas películas como “Cuando los hijos se van” de Juan Bustillo Oro de 1941 y que luego se convirtió por el mismo director en “Cada hijo una cruz” 1957; “El diario de mi madre” de Roberto Rodríguez en 1958 en la que la muy sádica Marga López nos hacía llenar mares enteros de puro llanto, como en “Corona de lágrimas” que en 1968 dirigió Alejandro Galindo y hasta madres cómplices como Amparo Rivelles en “Los novios de mis hijas”.

U obras musicales como “Stabat Mater”, ya de Pergolesi o la de Vivaldi. O aquella dolorosísima “La mamma morta” (‘La madre muerta’), una aria de la ópera Andrea Chénier que Umberto Giordano compuso en 1896, y que se utilizó en la versión de Maria Callas para la película “Philadelphia”.

El dolor de perderla es indescriptible. Es interminable. Es el dolor de su ausencia. Es ya no verla más. Muchos quienes la han perdido saben de lo que hablo. Pero ahí está. Siempre presente. Siempre vigente en el día a día que sigue al día fatídico: “Si mi mamá viviera”... “A mi mamá le gustaba así...”; “Guarda esas carpetas porque las hizo mamá”; “Esos libros no los toques, son de mamá”... Y así. Ella entonces y siempre. Está en nuestros silencios.

En fin, la madre es la madre, diría el filósofo de Güémez. Y aunque a veces concluimos nuestras controversias con un “me vale madres” o “vales pura madre”... lo cierto es que en el fondo no es tan así, porque la figura materna es permanente y es firme y prodigiosa. Edipo en México.

Que es como aquella fábula que nos contaba la maestra Rosita en la primaria, la de la madre loba que perdió a su lobito y desesperada lo buscó en el bosque, al paso preguntaba a otras especies si lo habían visto: ‘es de cabello dorado, como de terciopelo, con su naricilla brillante, sus piececitos suaves como la luna...’- ‘no, pues al que yo vi –contestó el león—es a un lobito mugriento, pelos parados, ojos saltones y patas chuecas’... ¡Ese es mi hijo! gritó la loba madre – ‘A, pues como tú me describiste a otro lobito...’ – ‘Pues ¿qué no ves que para una madre no hay un hijo feo?’”

En México somos 126 millones 14 mil 24 habitantes, de acuerdo con el Censo 2020, del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi).

Del total de la población, 64 millones 540 mil 634 son mujeres (51.2%), y 61 millones 473 mil 390 hombres (48.8%). Para 2019, el 73% (36.2 millones) de las mujeres de 15 años y más residentes en nuestro país, ha tenido al menos una hija o hijo nacido vivo, de ellas el 9.9% son madres solteras (Inegi). Esto es, que muchas madres no sólo son casadas, solteras, divorciadas, separadas... Pero todas ellas madres que defienden a sus cachorros contra viento y marea, por los que trabajan, se esfuerzan, luchan, pelean, agradecen y quieren.

En la literatura me acuerdo, sobre todo, de “La Madre” de Máximo Gorki:

Pelagia Nílovna Vlásova en una de las madres más universales de la literatura rusa. Ella es una "vieja de cuarenta años", apaleada por su marido y embrutecida por el trabajo doméstico es capaz de romper los dos lastres psicológicos que la atan a su condición de paria social (el miedo y la resignación) y convertirse en una combatiente por la libertad. Y tiene como admirador-cómplice a Pavel, su hijo, revolucionario y soñador de un mundo justo para él, y para Pelagia, su madre.

Y qué tal lo que escribe Rabindranath Tagore, el poeta bengalí premio Nobel de literatura 1913: “Vuelven hoy a mi memoria, madre, la señal de bermellón que marcaba la raya de tu cabellera, el sari que usabas, con su ancho galón rojo, y tus ojos, tan bellos, tan profundos, tan apacibles. Ellos iluminaron para mí el viaje de la vida, como el primer resplandor de la aurora, y me proporcionaron un viático de oro a lo largo de todo mi camino”. (‘La casa y el mundo’).

Pero, bueno. Ya se celebra un año más el 10 de mayo en México. Una celebración que viene de 1922 y que casualmente surgió como reacción al impulso feminista del sureste mexicano que además de la igualdad de género impulsaba el aborto y la libertad para elegir matrimonio o no. En contraposición se buscó que el día del primer pago de mayo –cada diez días entonces- se celebrara a la mujer que “decidió ser madre y dar a la luz a sus hijos”. No importa.

Si importa ella: la madre. La mujer. Ella, quien está aquí, siempre, aunque no esté aquí. Y el mejor regalo para ellas, dicen ellas mismas luego de que les regalamos los diamantes, los rubíes o las esmeraldas, es que estemos sanos, que seamos felices y siempre unidos y en familia. “Mamá, soy Paquito... y ya no haré travesuras...”.

Y sí es verdad. El amor de la madre a sus hijos es sin fin. El de los hijos a la madre siempre –o casi siempre- lo es también. Es cosa sorprendente. Se lleva en la sangre, en las entrañas, en los ojos, en los oídos, al paso del tiempo, en los aromas de entonces y ahora. La madre de uno es como el viento, que está ahí siempre y que nos envuelve en tanto estemos vivitos y coleando.

Y esto es así, de manera consciente o inconsciente. Cuando somos “nenes de brazos”, como se dice en mi tierra oaxaqueña, preferimos el calorcito materno y soltamos berridos cuando no lo percibimos, cuando alguien más nos toma en los suyos. Y calmamos nuestro griterío cuando sabemos que estamos en el lugar preciso y con la mujer precisa: la mamá.

Cuando damos los primeros pasos, así, tembelequeando y todo, en general se busca a la mamá que nos extiende los brazos para cuidarnos de los primeros sentones de la vida. Y está ahí uno de los primeros dilemas: si se trata de decidir entre papá o mamá, casi siempre se prefiere a ella, mientras que el papá sonríe y se rasca la cabeza.

En la escuela, los primeros años, nos enseñan a respetar a la patria, a la maestra y a la mamá. Y uno pone el orden de los factores. “Madre querida, madre adorada, tesoro inmenso, tesoro bien, tú que con tu amor me das vida, loada seas, santa mujer”, declamamos firmes y con movimientos de los brazos a modo de molino de viento.

Y siempre está en nuestros pensamientos cuando, más tarde, tenemos triunfos y alegrías: “Este diploma que hoy me entregan al término de mi carrera se lo dedico a mi madre, a la que debo todo lo que soy”, se escucha con insistencia cada año cuando terminas los cursos de titulación, por ejemplo, mientras que la madre llorosa y moquillenta ve al hijo como el premio mayor de su vida entera. Por supuesto no se mencionan los chanclazos, los cinturonazos y los jalones de patillas que nos dio por años ‘en nombre del buen camino que debimos tomar.’

O cuando despega el avión, los miedosos que somos, invocamos a Dios y a la madre santísima de uno. Como también cuando estamos en un momento clave de nuestra vida, en los logros, en los triunfos –cuando los hay- en las victorias: la madre como imagen permanente en nuestra conciencia y en nuestros actos cotidianos... La madre de uno es el eslabón perdido entre lo demencial y lo humano resplandeciente.

Para un mexicano no hay nada peor que una mentada de madre. Un recordatorio materno. Muchos la han pasado muy mal por hacerlo. Muchos son capaces de asestar tremenda bofetada a aquel que ose pronunciar su nombre o su imagen para agraviar a otro hijo de su madre... “Si a mi madre no respetas, qué me puedo yo esperar...”

Pero también hay momentos en los que hay el desapego hacia la madre. Es la ruta de cada uno. Y la madre queda en casa, esperando el regreso... mientras uno construye la propia vida, el propio camino, la meta y las coronas de laurel... Y uno hace y deshace, a sabiendas de que hay alguien ahí que nos espera siempre: ya madre de trabajo o madre hogareña, bajo cualquier estatus o en cualquier ocupación.

Y regresamos al templo para saborear sus ricos platillos, los que prepara con esmero, porque “esto es lo que le gusta a mi hijo” o “es lo que les encanta a mis hijos”. No hay mejor regalo de una madre a sus hijos que sus mejores platillos para la llegada y una bendición al despedirnos. Eso es.

Hay infinidad de ‘madres amantísimas’ en la pintura religiosa, o aun en la pagana. Madres a lo Diego Rivera, campesinas, dulces, hermosas... Y películas que son o toda alegría, como aquella “Mecánica Nacional” de Alcoriza, en la que la madre de Manolo Fábregas es una Sara García irreconocible por grosera y simpática.

O como aquellas dolorosísimas y lacrimógenas películas como “Cuando los hijos se van” de Juan Bustillo Oro de 1941 y que luego se convirtió por el mismo director en “Cada hijo una cruz” 1957; “El diario de mi madre” de Roberto Rodríguez en 1958 en la que la muy sádica Marga López nos hacía llenar mares enteros de puro llanto, como en “Corona de lágrimas” que en 1968 dirigió Alejandro Galindo y hasta madres cómplices como Amparo Rivelles en “Los novios de mis hijas”.

U obras musicales como “Stabat Mater”, ya de Pergolesi o la de Vivaldi. O aquella dolorosísima “La mamma morta” (‘La madre muerta’), una aria de la ópera Andrea Chénier que Umberto Giordano compuso en 1896, y que se utilizó en la versión de Maria Callas para la película “Philadelphia”.

El dolor de perderla es indescriptible. Es interminable. Es el dolor de su ausencia. Es ya no verla más. Muchos quienes la han perdido saben de lo que hablo. Pero ahí está. Siempre presente. Siempre vigente en el día a día que sigue al día fatídico: “Si mi mamá viviera”... “A mi mamá le gustaba así...”; “Guarda esas carpetas porque las hizo mamá”; “Esos libros no los toques, son de mamá”... Y así. Ella entonces y siempre. Está en nuestros silencios.

En fin, la madre es la madre, diría el filósofo de Güémez. Y aunque a veces concluimos nuestras controversias con un “me vale madres” o “vales pura madre”... lo cierto es que en el fondo no es tan así, porque la figura materna es permanente y es firme y prodigiosa. Edipo en México.

Que es como aquella fábula que nos contaba la maestra Rosita en la primaria, la de la madre loba que perdió a su lobito y desesperada lo buscó en el bosque, al paso preguntaba a otras especies si lo habían visto: ‘es de cabello dorado, como de terciopelo, con su naricilla brillante, sus piececitos suaves como la luna...’- ‘no, pues al que yo vi –contestó el león—es a un lobito mugriento, pelos parados, ojos saltones y patas chuecas’... ¡Ese es mi hijo! gritó la loba madre – ‘A, pues como tú me describiste a otro lobito...’ – ‘Pues ¿qué no ves que para una madre no hay un hijo feo?’”

En México somos 126 millones 14 mil 24 habitantes, de acuerdo con el Censo 2020, del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi).

Del total de la población, 64 millones 540 mil 634 son mujeres (51.2%), y 61 millones 473 mil 390 hombres (48.8%). Para 2019, el 73% (36.2 millones) de las mujeres de 15 años y más residentes en nuestro país, ha tenido al menos una hija o hijo nacido vivo, de ellas el 9.9% son madres solteras (Inegi). Esto es, que muchas madres no sólo son casadas, solteras, divorciadas, separadas... Pero todas ellas madres que defienden a sus cachorros contra viento y marea, por los que trabajan, se esfuerzan, luchan, pelean, agradecen y quieren.

En la literatura me acuerdo, sobre todo, de “La Madre” de Máximo Gorki:

Pelagia Nílovna Vlásova en una de las madres más universales de la literatura rusa. Ella es una "vieja de cuarenta años", apaleada por su marido y embrutecida por el trabajo doméstico es capaz de romper los dos lastres psicológicos que la atan a su condición de paria social (el miedo y la resignación) y convertirse en una combatiente por la libertad. Y tiene como admirador-cómplice a Pavel, su hijo, revolucionario y soñador de un mundo justo para él, y para Pelagia, su madre.

Y qué tal lo que escribe Rabindranath Tagore, el poeta bengalí premio Nobel de literatura 1913: “Vuelven hoy a mi memoria, madre, la señal de bermellón que marcaba la raya de tu cabellera, el sari que usabas, con su ancho galón rojo, y tus ojos, tan bellos, tan profundos, tan apacibles. Ellos iluminaron para mí el viaje de la vida, como el primer resplandor de la aurora, y me proporcionaron un viático de oro a lo largo de todo mi camino”. (‘La casa y el mundo’).

Pero, bueno. Ya se celebra un año más el 10 de mayo en México. Una celebración que viene de 1922 y que casualmente surgió como reacción al impulso feminista del sureste mexicano que además de la igualdad de género impulsaba el aborto y la libertad para elegir matrimonio o no. En contraposición se buscó que el día del primer pago de mayo –cada diez días entonces- se celebrara a la mujer que “decidió ser madre y dar a la luz a sus hijos”. No importa.

Si importa ella: la madre. La mujer. Ella, quien está aquí, siempre, aunque no esté aquí. Y el mejor regalo para ellas, dicen ellas mismas luego de que les regalamos los diamantes, los rubíes o las esmeraldas, es que estemos sanos, que seamos felices y siempre unidos y en familia. “Mamá, soy Paquito... y ya no haré travesuras...”.

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