/ viernes 29 de octubre de 2021

Hojas de papel volando | ¿No me da para mi calavera?

¿No me da para mi calavera?

Ya está aquí un año más la ceremonia de Los muertos, que año con año celebramos en México. Es un ritual sagrado que no dejamos pasar por ningún motivo. Es parte de nuestra forma de vida y de nuestras creencias firmes en la relación vida y muerte. Es nuestra necesidad de ellos, de todos.

Estamos convencidos de que por estos días de “Todos los santos” y los “Fieles difuntos”, que para nosotros se resumen en “Días de los Muertos” el 1 y 2 de noviembre, quienes murieron regresan en caravana para encontrarse en su casa querida, con la familia más apreciada y para reconocerse en ellos, encontrarse en sus recuerdos y saborear el mensaje que se les entrega cada 365 días y que es tan mundano como exquisito.

En el altar, las flores de cempaxúchitl están dispuestas en su color amarillo luminoso; en Oaxaca también las muy elegantes “Borlas” de Santa Teresa o ‘Crestas de gallo’ colocadas en su enormidad y rojo intenso que llega a escarlata; y los alimentos que más gustaban a los difuntos: mole, café, chocolate, tlayudas, frijolitos de la olla y frutas, muchas frutas que son color y vida.

Pan de muerto, dulces que son calaveritas con el nombre de los seres queridos en la frente... ¡Ah!... y un buen mezcal del mero bueno, con su naranja y salecita de gusano, para el brindis a la llegada y a la salida. Y las velas y veladoras que iluminan el altar. Estos días no hay ausencia, sí presencia.

Llegan y se sientan en su lugar preferido. Ven que todo esté bien, que esté como antes, y si no es así hacen algún mohín, ya no pueden hacer nada, aunque sí prefieren el como era antes, como estaba cuando partieron al Mictlan, o al Cielo. Porque es así: todos van al cielo.

(Entre las culturas originales se aseguraba que había cuatro lugares a donde van a estar los difuntos: Mictlan o "lugar de los muertos" donde impera Mictlantecuhtli, "el señor de la muerte"; Tlalocan "lugar del Tlaloc"; Tonatiuh ichan "La casa del sol" espacio de Huitzilopochtli y Cincalco "La casa del maíz", regido por Huemac. Todo dependía de la manera en la que murió la persona. No había la idea del infierno como castigo porque se entendía que las leyes terrenas regían el comportamiento y quien las infringía recibía castigo en vida.

Hoy existe el sincretismo entre las culturas originales y la que trajeron los españoles que llegaron de allá del mar océano, pero la costumbre es ancestral entre las culturas prehispánicas que la iniciaron al modo como se sigue hoy.

Previo a la llegada de los españoles, el culto a la muerte era parte importante de la cultura religiosa. Así, cuando alguien moría lo envolvían en un petate y lo enterraban. Su familia hacía una fiesta-ceremonia para ayudar a su buen camino hacia el Mictlán, que es el inframundo. Y le colocaban la comida que en vida más le gustaba por si en el trayecto llegase a sentir hambre.

Hoy se les entregan las viandas, ellos hacen su itacate y se llevan el espíritu de lo que se les puso; se lo reparten entre los familiares aludidos en el altar y lo llevan para el camino y para los días eternos siguientes. ¿Habrá días y noches en el cielo? ¿Habrá medida de tiempo?

En Oaxaca es costumbre celebrar la llegada de los muertos chiquitos el primero de noviembre y a los mayores el día 2. Se hacen los altares frondosos y alegres, cargados de halagos y recuerdos.

Por la tarde –cuando no había pandemia- representantes de cada familia recorren de casa en casa, llevan un regalo a los difuntos para su altar. Son frutas, chocolates, dulces, una vela o veladora. El peregrino reposa un poco, platica con la familia de la casa, recibe un refrigerio o si es noche una taza de chocolate y el regalo de frutas, dulces, chocolates...

El día 2 por la tarde –cuando no había pandemia- va uno al panteón, que se convierte en lugar de visita a nuestros difuntos y de celebración respetuosa y de convivencia entre los vivos. Familias que se reúnen para reencontrarse.

De ahí los grandes recuerdos porque, entre quienes reposan en el lugar de los dioses, que es Panteón, los viejos cuentan historias de aparecidos –ahora desaparecidos-. Sentados los memoriosos del pueblo al lado de sus difuntos, relatan leyendas mientras los niños se acuclillan alrededor para escucharlos.

Cuenta una leyenda en Oaxaca, que al regreso en caravana de nuevo hacia el cielo, un par de ancianitos difuntos iban lamentándose y lloraban. Los demás iban contentos con sus viandas y sus recuerdos. Pero estos dos lloraban porque lo único que llevaban era una bolsa de nopales con espinas. Era todo lo que les habían puesto sus ingratos hijos en el altar.

La otra era que iban los mismos ancianitos llorando y lamentando. No traían nada para el regreso al cielo. No había nada en su altar, de hecho ni altar había, según contaron a sus espíritus amigos. Y sin embargo justificaban que era así porque su hijo único no tenía dinero para ponerles algo, no tenía trabajo y las cosas le habían ido muy mal, pero que ellos les dejaron sus bendiciones.

Así las leyendas que nos contaban en nuestros días de guardar oaxaqueños. Nosotros conteníamos la respiración; conteníamos la tristeza por aquellos viejos y jurábamos que eso nunca pasaría en nuestra familia.

Lo maravilloso de aquello era también que estaríamos ahí, por horas, rodeados de familia y amigos, familiares y visitantes, cubiertos con buen abrigo para aguantar el frío y la humedad tardíos. Pero era y es una fiesta-ceremonia-ritual- imperdible. Uno no faltaba cada año. Ellos tampoco.

En todo caso es excepcional la idea de la vida y el regreso después de muertos. Una creencia que para muchos extranjeros es extraño y hasta extravagante. Pero también resulta en un imán creativo resuelto en imaginación y arte.

Uno de aquellos forasteros que trataron el tema de la muerte en México, fue el alemán Bruno Traven, o llámele Otto Feige, o como él mismo se nombró “Traven Torsvan”, “Hal Croves”, “Ret Marut” y más. Se asentó en Chiapas a fines de 1924 y escribió sobre Chiapas, entre esto un emblemático “Macario” –puesto en cine por Roberto Gavaldón en 1960—y su relación con la muerte, de inefable espera.

Jack Kerouac, el escritor de “En el camino” quien vivió largas temporadas en México. País que le inspiró dos de sus obras asimismo emblemáticas: el poemario “Mexico City Blues” y la novela “Tristessa”, que narra el amor por una prostituta mexicana, Esperanza Villanueva, y a quien Kerouac bautizó con el nombre que da título a la obra. Es en esta obra en la que está su visión de México y los recovecos de una cultura que roza la vida, como la muerte.

D.H. Lawrence publicó en 1926 una novela mexicana. “La serpiente emplumada” en la que relata la pasión mexicana por lo eterno, la fiesta de vida que parece interminable y que se asocia con la muerte como parte del ciclo de la existencia; y la locura y la desesperación que agobian. Un recurso es el capítulo de las corridas de toros, en la que el torero realiza un ritual mortal del “tú o yo”: La muerte es la única salida para uno de los dos.

Malcom Lowry escribió “Bajo el Volcán”. Es la vida del cónsul Geoffrey Firmin en un sólo día. Es el recorrido por sus intensidades pero también su relación con la locura mexicana de vida y muerte. Es la muerte la que ronda toda la obra. Es esa lujuriosa muerte que acecha y que al final termina por salirse con la suya. La idea de la muerte en México se incorpora a su obra y le da luz y asombro. Una de las grandes novelas del siglo XX, sin duda.

Como director de cine ningún extranjero como Serguéi Eisenstein que en la inconclusa “Que Viva México” relata en imágenes la vida mexicana más lacónica pero también más profunda y maravillosa. Él mismo se retrató con una calavera de azúcar en la mano, dando muestras de su acercamiento a la cultura mexicana de la muerte como dulce vital y permanente.

En todo caso ya están aquí los Días de Muertos. Este año 465 mil más, por la pandemia mal gestionada en México. Son los días de resguardo y de espera; los de estar con ellos y darles cabida en la casa, la casa de siempre, en donde están ausentes, pero están presentes. Son días de fiesta. De regocijo y tristeza.

Y viven y conviven con cada uno de los mexicanos que ‘nacieron despreciando la vida y la muerte...’ que ‘yo me muero donde quiera’... que ‘la vida no vale nada...’ y en donde “¡Ábranla que vengo herido, no los vaya a salpicar...!” ... “¿No me da para mi calavera?”

¿No me da para mi calavera?

Ya está aquí un año más la ceremonia de Los muertos, que año con año celebramos en México. Es un ritual sagrado que no dejamos pasar por ningún motivo. Es parte de nuestra forma de vida y de nuestras creencias firmes en la relación vida y muerte. Es nuestra necesidad de ellos, de todos.

Estamos convencidos de que por estos días de “Todos los santos” y los “Fieles difuntos”, que para nosotros se resumen en “Días de los Muertos” el 1 y 2 de noviembre, quienes murieron regresan en caravana para encontrarse en su casa querida, con la familia más apreciada y para reconocerse en ellos, encontrarse en sus recuerdos y saborear el mensaje que se les entrega cada 365 días y que es tan mundano como exquisito.

En el altar, las flores de cempaxúchitl están dispuestas en su color amarillo luminoso; en Oaxaca también las muy elegantes “Borlas” de Santa Teresa o ‘Crestas de gallo’ colocadas en su enormidad y rojo intenso que llega a escarlata; y los alimentos que más gustaban a los difuntos: mole, café, chocolate, tlayudas, frijolitos de la olla y frutas, muchas frutas que son color y vida.

Pan de muerto, dulces que son calaveritas con el nombre de los seres queridos en la frente... ¡Ah!... y un buen mezcal del mero bueno, con su naranja y salecita de gusano, para el brindis a la llegada y a la salida. Y las velas y veladoras que iluminan el altar. Estos días no hay ausencia, sí presencia.

Llegan y se sientan en su lugar preferido. Ven que todo esté bien, que esté como antes, y si no es así hacen algún mohín, ya no pueden hacer nada, aunque sí prefieren el como era antes, como estaba cuando partieron al Mictlan, o al Cielo. Porque es así: todos van al cielo.

(Entre las culturas originales se aseguraba que había cuatro lugares a donde van a estar los difuntos: Mictlan o "lugar de los muertos" donde impera Mictlantecuhtli, "el señor de la muerte"; Tlalocan "lugar del Tlaloc"; Tonatiuh ichan "La casa del sol" espacio de Huitzilopochtli y Cincalco "La casa del maíz", regido por Huemac. Todo dependía de la manera en la que murió la persona. No había la idea del infierno como castigo porque se entendía que las leyes terrenas regían el comportamiento y quien las infringía recibía castigo en vida.

Hoy existe el sincretismo entre las culturas originales y la que trajeron los españoles que llegaron de allá del mar océano, pero la costumbre es ancestral entre las culturas prehispánicas que la iniciaron al modo como se sigue hoy.

Previo a la llegada de los españoles, el culto a la muerte era parte importante de la cultura religiosa. Así, cuando alguien moría lo envolvían en un petate y lo enterraban. Su familia hacía una fiesta-ceremonia para ayudar a su buen camino hacia el Mictlán, que es el inframundo. Y le colocaban la comida que en vida más le gustaba por si en el trayecto llegase a sentir hambre.

Hoy se les entregan las viandas, ellos hacen su itacate y se llevan el espíritu de lo que se les puso; se lo reparten entre los familiares aludidos en el altar y lo llevan para el camino y para los días eternos siguientes. ¿Habrá días y noches en el cielo? ¿Habrá medida de tiempo?

En Oaxaca es costumbre celebrar la llegada de los muertos chiquitos el primero de noviembre y a los mayores el día 2. Se hacen los altares frondosos y alegres, cargados de halagos y recuerdos.

Por la tarde –cuando no había pandemia- representantes de cada familia recorren de casa en casa, llevan un regalo a los difuntos para su altar. Son frutas, chocolates, dulces, una vela o veladora. El peregrino reposa un poco, platica con la familia de la casa, recibe un refrigerio o si es noche una taza de chocolate y el regalo de frutas, dulces, chocolates...

El día 2 por la tarde –cuando no había pandemia- va uno al panteón, que se convierte en lugar de visita a nuestros difuntos y de celebración respetuosa y de convivencia entre los vivos. Familias que se reúnen para reencontrarse.

De ahí los grandes recuerdos porque, entre quienes reposan en el lugar de los dioses, que es Panteón, los viejos cuentan historias de aparecidos –ahora desaparecidos-. Sentados los memoriosos del pueblo al lado de sus difuntos, relatan leyendas mientras los niños se acuclillan alrededor para escucharlos.

Cuenta una leyenda en Oaxaca, que al regreso en caravana de nuevo hacia el cielo, un par de ancianitos difuntos iban lamentándose y lloraban. Los demás iban contentos con sus viandas y sus recuerdos. Pero estos dos lloraban porque lo único que llevaban era una bolsa de nopales con espinas. Era todo lo que les habían puesto sus ingratos hijos en el altar.

La otra era que iban los mismos ancianitos llorando y lamentando. No traían nada para el regreso al cielo. No había nada en su altar, de hecho ni altar había, según contaron a sus espíritus amigos. Y sin embargo justificaban que era así porque su hijo único no tenía dinero para ponerles algo, no tenía trabajo y las cosas le habían ido muy mal, pero que ellos les dejaron sus bendiciones.

Así las leyendas que nos contaban en nuestros días de guardar oaxaqueños. Nosotros conteníamos la respiración; conteníamos la tristeza por aquellos viejos y jurábamos que eso nunca pasaría en nuestra familia.

Lo maravilloso de aquello era también que estaríamos ahí, por horas, rodeados de familia y amigos, familiares y visitantes, cubiertos con buen abrigo para aguantar el frío y la humedad tardíos. Pero era y es una fiesta-ceremonia-ritual- imperdible. Uno no faltaba cada año. Ellos tampoco.

En todo caso es excepcional la idea de la vida y el regreso después de muertos. Una creencia que para muchos extranjeros es extraño y hasta extravagante. Pero también resulta en un imán creativo resuelto en imaginación y arte.

Uno de aquellos forasteros que trataron el tema de la muerte en México, fue el alemán Bruno Traven, o llámele Otto Feige, o como él mismo se nombró “Traven Torsvan”, “Hal Croves”, “Ret Marut” y más. Se asentó en Chiapas a fines de 1924 y escribió sobre Chiapas, entre esto un emblemático “Macario” –puesto en cine por Roberto Gavaldón en 1960—y su relación con la muerte, de inefable espera.

Jack Kerouac, el escritor de “En el camino” quien vivió largas temporadas en México. País que le inspiró dos de sus obras asimismo emblemáticas: el poemario “Mexico City Blues” y la novela “Tristessa”, que narra el amor por una prostituta mexicana, Esperanza Villanueva, y a quien Kerouac bautizó con el nombre que da título a la obra. Es en esta obra en la que está su visión de México y los recovecos de una cultura que roza la vida, como la muerte.

D.H. Lawrence publicó en 1926 una novela mexicana. “La serpiente emplumada” en la que relata la pasión mexicana por lo eterno, la fiesta de vida que parece interminable y que se asocia con la muerte como parte del ciclo de la existencia; y la locura y la desesperación que agobian. Un recurso es el capítulo de las corridas de toros, en la que el torero realiza un ritual mortal del “tú o yo”: La muerte es la única salida para uno de los dos.

Malcom Lowry escribió “Bajo el Volcán”. Es la vida del cónsul Geoffrey Firmin en un sólo día. Es el recorrido por sus intensidades pero también su relación con la locura mexicana de vida y muerte. Es la muerte la que ronda toda la obra. Es esa lujuriosa muerte que acecha y que al final termina por salirse con la suya. La idea de la muerte en México se incorpora a su obra y le da luz y asombro. Una de las grandes novelas del siglo XX, sin duda.

Como director de cine ningún extranjero como Serguéi Eisenstein que en la inconclusa “Que Viva México” relata en imágenes la vida mexicana más lacónica pero también más profunda y maravillosa. Él mismo se retrató con una calavera de azúcar en la mano, dando muestras de su acercamiento a la cultura mexicana de la muerte como dulce vital y permanente.

En todo caso ya están aquí los Días de Muertos. Este año 465 mil más, por la pandemia mal gestionada en México. Son los días de resguardo y de espera; los de estar con ellos y darles cabida en la casa, la casa de siempre, en donde están ausentes, pero están presentes. Son días de fiesta. De regocijo y tristeza.

Y viven y conviven con cada uno de los mexicanos que ‘nacieron despreciando la vida y la muerte...’ que ‘yo me muero donde quiera’... que ‘la vida no vale nada...’ y en donde “¡Ábranla que vengo herido, no los vaya a salpicar...!” ... “¿No me da para mi calavera?”

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