/ jueves 28 de febrero de 2019

IMCO | ¿Nos engañaron?

Por: Manuel Guadarrama, Coordinador de Finanzas Públicas del Instituto Mexicano para la Competitividad.

Las acciones que tienden a centralizar el poder y las medidas de austeridad del Gobierno federal trajeron a discusión la utilidad y función de los órganos reguladores y autónomos del país. El peligro radica en caer en un falso dilema. Desde el siglo XVI, la concepción de un Estado moderno planteó la necesidad de contar con órganos espeaializados. En el fondo, lo que está en juego es la racionalización del poder a través de la administración pública.

La construcción institucional del Estado permitió una organización capaz de procurar la aplicación de la ley, aunque no en pocas ocasiones de forma mecánica: “Seguimos las reglas, incluso si el paciente muere”. En décadas pasadas se argumentó que los funcionarios públicos tenían bajos niveles de esfuerzo y no había incentivos para mejorar su rendimiento. Es cierto que la administración pública fue pobre en hacer frente a entornos inciertos o que cambian rápidamente. Pobre en autocrítica y aprendizaje.

Para encarar los problemas sociales cada vez más complejos, surgió la Nueva Administración Pública (NAP) que fomentó la creación de órganos especializados y reguladores a finales de la década de 1970. Este cambio fue impulsado por personajes polémicos como la ex primera ministra Margaret Thatcher, quien dijo “donde hay error; traigamos la verdad” o el presidente Reagan que aseveraba que “el Gobierno es el problema y no la solución".

México llegó tarde a esa ola reformadora de las administraciones públicas. Fue hasta mediados de la década de los 90 cuando comenzó una reestructura de funciones y la creación de órganos reguladores, especializados y con distintos grados de autonomía. Las ventajas de introducir la NAP en la arquitectura institucional fueron la profesionalización y especialización en materias técnicas, contar con estándares explícitos, mediciones de desempeño y controles basados en resultados. Las desventajas también son claras: poca o nula participación ciudadana, limitarse a problemas específicos y no de todo el sistema, y débil rendición de cuentas.

Existe evidencia para afirmar que hay grandes fallas en el diseño o funcionamiento de algunos órganos, pero también la hay para defender su existencia. Contrario a la opinión de que los órganos se crearon para favorecer intereses de una minoría, beneficiar a privados, hacer un Gobierno paralelo, que son corruptos o que representan intereses específicos, los datos sugieren otra realidad.

Las funciones y materias de los órganos son diversas: electorales, estadísticas, económicas, energéticas, transparencia, defensa de derechos humanos, entre otras. Igual de variados son sus logros. Nadie duda de la elección del 1 de julio pasado a cargo del Instituto Nacional Electoral, la inflación está controlada por el Banco de México, el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales dio acceso a información en casos de corrupción como la Estafa Maestra, Odebrecht o el paso exprés de Cuernavaca, y un largo etcétera.

La mayor virtud de los órganos es la eficiencia técnica. Su mayor pecado, no estar subordinados al presidente. Su legitimidad no depende de los electores sino de su labor. El engaño no proviene de la función que desempeñan los órganos autónomos y reguladores. El engaño proviene de las opiniones que generan división en lugar de propuestas. El engaño está en la descalificación, no en la evidencia.