/ domingo 3 de noviembre de 2024

Justicia con respaldo social 

Cualquier disposición legal debe contar con el respaldo de la mayoría de los ciudadanos o queda en letra muerta. Es el consenso social sobre las normas que aceptamos para convivir en sociedad, lo que las hace funcionar y permite que ese comportamiento sustituya al que no nos ayudaba y por eso era necesario modificarlo y regularlo.

A esta altura, no creo que se requiera una opinión más acerca del sistema judicial; sin embargo, es oportuno tratar un tema en este contexto que nos corresponde: la forma en la que nosotros actuamos como ciudadanos para vivir en comunidades que se rigen con justicia.

Durante muchos años se nos ha hecho creer que la legalidad es un aspecto poco útil para la vida cotidiana. En un medio social en el que las reglas no se respetan, particularmente desde la autoridad, la ley que más se refuerza es la “del más fuerte” y eso nos dio la impresión de que la astucia estaba por encima de la colaboración; el abuso por encima de la equidad; y la impunidad sobre la posible sanción. Entre los refranes que ilustran esta forma de conducirnos -y de justificarnos- hay uno que destaca: “hágase la voluntad de dios en las mulas de mi compadre”. Pero la realidad en el país fue, en la mayoría de los casos, diferente.

Somos una sociedad solidaria y generosa, que en amplios segmentos de la población comprende que la fortuna de uno es la fortuna de todos y por eso ningún éxito es individual, sino producto del esfuerzo colectivo. A pesar de una insistente comunicación para convencernos de que a las y los mexicanos nos va mejor solos y de que la victoria se justifica por cualquier medio a la mano, ninguna de las figuras destacadas que conocemos ascendió sin ayuda. Es más, el empoderamiento actual de una mayoría de la sociedad es resultado de un trabajo inédito de consciencia civil que ha determinado un rumbo distinto para el país.

No obstante, el reto es consolidarnos como una sociedad de justicia, que se comporte con esa idea como guía y además la incorpore en cada momento. ¿Cómo sabemos si somos justos? Basta con reflexionar un poco acerca de lo que hacemos de manera rutinaria y si esto hace que mejore todo lo que está a nuestro alrededor o solo nos beneficia de manera particular.

¿Podemos ser justos dentro de nuestro hogar y no serlo en otros sitios? Es difícil, porque cuando entendemos que la justicia es un principio de comportamiento, nos hace congruentes. Es posible que ese sea el problema: la falta de coherencia entre la demanda de justicia y el tiempo que le dedicamos a practicarla.

Un aspecto todavía más perjudicial ha sido vincular el sentido de justicia a la preparación académica o al ingreso económico. En lo personal, he dudado desde hace varios años que tengamos niveles socioeconómicos, simplemente hay una diferencia entre la capacidad económica y la educación, los valores y los principios. Es decir, pensar que la justicia es mayor conforme aumenta la riqueza es una falacia y lo único que ha permitido es cometer el error de que actuar sin justicia es una consecuencia de la ignorancia o de la pobreza, cuando es todo lo contrario. Si esto no fuera así, la manera de comprobarlo es sencilla: midamos qué tan justos somos con los demás y cuánto respetamos las reglas en nuestro día a día y, sobre esa base, exijamos.

El fundamento de la justicia es la imparcialidad con la que se determinan las responsabilidades. En ello no puede haber distinciones o criterios de exclusividad. Eso es injusticia. Todos somos iguales ante la ley y, si somos los afectados, merecemos la reparación correspondiente; pero, si nosotros somos los que afectamos a alguien más, debemos enfrentar lo que se contempla como castigo hacia esa conducta. La única forma en que las normas se siguen es cuando la mayoría entiende que son el camino correcto para construir una mejor comunidad.

Por mucho tiempo se ha cometido la falla de considerar que el ciudadano común está incapacitado de tomar decisiones importantes respecto de su vida en sociedad y para solventar eso se necesita de personas ilustres que conduzcan a los demás. Claro que las y los mejores de un colectivo tendrán (y deberán) encabezar y, precisamente por eso, su código de conducta es más estricto y su reputación sólida. Cualquier comunidad exitosa, un ejemplo son las comunidades indígenas, cuentan con un grupo de personas con la experiencia, la capacidad y la confianza de los demás para recomendar y decidir la dirección que se debe tomar. Por lo general, esas decisiones se toman en conjunto y se escucha a todos los que tengan algo que decir, y en cuanto se llega a un acuerdo mayoritario, todos están obligados a honrarlo a través de su cumplimiento. La justicia se vuelve entonces un asunto tan moral como legal.

Estamos en un momento histórico en el que tendremos que elegir entre autorregularnos y mejorar nuestra conducta; mientras el sistema jurídico nacional entra en una nueva etapa. Si deseamos que ambos espacios tengan sentido, los ciudadanos podemos ser el ejemplo de conducta para aquellos que tendrán la responsabilidad de procurar la justicia y ellas y ellos deberán demostrarnos, con hechos, que son los mejores perfiles para esa enorme encomienda.

Cualquier disposición legal debe contar con el respaldo de la mayoría de los ciudadanos o queda en letra muerta. Es el consenso social sobre las normas que aceptamos para convivir en sociedad, lo que las hace funcionar y permite que ese comportamiento sustituya al que no nos ayudaba y por eso era necesario modificarlo y regularlo.

A esta altura, no creo que se requiera una opinión más acerca del sistema judicial; sin embargo, es oportuno tratar un tema en este contexto que nos corresponde: la forma en la que nosotros actuamos como ciudadanos para vivir en comunidades que se rigen con justicia.

Durante muchos años se nos ha hecho creer que la legalidad es un aspecto poco útil para la vida cotidiana. En un medio social en el que las reglas no se respetan, particularmente desde la autoridad, la ley que más se refuerza es la “del más fuerte” y eso nos dio la impresión de que la astucia estaba por encima de la colaboración; el abuso por encima de la equidad; y la impunidad sobre la posible sanción. Entre los refranes que ilustran esta forma de conducirnos -y de justificarnos- hay uno que destaca: “hágase la voluntad de dios en las mulas de mi compadre”. Pero la realidad en el país fue, en la mayoría de los casos, diferente.

Somos una sociedad solidaria y generosa, que en amplios segmentos de la población comprende que la fortuna de uno es la fortuna de todos y por eso ningún éxito es individual, sino producto del esfuerzo colectivo. A pesar de una insistente comunicación para convencernos de que a las y los mexicanos nos va mejor solos y de que la victoria se justifica por cualquier medio a la mano, ninguna de las figuras destacadas que conocemos ascendió sin ayuda. Es más, el empoderamiento actual de una mayoría de la sociedad es resultado de un trabajo inédito de consciencia civil que ha determinado un rumbo distinto para el país.

No obstante, el reto es consolidarnos como una sociedad de justicia, que se comporte con esa idea como guía y además la incorpore en cada momento. ¿Cómo sabemos si somos justos? Basta con reflexionar un poco acerca de lo que hacemos de manera rutinaria y si esto hace que mejore todo lo que está a nuestro alrededor o solo nos beneficia de manera particular.

¿Podemos ser justos dentro de nuestro hogar y no serlo en otros sitios? Es difícil, porque cuando entendemos que la justicia es un principio de comportamiento, nos hace congruentes. Es posible que ese sea el problema: la falta de coherencia entre la demanda de justicia y el tiempo que le dedicamos a practicarla.

Un aspecto todavía más perjudicial ha sido vincular el sentido de justicia a la preparación académica o al ingreso económico. En lo personal, he dudado desde hace varios años que tengamos niveles socioeconómicos, simplemente hay una diferencia entre la capacidad económica y la educación, los valores y los principios. Es decir, pensar que la justicia es mayor conforme aumenta la riqueza es una falacia y lo único que ha permitido es cometer el error de que actuar sin justicia es una consecuencia de la ignorancia o de la pobreza, cuando es todo lo contrario. Si esto no fuera así, la manera de comprobarlo es sencilla: midamos qué tan justos somos con los demás y cuánto respetamos las reglas en nuestro día a día y, sobre esa base, exijamos.

El fundamento de la justicia es la imparcialidad con la que se determinan las responsabilidades. En ello no puede haber distinciones o criterios de exclusividad. Eso es injusticia. Todos somos iguales ante la ley y, si somos los afectados, merecemos la reparación correspondiente; pero, si nosotros somos los que afectamos a alguien más, debemos enfrentar lo que se contempla como castigo hacia esa conducta. La única forma en que las normas se siguen es cuando la mayoría entiende que son el camino correcto para construir una mejor comunidad.

Por mucho tiempo se ha cometido la falla de considerar que el ciudadano común está incapacitado de tomar decisiones importantes respecto de su vida en sociedad y para solventar eso se necesita de personas ilustres que conduzcan a los demás. Claro que las y los mejores de un colectivo tendrán (y deberán) encabezar y, precisamente por eso, su código de conducta es más estricto y su reputación sólida. Cualquier comunidad exitosa, un ejemplo son las comunidades indígenas, cuentan con un grupo de personas con la experiencia, la capacidad y la confianza de los demás para recomendar y decidir la dirección que se debe tomar. Por lo general, esas decisiones se toman en conjunto y se escucha a todos los que tengan algo que decir, y en cuanto se llega a un acuerdo mayoritario, todos están obligados a honrarlo a través de su cumplimiento. La justicia se vuelve entonces un asunto tan moral como legal.

Estamos en un momento histórico en el que tendremos que elegir entre autorregularnos y mejorar nuestra conducta; mientras el sistema jurídico nacional entra en una nueva etapa. Si deseamos que ambos espacios tengan sentido, los ciudadanos podemos ser el ejemplo de conducta para aquellos que tendrán la responsabilidad de procurar la justicia y ellas y ellos deberán demostrarnos, con hechos, que son los mejores perfiles para esa enorme encomienda.

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