En un mundo digital en el que cotidianamente estamos inundados de contenidos de todo tipo y de toda calidad, una habilidad muy necesaria tiene que ver con la capacidad de discernir qué es, además de entretenido, gracioso y llamativo, también relevante, útil, verídico, e idealmente formativo. Por ello, desde hace un tiempo, se ha comenzado a hablar de la necesidad de contar con una mejor “alfabetización mediática e informacional” en esta era digital que nos ayude a navegar mejor por este mar creciente de contenidos. Desde luego que, en un contexto digital cada vez más complejo y en el que invertimos más de nuestro tiempo, la importancia de una alfabetización mediática e informacional es cada vez mayor. Sin embargo, al mismo tiempo corremos el riesgo de esperar de este concepto soluciones mágicas a situaciones complejas. Por ejemplo, creer que, si contamos con una población con mayores niveles de este tipo de alfabetización, problemas como la desinformación, los discursos de odio, la manipulación, y la polarización disminuirían dramáticamente del panorama digital.
Tanto se ha cargado la mano a este concepto que se ha vuelto cada vez más difícil definir con precisión qué queremos decir con alfabetización mediática y digital. La UNESCO, en un documento imprescindible publicado desde 2013 sobre políticas y líneas estratégicas sobre alfabetización mediática señala que ésta tiene que ver, por un lado, con las posibilidades de acceso a la información y al conocimiento y, por el otro, con las habilidades y actitudes para saber valorar, comprender, analizar, utilizar y crear contenidos de forma crítica y responsable. No obstante, la creciente complejidad del entorno digital ha hecho que la alfabetización mediática sea presentada como una solución frente a problemas que cada vez nos cuestan más definir y delimitar.
Un problema de fondo aquí tiene que ver con que la mayoría de los estudios y de las discusiones alrededor de este concepto y de sus aplicaciones han tenido como horizonte la formación de individuos “alfabetizados” y, me parece, ha descuidado una cuestión esencial del consumo mediático –y, si me apuran, de la naturaleza humana--: el aspecto comunitario. Las personas podemos llegar a consumir contenidos de “forma individual”, pero lo más importante es lo que hacemos socialmente con estos contenidos: nos sirven para generar vínculos y conversaciones, fortalecer comunidades, reafirmar identidades. Las personas no consumimos contenidos nada más para guardarlos en nuestra mente, sino que, consciente o inconscientemente, los utilizamos para ayudarnos a mirar, entender y definir el mundo que nos rodea: desde lo que nos parece apropiado y lo que nos molesta, hasta lo que deseamos tener, vivir y compartir. Y esto tiene una faceta colectiva que responde a los diferentes círculos, grupos y comunidades a las que pertenecemos y en las que deseamos mantenernos.
La mera adquisición de mejores habilidades y herramientas sobre cómo leer, comprender, utilizar y crear contenidos por parte de los individuos no es suficiente para crear entornos más libres, justos, equitativos, tolerantes y abiertos. Nadie podría negar que un individuo que se dedica a hackear cuentas o a trollear a otras personas seguramente tenga un alto grado de alfabetización mediática e informacional, sin embargo, su contribución en el entorno digital no abona a una mejor convivencia. Por ello, se requiere pensar en una dimensión comunitaria de la alfabetización mediática e informacional que se oriente a la construcción de conversaciones y entornos, hoy fundamentalmente digitales, que parta de la intención expresa de reconocer el aspecto colectivo del consumo y creación de contenidos. En un momento, como el actual, en el que parece predominar la falta de entendimiento, la división, y el conflicto polarizante, es indispensable imaginar formas novedosas en las que podamos ayudar a difundir, exponer y ayudar a entender esta dimensión comunitaria de la alfabetización mediática e informacional.