/ miércoles 17 de junio de 2020

La diplomacia digital ante la pandemia

Por: Alejandro Ramos C.

Decir que la pandemia por la que atravesamos alteró el orden mundial es una verdad de Perogrullo. De otro lado, muy aventurado sería vaticinar cuán duraderas serán las transformaciones que ha traído consigo. Amén del extraordinario poder letal que aún muestra en diversas partes del orbe, es previsible que esta emergencia sanitaria de escala planetaria deje tras de sí una estela de efectos geopolíticos y socioeconómicos perdurables.

La diplomacia no ha sido una excepción y, desde el comienzo de la actual crisis, ha debido adaptarse a las circunstancias. Con ello ha demostrado su enorme valía, para empezar, por lo que se refiere a la cooperación internacional para el intercambio de insumos sanitarios y la búsqueda de una vacuna.

Aquí deseo concentrarme en la diplomacia digital, definida como el uso de tecnologías de la información y comunicación (TIC) para fines diplomáticos. Empiezo por su aspecto más evidente: las teleconferencias. Ante las medidas de confinamiento y las restricciones a la libertad de movimiento y de asociación, gobiernos y diversas organizaciones multilaterales (G7, G20, Banco Mundial, Consejo Europeo, etc.), tuvieron que cancelar o aplazar sus encuentros (por primera vez en sus 75 años se canceló la Asamblea General de la ONU) o bien reunirse o sesionar de manera virtual para discutir y concertar posiciones en el marco de su estrategia para combatir el virus.

De ahí que viera la luz un novel término en el siempre cambiante argot de la diplomacia: “zoomplomacia” (en alusión a la plataforma de reuniones privadas en línea, Zoom). Sin que ello sea totalmente nuevo —y consideraciones a parte a los desafíos que supone en términos de ciberseguridad, infraestructura de Internet y brecha digital entre países de diferente desarrollo tecnológico—, el hecho es que, durante la etapa más crítica de la pandemia, los encuentros cara a cara han sido reemplazados por unas pantallas cuadriculadas en dispositivos móviles y PCs con rostros a veces difíciles de leer. Empero, claro está, no hay reunión virtual que sustituya al contacto personal ni al fino arte de la negociación in situ que por siglos han caracterizado a la diplomacia.

Entre otros usos de la tecnología para propósitos diplomáticos figuran: el voto electrónico o por email de resoluciones adoptado por la Unión Europea y el Consejo de Seguridad, e incluso la presentación vía teleconferencia de cartas credenciales de embajadores.

Un segundo aspecto en la integración de herramientas digitales en el quehacer diplomático —y de mayor relevancia— es el uso de TIC en las tareas de asistencia consular por parte de las Cancillerías para repatriar o ayudar a los miles de connacionales que quedaron varados en el extranjero conforme el epicentro del virus se trasladó de Asia a Europa y Oriente Medio, y de ahí al continente americano. Esto se agudizó a raíz de la decisión de la Organización Mundial de la Salud el 11 de marzo pasado, de declarar a Covid-19 como una pandemia, y el consecuente cierre de fronteras internacionales, así como la cancelación de un sinfín de vuelos comerciales.

Por ende, la velocidad con que las cancillerías, embajadas y consulados fueron capaces de actualizar –y de poner a la disposición del público, principalmente en redes sociales— información sobre vuelos y rutas aéreas de retorno, y las disposiciones sobre movilidad y medidas migratorias en vigor, adquirió un carácter de extrema urgencia. Ante la perenne restricción de recursos humanos, ciertos países echaron mano de la inteligencia artificial y mediante chats automatizados en sus sitios web brindaron asistencia e información en tiempo real sobre la evolución del virus, servicios consulares y recomendaciones de viaje.

Por supuesto, ello se sumó a la nada fácil empresa de articular esquemas de repatriación en circunstancias harto complejas o coordinar esfuerzos con otros países para organizar vuelos de retorno. México, como un país con una reconocida tradición y experiencia en materia de protección consular, ha despuntado en este rubro.

Esto me lleva al último punto: la imagen internacional. La pandemia ha ofrecido también una ventana de oportunidad para los países para comunicar y proyectar una imagen positiva de sí mismos, según la manera en la que han sorteado los embates de la crisis y se han mostrado como actores responsables y capaces de ofrecer auxilio a otros. Esta “diplomacia de la selfie” redunda en un mayor poder suave (o de atracción), lo que a la postre significa ganar adeptos y simpatía para los valores y causas que un Estado promueve y defiende en la arena internacional.

Si bien la respuesta ha sido disímil, lo cierto es que la gestión de esta emergencia sanitaria ha dado quizás una lección a quienes pudieran suponer que el siglo XXI vería el declive de la diplomacia, y, por el contrario, pone de relieve su valor, actualidad y aportaciones en un mundo —para bien y para mal— crecientemente interconectado.


Asociado COMEXI. Miembro del Servicio Exterior Mexicano

@Alex_Ramos_C


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Por: Alejandro Ramos C.

Decir que la pandemia por la que atravesamos alteró el orden mundial es una verdad de Perogrullo. De otro lado, muy aventurado sería vaticinar cuán duraderas serán las transformaciones que ha traído consigo. Amén del extraordinario poder letal que aún muestra en diversas partes del orbe, es previsible que esta emergencia sanitaria de escala planetaria deje tras de sí una estela de efectos geopolíticos y socioeconómicos perdurables.

La diplomacia no ha sido una excepción y, desde el comienzo de la actual crisis, ha debido adaptarse a las circunstancias. Con ello ha demostrado su enorme valía, para empezar, por lo que se refiere a la cooperación internacional para el intercambio de insumos sanitarios y la búsqueda de una vacuna.

Aquí deseo concentrarme en la diplomacia digital, definida como el uso de tecnologías de la información y comunicación (TIC) para fines diplomáticos. Empiezo por su aspecto más evidente: las teleconferencias. Ante las medidas de confinamiento y las restricciones a la libertad de movimiento y de asociación, gobiernos y diversas organizaciones multilaterales (G7, G20, Banco Mundial, Consejo Europeo, etc.), tuvieron que cancelar o aplazar sus encuentros (por primera vez en sus 75 años se canceló la Asamblea General de la ONU) o bien reunirse o sesionar de manera virtual para discutir y concertar posiciones en el marco de su estrategia para combatir el virus.

De ahí que viera la luz un novel término en el siempre cambiante argot de la diplomacia: “zoomplomacia” (en alusión a la plataforma de reuniones privadas en línea, Zoom). Sin que ello sea totalmente nuevo —y consideraciones a parte a los desafíos que supone en términos de ciberseguridad, infraestructura de Internet y brecha digital entre países de diferente desarrollo tecnológico—, el hecho es que, durante la etapa más crítica de la pandemia, los encuentros cara a cara han sido reemplazados por unas pantallas cuadriculadas en dispositivos móviles y PCs con rostros a veces difíciles de leer. Empero, claro está, no hay reunión virtual que sustituya al contacto personal ni al fino arte de la negociación in situ que por siglos han caracterizado a la diplomacia.

Entre otros usos de la tecnología para propósitos diplomáticos figuran: el voto electrónico o por email de resoluciones adoptado por la Unión Europea y el Consejo de Seguridad, e incluso la presentación vía teleconferencia de cartas credenciales de embajadores.

Un segundo aspecto en la integración de herramientas digitales en el quehacer diplomático —y de mayor relevancia— es el uso de TIC en las tareas de asistencia consular por parte de las Cancillerías para repatriar o ayudar a los miles de connacionales que quedaron varados en el extranjero conforme el epicentro del virus se trasladó de Asia a Europa y Oriente Medio, y de ahí al continente americano. Esto se agudizó a raíz de la decisión de la Organización Mundial de la Salud el 11 de marzo pasado, de declarar a Covid-19 como una pandemia, y el consecuente cierre de fronteras internacionales, así como la cancelación de un sinfín de vuelos comerciales.

Por ende, la velocidad con que las cancillerías, embajadas y consulados fueron capaces de actualizar –y de poner a la disposición del público, principalmente en redes sociales— información sobre vuelos y rutas aéreas de retorno, y las disposiciones sobre movilidad y medidas migratorias en vigor, adquirió un carácter de extrema urgencia. Ante la perenne restricción de recursos humanos, ciertos países echaron mano de la inteligencia artificial y mediante chats automatizados en sus sitios web brindaron asistencia e información en tiempo real sobre la evolución del virus, servicios consulares y recomendaciones de viaje.

Por supuesto, ello se sumó a la nada fácil empresa de articular esquemas de repatriación en circunstancias harto complejas o coordinar esfuerzos con otros países para organizar vuelos de retorno. México, como un país con una reconocida tradición y experiencia en materia de protección consular, ha despuntado en este rubro.

Esto me lleva al último punto: la imagen internacional. La pandemia ha ofrecido también una ventana de oportunidad para los países para comunicar y proyectar una imagen positiva de sí mismos, según la manera en la que han sorteado los embates de la crisis y se han mostrado como actores responsables y capaces de ofrecer auxilio a otros. Esta “diplomacia de la selfie” redunda en un mayor poder suave (o de atracción), lo que a la postre significa ganar adeptos y simpatía para los valores y causas que un Estado promueve y defiende en la arena internacional.

Si bien la respuesta ha sido disímil, lo cierto es que la gestión de esta emergencia sanitaria ha dado quizás una lección a quienes pudieran suponer que el siglo XXI vería el declive de la diplomacia, y, por el contrario, pone de relieve su valor, actualidad y aportaciones en un mundo —para bien y para mal— crecientemente interconectado.


Asociado COMEXI. Miembro del Servicio Exterior Mexicano

@Alex_Ramos_C


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