/ miércoles 6 de diciembre de 2023

La división de poderes amenazada

La democracia elecciones libres en la que la voluntad de los ciudadanos determine al poder público, pero también contar con controles y equilibrios para el ejercicio de éste, necesarios para garantizar la viabilidad del sistema democrático tanto como del Estado de derecho. Esto es lo que hoy está en riesgo en México con el acoso, que no deja de subir de nivel, contra la independencia del Poder Judicial.

Nada menos que la democracia y el que la vida pública se rija, para todos, incluyendo a los gobernantes, por el imperio de la ley. Ahora mismo se ataca a la división de poderes con la ostensible intención de someter partidariamente al Poder Judicial. Eso está detrás del intento de despojarlo de fideicomisos que tienen que ver mayormente con derechos de sus miles de trabajadores, lo que afortunadamente ha sido frenado, por ahora, pero que sigue a recortes crecientes a su presupuesto y a una permanente descalificación discursiva con calumnias e injurias.

Al acecho está el llamado Plan C para cambiar la Constitución, promovido en la fórmula electoral gubernamental rumbo al 2024, que pretende que los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) sean electos por voto popular, igual que políticos en campaña. De concretarse, esa reforma distorsionaría de raíz nuestro marco constitucional, contra los controles y equilibrios que, en nuestra joven democrática, han podido ir conteniendo el uso discrecional del poder.

Además, ahora se anuncia que esa iniciativa, que se enviará al Congreso en 2024, se complementaría con un tribunal interno para juzgar a los juzgadores en su comportamiento y decisiones, amenazando con penas de cárcel. También incluiría la revocación de mandato y la reelección. Como si no existieran ya canales para apelar o para denuncias a jueces. Es un camino expedito para que el Poder Judicial quede capturado por los políticos.

No hay que perder de vista que se trata de un esfuerzo de captura en marcha. El último embate se da con la renuncia injustificada de un Ministro de la SCJN; el mismo para quien la mayoría en el Legislativo, controlada por el Ejecutivo, promovió una reforma a modo para reelegirlo como Presidente. Tendría que haber habido una causa grave para su salida. Lejos de ello, se dio para unirse a la campaña política electoral del partido del Gobierno y habilitar la designación forzada de un reemplazo igualmente militante: para colocar a otra Ministra con demostrada militancia partidaria, no demostrada competencia judicial e independencia.

Como en designaciones anteriores, las ternas propuestas adolecen tienen claros visos de conflicto de interés: parientes en primer y segundo grado de altos funcionarios y dirigentes del partido en el poder. Quienes tratan de justificar esto, antes clamaban contra el “influyentismo”, el nepotismo y la falta de independencia en la Corte. Entre tanto, se acusa de traición y corrupción, sin pruebas y ni siquiera demandas formales, a todo ministro que vote en cualquier sentido que no avale actos del Gobierno, así sean elocuentemente anticonstitucionales.

Imposible no ver el riesgo contra la autonomía de la Suprema Corte, uno de los sostenes que mantienen en pie a nuestra democracia. Máxime con los antecedentes en organismos autónomos como el Instituto Nacional Electoral o la Comisión Nacional de Derechos Humanos.

De ser rechazadas las propuestas de la segunda terna, el Ejecutivo podrá nombrar directamente a la próxima integrante de la Corte, previsiblemente vinculada con el partido en el gobierno, como se ha hecho saber por éste: para que no haya, según su particular forma de entender al Estado democrático de derecho, “traición” a su movimiento.

Como se ve, esta maniobra fue pensada justo para llegar a ese punto, desde el momento de la renuncia del Ministro saliente. La oposición hace bien en votar en contra de cualquier opción que no cumpla con los principios que debe tener cualquier Ministro: autonomía y competencias legales y profesionales.

Estado de derecho significa que todos los ciudadanos y las instituciones son responsables ante las leyes, incluyendo presidentes, gobernadores, legisladores y jueces. Democracia, el poder del pueblo, pero que en su concepción amplia, tiene tanto que ver con eso como con la contención efectiva de ese poder delegado, siempre de forma temporal y condicional.

La representación popular y los cargos que derivan de ésta son temporales, y sus facultades, restringidas a la ley. Ni quienes los ocupan ni las mayorías que los eligen pueden estar por encima de los derechos y las libertades de todos. El Estado de derecho es lo contrario a la ley del más fuerte o al reino de la discrecionalidad. Ya desde la Carta Magna, en el Siglo XIII, la democracia iba abriéndose paso por esa vía de acotar la arbitrariedad.

Gran parte de los conflictos, problemas y crisis que han marcado la historia de México derivan de la falta o las deficiencias de un sistema democrático de división de poderes y pesos y contrapesos; es decir, de un poder político ilimitado. Hasta las debacles económicas de las últimas décadas del siglo pasado tuvieron que ver, en alguna medida, con los llamados poderes metaconstitucionales de los mandatarios.

Con muchos esfuerzos, veníamos avanzando para superar esa condición. Avanzamos con la transición a la democracia, que empezó a gestarse desde los años 70 y consolidó sus bases en los 90. Una de las fuerzas de cambio fue precisamente la independencia efectiva, y no simulada como lo era en buena medida antes, del Poder Judicial. Ahora tenemos enfrente el escenario de un retroceso que no debemos permitirnos.