“La paz obtenida con la punta de la espada, no es más que una tregua.”
Pierre-Joseph Proudhon
Hace ya más de dos décadas que, en la mañana del 11 de septiembre de 2001, el mundo y la vida tuvieron que reconfigurarse por completo. Estados Unidos fue atacado y el terrorismo yihadista, específicamente con el grupo Al Qaeda y su líder Osama Bin Laden (abatido en 2011, en el gobierno de Obama), se consolidó como el enemigo público número uno del “Mundo Occidental”.
Con la ayuda de otros países y organizaciones, Estados Unidos ingresó en Afganistán con el pretexto de frenar a los terroristas, que eran protegidos por los talibanes (el régimen totalitario que entonces gobernaba ese país). Lo lograrían en relativamente poco tiempo y luego pondrían en marcha un plan que pretendía reconstruir el tejido social e institucional, tanto que, incluso, se promulgó una constitución y el país se erigió como la República Islámica de Afganistán.
Sin embargo, los talibanes nunca dejaron que Occidente les marcara el rumbo de nada y las inacabables escaramuzas no hacían sino aumentar la tensión en Kabul, la capital afgana. En tanto que se sucedían más eventos terroristas en diferentes puntos del país, la demanda principal del acuerdo de paz consistía en que se retiraran las tropas extranjeras.
Con el anuncio definitivo de la retirada, y la transferencia de poder a las fuerzas afganas republicanas, se levantaron varias voces alertando que una salida tan precipitada de las tropas estadounidenses traería consecuencias funestas para la población del país asiático que alguna vez habría colaborado con los americanos.
El presidente Joe Biden defendió su decisión diciendo: “la misión no ha fracasado, todavía.” Y subrayó que era “altamente improbable” que el régimen Talibán terminara controlando todo el país. Resulta extraño que no observaran cómo los talibanes continuaban con su ofensiva sobre distintos puntos estratégicos con ese objetivo. Finalmente, la República cayó y regresó el Emirato Islámico de Afganistán.
En Estados Unidos la evacuación ha sido considerada como caótica y está teniendo un alto costo político para Biden. Al ser tomada Kabul, la nación reconstruida pasó a manos de un grupo extremista que no pudo ser frenado con una intervención militar ni con la muerte de varios de sus líderes más importantes. La victoria talibán está trayendo consigo una fuerte crisis política en la región, marcada por una estricta ortodoxia islámica: la instauración de la sharía, esa ley religiosa que no admite el menor descalabro "moral” (la fe por sobre todas las cosas).
Al asumir el poder, los voceros del nuevo Emirato Islámico aseguraron que lo único que buscaban era la paz. Al cabo de unos meses, va quedando claro que ese discurso no viene acompañado de acciones que lo refuercen: ya se han documentado ejecuciones públicas, persecución y asesinato de aquellos que colaboraron con los estadounidenses, censura a la prensa y un aplastante retroceso en materia del reconocimiento de los derechos de las mujeres.
Por más de 20 años Afganistán vivió una frágil tregua conseguida a punta de espada. Ahora la espada cambió de mano.