Es bien sabido que las empresas generan empleos y que los gobiernos ponen las condiciones para que los ecosistemas económicos funcionen. Si en una región existe infraestructura suficiente (carreteras, líneas de transmisión eléctrica, educación superior y técnica, etc.) para que un sector económico crezca, es más probable que se instalen empresas productoras, proveedoras y prestadoras de servicios asociados a los sectores económicos.
Si dichas empresas se encuentran debidamente establecidas, pagan los impuestos correspondientes, contratan a su personal con apego a la ley laboral y a la seguridad social, el desarrollo de la región no sólo se verá en términos del PIB per capita sino que disminuirá la migración, habrá más dinero circulando y aumentará la calidad de vida.
Desafortunadamente, éste ciclo virtuoso tiene en la informalidad a uno de sus peores detractores. De acuerdo con la Organización Internacional del Trabajo, la mitad de la fuerza laboral de América Latina está contratada bajo esquemas informales. El país con mayor informalidad es Bolivia, con 8 de cada 10 trabajadores en esta situación; mientras que Chile y Uruguay tienen la tasa de informalidad laboral más baja, con menos del 30%.
Respecto a México, de acuerdo con el INEGI, cerca del 57% de la población que se encuentra trabajando actualmente, está bajo la informalidad. Es decir que son dueños de micronegocios dedicados al comercio informal, se encuentran autoempleados, reciben paga por día sin contrato o las empresas que les emplean no les registran ante el IMSS o no cuentan con reconocimiento jurídico de la relación laboral, es decir que no tienen contrato.
Esto significa que hay un amplio sector de la población que ni ellos ni sus familias tienen acceso a servicios de salud, no contarán con créditos para adquirir vivienda al no tener acceso al INFONAVIT o que probablemente no están ahorrando para su retiro al carecer de Afore. En resumen, que viven al día y que son mucho más propensos a caer en la pobreza.
La pandemia de COVID-19 hizo más evidentes los estragos de la informalidad laboral, así que ningún plan de reactivación económica estaría completo sin considerar a las y los trabajadores que, incluso siendo parte de los sectores estratégicos de la economía, están fuera de la protección mínima necesaria. Éste es el caso de un alto porcentaje de las y los trabajadores agrícolas, de servicios y ventas al menudeo, los servicios de cuidados (enfermeras, niñeras) y de limpieza. Éste último grupo, integrado mayoritariamente por mujeres.
Combatir la subcontratación ilegal es positivo, pero es una cara de la moneda; falta atender a estos trabajadores que parecen invisibles pero que su trabajo es esencial para la sociedad. Y “atender” no significa iniciar una persecución fiscal en su contra ni prohibir sus actividades, sino buscar, desde la política pública, esquemas que les permitan integrarse a la formalidad cumpliendo obligaciones y accediendo a derechos.
Los costos sociales de la informalidad son profundos y tardan años en resarcirse; si no se toman acciones desde el sector público a través de las políticas públicas y desde el sector privado a través del apego a la ley, en pocos años veremos un aumento de la pobreza y, sobretodo, estaremos restando incentivos a la formalidad.