/ viernes 13 de septiembre de 2024

La Palma Testaruda

Hace unos días, caminando por la Reforma, me llegó una pregunta sencilla pérdida entre el bullicio de bujías desenfrenadas y las melodías bien orquestradas del paso peatonal: “¿Por qué pusieron un ahuehuete a la Glorieta de las Palmas?”. No era, entonces, para mí la cuestión; eran un par de transeúntes que caminaban en dirección contraria—al menos, eso capté entre el andar de tantos otros—. Lo fue, sin embargo, en otro momento, como lo ha sido para todos los que habitan la capital y se enfrentan a la glorieta metálica que sucede a las obras titánicas de la avenida principal. Una pregunta que, a su vez, me han hecho amigos al venir de visitas y que, yo mismo, al escuchar los anuncios del metrobus previo a que actualizaran su voz robótica, me cuestionaba el motivo de la incongruencia.

De prestar atención—y caminar lo suficiente—surgen un par de respuestas, también, entre el viento capitalino—ese que, en estos meses veraniegos, viene siempre cargado de anuncios pluviales—. En los andares, varían las respuestas de un “quién sabe, joven; pero ahí anda el pobre árbol hasta un “seguro que luego nos dirán que el palo ese costó una millonada”. Pero siempre, hay que reconocerlo, aparece con un grado de humor compartido—ingenio nuestro, mexicano, por burlarnos de la desgracia plena—. Se ha vuelto costumbre capitalina hacer chistes del ahuehuete tan febril que habita hoy día en una de las glorietas de Reforma; que compite—aún si fuera imposible—con el Ángel a sus espaldas y la Diana un poco más atrás.

Si se me permite pecar, aunque sea un segundo, de preciso en lugar de cronista, valdría la pena disipar las dudas para entender las burlas modernas.

La historia, en verdad, es sencilla. En la glorieta, hoy del ahuehuete, antes vivía una palma con un par de arbustos trazados a su alrededor que más de uno pisoteó en el afán de verla de cerca—claro, después de correr desenfrenadamente contra el tráfico de la glorieta que ignora toda ley de la razón—. La rotonda en sí, data de los tiempos de Maximiliano. Antes de la palma, incluso, había planes de colocarle una estatua de Miguel Hidalgo cuando, a la vuelta del siglo, Porfirio Díaz—ese bigotón tiránico—se preparaba para embellecer Reforma con motivos del centenario de la independencia. Pero la historia no se da solamente por voluntades individuales. Una revolución detuvo los planes de don Porfirio—dejando a medias, también, el que sería el Congreso y, hoy día, es el monumento a la Revolución—. En lugar de erigir más estatuas, se colocó una palma en los tiempos post revolucionarios que pasaría a vivir casi un siglo en recuerdos, a la par, de turistas y chilangos.

Era una palma majestuosa, en verdad. Si yo la recuerdo, en algún paseo de la infancia, era por su similitud a las palmeras de mi natal Cozumel, esas que, se lanzaban hacia el cielo en una pretensión ufana por tocarlo—hasta la naturaleza tiene sus torres de Babel—. Esa palma, la chilanga, se elevaba como rascacielos primitivo, observando pasar a generaciones de viajeros. Con los años, habrá visto cómo Reforma se plagó de acero y vidrios reflejantes; cómo pasó de ser un monumento de altura a un árbol solitario entre edificios corporativos.

Inevitable, como dicta la vida misma, el ahuehuete dio muestras de su fin hace un par de años y, en un afán por mantener el monumento natural, el gobierno capitalino buscó otro árbol para la glorieta. De ahí que la Palma, al fallecer, se hizo Ahuehuete—así, con mayúsculas; pasando de árbol a monumento—y que, poco después, fue adquiriendo burlas a su alrededor.

Supongo—solo puedo hacer eso cuando de tanta gente se trata—que el ahuehuete nos interesa por su obviedad tan celosa y el peso que tenía esa palma. Porque, en lugar de dejar el árbol a vista de todos, lo han cubierto de muros metálicos—esos que usan para protestas masivas y dejaron ahí, olvidados, hace ya varios meses—. Lo intuitivo, claro está, es que es un gesto de protección ante la escasa salud que el Ahuehuete ha mostrado en estos meses. Tanto así que, de no haber visto uno de su especie antes, no sería descabellado para el observador, pensar que los ahuehuetes son árboles raquíticos, que solo existen en sus ramas secas—el tronco, de nuevo, oculto a vistas de calle—. El pobre árbol sufre en su encierro; la capital hace lo posible por rescatarlo y darle un nuevo aliento.

De ahí los chistes de un árbol muerto; de una protección sobrehumana con muros de acero. De un pobre ahuehuete que quiere ser palma en escasos años cuando a la otra le tomó casi un siglo; cuando la otra se forjó cuando la contaminación llegaba a sus copas y había, muy probablemente, más coches que caballos en el país.

Y, sin embargo, entre esas risas, veo muestras de algo superior a nosotros mismos. Un mensaje poético en el intento de traer, de nuevo, un árbol a Reforma para que viva de los gases que emiten tantos coches y sufra con el estremecimiento de los suelos con tan escasos nutrientes. Veo, indudable, una señal de intento a pesar de lo esperado; de buscar lograr las cosas aún cuando el mundo las ve imposibles.

Por ello, a su vez, me parece poético que los muros tan crueles con que han cubierto el ahuehuete, se hayan transformado en el hogar de desaparecidos. Padres desamparados, en búsquedas donde todo va en su contra, cruzan reforma y colocan fotografías de sus hijos alrededor del ahuehuete. Si un árbol como ese, puede crecer a mediados de Reforma, también pueden volver los desaparecidos.

Si no queremos ver algo profundo en un árbol, podemos reírnos de la insistencia capitalina por colocarlo. Pero eso sería, en verdad, una pérdida considerable de nuestra humanidad. En ello—en todo lo que vemos—hay algo más profundo—más poético—que habla de un impulso dentro de México; una ley primordial.

Aunque algo no se dé, no implica que debemos dejar de hacerlo. Que debemos abandonar las cosas tras un error primerizo o dejar morir un ahuehuete que da señales de sufrimiento. Esa es la única ley—la del tesón—compartida por la gente a través de los tiempos. Una testarudez que nos lleva a intentar lo imposible hasta lograrlo y que habita, a la par, en ejemplos cotidianos de resiliencia como en los esfuerzos sobrehumanos de mejora. Ella vive tácita en ese que aplica, de nuevo, a un trabajo, aún si ya lo rechazaron diez veces y en gobiernos testarudos que buscan rescatar monumentos.

Esa pobre palma, de la que nos reímos, es también el espíritu testarudo del México mismo.

Hace unos días, caminando por la Reforma, me llegó una pregunta sencilla pérdida entre el bullicio de bujías desenfrenadas y las melodías bien orquestradas del paso peatonal: “¿Por qué pusieron un ahuehuete a la Glorieta de las Palmas?”. No era, entonces, para mí la cuestión; eran un par de transeúntes que caminaban en dirección contraria—al menos, eso capté entre el andar de tantos otros—. Lo fue, sin embargo, en otro momento, como lo ha sido para todos los que habitan la capital y se enfrentan a la glorieta metálica que sucede a las obras titánicas de la avenida principal. Una pregunta que, a su vez, me han hecho amigos al venir de visitas y que, yo mismo, al escuchar los anuncios del metrobus previo a que actualizaran su voz robótica, me cuestionaba el motivo de la incongruencia.

De prestar atención—y caminar lo suficiente—surgen un par de respuestas, también, entre el viento capitalino—ese que, en estos meses veraniegos, viene siempre cargado de anuncios pluviales—. En los andares, varían las respuestas de un “quién sabe, joven; pero ahí anda el pobre árbol hasta un “seguro que luego nos dirán que el palo ese costó una millonada”. Pero siempre, hay que reconocerlo, aparece con un grado de humor compartido—ingenio nuestro, mexicano, por burlarnos de la desgracia plena—. Se ha vuelto costumbre capitalina hacer chistes del ahuehuete tan febril que habita hoy día en una de las glorietas de Reforma; que compite—aún si fuera imposible—con el Ángel a sus espaldas y la Diana un poco más atrás.

Si se me permite pecar, aunque sea un segundo, de preciso en lugar de cronista, valdría la pena disipar las dudas para entender las burlas modernas.

La historia, en verdad, es sencilla. En la glorieta, hoy del ahuehuete, antes vivía una palma con un par de arbustos trazados a su alrededor que más de uno pisoteó en el afán de verla de cerca—claro, después de correr desenfrenadamente contra el tráfico de la glorieta que ignora toda ley de la razón—. La rotonda en sí, data de los tiempos de Maximiliano. Antes de la palma, incluso, había planes de colocarle una estatua de Miguel Hidalgo cuando, a la vuelta del siglo, Porfirio Díaz—ese bigotón tiránico—se preparaba para embellecer Reforma con motivos del centenario de la independencia. Pero la historia no se da solamente por voluntades individuales. Una revolución detuvo los planes de don Porfirio—dejando a medias, también, el que sería el Congreso y, hoy día, es el monumento a la Revolución—. En lugar de erigir más estatuas, se colocó una palma en los tiempos post revolucionarios que pasaría a vivir casi un siglo en recuerdos, a la par, de turistas y chilangos.

Era una palma majestuosa, en verdad. Si yo la recuerdo, en algún paseo de la infancia, era por su similitud a las palmeras de mi natal Cozumel, esas que, se lanzaban hacia el cielo en una pretensión ufana por tocarlo—hasta la naturaleza tiene sus torres de Babel—. Esa palma, la chilanga, se elevaba como rascacielos primitivo, observando pasar a generaciones de viajeros. Con los años, habrá visto cómo Reforma se plagó de acero y vidrios reflejantes; cómo pasó de ser un monumento de altura a un árbol solitario entre edificios corporativos.

Inevitable, como dicta la vida misma, el ahuehuete dio muestras de su fin hace un par de años y, en un afán por mantener el monumento natural, el gobierno capitalino buscó otro árbol para la glorieta. De ahí que la Palma, al fallecer, se hizo Ahuehuete—así, con mayúsculas; pasando de árbol a monumento—y que, poco después, fue adquiriendo burlas a su alrededor.

Supongo—solo puedo hacer eso cuando de tanta gente se trata—que el ahuehuete nos interesa por su obviedad tan celosa y el peso que tenía esa palma. Porque, en lugar de dejar el árbol a vista de todos, lo han cubierto de muros metálicos—esos que usan para protestas masivas y dejaron ahí, olvidados, hace ya varios meses—. Lo intuitivo, claro está, es que es un gesto de protección ante la escasa salud que el Ahuehuete ha mostrado en estos meses. Tanto así que, de no haber visto uno de su especie antes, no sería descabellado para el observador, pensar que los ahuehuetes son árboles raquíticos, que solo existen en sus ramas secas—el tronco, de nuevo, oculto a vistas de calle—. El pobre árbol sufre en su encierro; la capital hace lo posible por rescatarlo y darle un nuevo aliento.

De ahí los chistes de un árbol muerto; de una protección sobrehumana con muros de acero. De un pobre ahuehuete que quiere ser palma en escasos años cuando a la otra le tomó casi un siglo; cuando la otra se forjó cuando la contaminación llegaba a sus copas y había, muy probablemente, más coches que caballos en el país.

Y, sin embargo, entre esas risas, veo muestras de algo superior a nosotros mismos. Un mensaje poético en el intento de traer, de nuevo, un árbol a Reforma para que viva de los gases que emiten tantos coches y sufra con el estremecimiento de los suelos con tan escasos nutrientes. Veo, indudable, una señal de intento a pesar de lo esperado; de buscar lograr las cosas aún cuando el mundo las ve imposibles.

Por ello, a su vez, me parece poético que los muros tan crueles con que han cubierto el ahuehuete, se hayan transformado en el hogar de desaparecidos. Padres desamparados, en búsquedas donde todo va en su contra, cruzan reforma y colocan fotografías de sus hijos alrededor del ahuehuete. Si un árbol como ese, puede crecer a mediados de Reforma, también pueden volver los desaparecidos.

Si no queremos ver algo profundo en un árbol, podemos reírnos de la insistencia capitalina por colocarlo. Pero eso sería, en verdad, una pérdida considerable de nuestra humanidad. En ello—en todo lo que vemos—hay algo más profundo—más poético—que habla de un impulso dentro de México; una ley primordial.

Aunque algo no se dé, no implica que debemos dejar de hacerlo. Que debemos abandonar las cosas tras un error primerizo o dejar morir un ahuehuete que da señales de sufrimiento. Esa es la única ley—la del tesón—compartida por la gente a través de los tiempos. Una testarudez que nos lleva a intentar lo imposible hasta lograrlo y que habita, a la par, en ejemplos cotidianos de resiliencia como en los esfuerzos sobrehumanos de mejora. Ella vive tácita en ese que aplica, de nuevo, a un trabajo, aún si ya lo rechazaron diez veces y en gobiernos testarudos que buscan rescatar monumentos.

Esa pobre palma, de la que nos reímos, es también el espíritu testarudo del México mismo.

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