Para la designación de los puestos y de los cargos públicos no se debe de tener en cuenta en los aspirantes sino la capacidad para desempeñarlos. La calidad de varón o de mujer es aquí secundaria. Son los méritos propios, la experiencia, la inteligencia y la sensibilidad los que cuentan. Desde luego hay una diferencia radical entre el varón y la mujer pero no es de fondo, aunque en el caso lo es de circunstancia.
Es decir, que hay ocasiones en que basándose en el principio de igualdad se deben de elegir a los aspirantes que mejor correspondan a tal igualdad, pero sin mengua de los atributos señalados. Suponer siquiera que la Presidencia tiene sexo y que “ha llegado la hora de que nos gobierne una mujer”, es quebrantar quiérase que no la columna vertebral de la democracia; y es anticipar la hora de una elección que ha de estar señalada por la cautela y por la prudencia, abriéndole paso a un supuesto que nada tiene que ver con la responsabilidad política porque el pueblo va a elegir a una persona, a un individuo, que al margen de su condición sexual cristalice la esperanza de que gobierne el mejor. Lo contrario tiene el sello de la discriminación, ya que en el caso no se le cede galantemente el sitio a una mujer sólo por serlo.
Ahora bien, hay quienes piensan que el atributo de ser mujer garantiza la honradez y la honestidad en el desempeño de un cargo público de elección popular, suponiendo que el hecho de ser mujer va de la mano de una escrupulosidad moral y ética propia de tal atributo; sobre todo teniendo en cuenta que la violencia y el crimen son la mayor lacra de un sistema político que se quiere cambiar de raíz. Pero la rigurosa verdad es que en la ola de violencia que azota a nuestro país se han visto involucrados tanto hombres como mujeres. Oswald Spengler define en Cultura Femenina los atributos esenciales de la personalidad femenina, y en ninguno de ellos se hace alusión a algo específico que la distinga para enfrentar la deshonestidad; siendo la clara consecuencia de esto que los valores morales y éticos lo mismo que su aplicación corresponden por igual tanto al hombre como a la mujer. La Presidencia no tiene sexo. Es así como la inteligencia del aspirante y candidato, la experiencia política, la preparación para ocupar un cargo público son lo que ha de contar, repito, en el voto que hemos de emitir. El ser humano, individuo o persona, insisto, debe ser consciente de su ubicación en la sociedad que es el eje de su desarrollo humano, de su destino colectivo. Un político auténtico ha de dar pruebas constantes, al margen de toda ambición personal, de que es sólo una pieza dentro de un engranaje que no funciona si le falta solidaridad; o sea, su interés por los grupos o equipos no es siquiera concebible si desconoce el elemento común que se llama humanismo y que yo defino como verse reflejado en todos los demás y que Ortega y Gasset llama amor, sin el menor miedo a las palabras. Es que hay un “amor social”, un compromiso de consciencia que le hizo exclamar “¡Somos un todo!” a Robespierre político. Robespierre, apodado “el incorruptible” porque en su ánimo y en su actuar no había espacio para las flaquezas morales que son en rigor una desviación espiritual.
En suma, emitamos nuestro voto por quien ha dado prueba cabal de incluir y no de excluir, ya que la sociedad es una sola en su vasta diversidad. Somos parte de un todo, no hay que olvidarlo. Por cierto, de ello hay ejemplos notables en la historia nacional y mundial. En horas aciagas, cuando parecía desmoronarse la unidad, Juárez recurrió al Derecho y a la ley para defender la soberanía nacional, que no las soberanías. Y nos legó una idea superior, la cohesión política, expresada en nuestro sistema constitucional. Que nuestro voto sea, pues, por la unidad política mexicana, fuente de la auténtica democracia.
MAESTRO EMÉRITO DE LA UNAM
PREMIO UNIVERSIDAD NACIONAL
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