Debió haber sido en 2002 cuando empecé a cultivar amistad con el autor del libro al que aquí me voy a referir. Fue en una de las sesiones trimestrales de la junta de gobierno del Instituto Mexicano de la Propiedad Industrial (IMPI), que me tocaba presidir como subsecretario de Economía. Formaba parte de dicha junta el director del Instituto Nacional de los Derechos de Autor (Indautor), quien eventualmente intervenía en las deliberaciones. Noté que lo hacía con propiedad y demostrando experiencia y amplios conocimientos jurídicos.
En alguna ocasión, al tratar un asunto particularmente complicado y tratando yo de ser descriptivo, utilicé un dicho beisbolero: “Está en tres y dos el bateador ¿y le ordenan jugada de squeeze play?” Observé que el efecto fue contrario al que yo esperaba, pues salvo uno de los presentes, a quien se le iluminó el rostro y esbozó una sonrisa, nadie más entendió. Me disculpé.
Cuando concluyó la reunión fui a mi oficina y a los pocos minutos la secretaria particular me informó por el intercomunicador: “Está aquí el director del Indautor y pregunta si le puede conceder una breve entrevista”. Naturalmente le dije que sí y de inmediato apareció el licenciado Adolfo Eduardo Montoya y Jarquín.
Luego de saludarnos de mano y antes de explicar el motivo de su visita, el licenciado Montoya empezó a observar de cerca la decoración beisbolera de la oficina: gorras, pelotas y otros objetos similares, incluida la camisola del campeón de bateo en la temporada anterior de la liga japonesa en que juega el equipo de las “Golondrinas”, obsequio de los amigos de Yakult, quienes con toda formalidad me aclararon que la prenda había sido debidamente lavada y desinfectada. Todo lo miró con detenimiento y gusto quien desde ese día es mi dilecto amigo.
Iniciamos la conversación con lo que acababa de suceder en la junta del IMPI. Y luego siguió una larga charla beisbolera. Al despedirse, el licenciado Montoya y yo acordamos reunirnos pronto para ir a ver algún juego de beisbol. Desde entonces ha sido infinito el número de los que hemos ido a presenciar, tanto en plazas del país como de EU. Así como incontables las reuniones, desayunos y comidas a las que hemos asistido de la Peña Beisbolera del (ex) DF y aun ido a jugar el deporte rey. A partir de aquel día, sus amigos son mis amigos y nuestras familias se ven como una sola.
Pues bien, lo anterior viene al caso con motivo de que el licenciado Montoya acaba de terminar la redacción de sus memorias y me ha solicitado que escriba el prólogo, lo cual desde luego he aceptado, pues considero su petición un honor para mi.
El pasado fin de semana leí las 318 cuartillas que comprende el borrador de su autobiografía. El texto se deja leer por su prosa de buena factura y la amenidad del relato. El licenciado Montoya mantiene el interés del lector por lo interesante que han sido las diversas facetas de su vida: como abogado litigante, como académico y como funcionario público. Y ni qué decir de los capítulos en que da cuenta de su trato con varios presidentes de la República y con su padrino de bautizo, nada menos que el ídolo popular Pedro Infante.
En el libro tres veces se refiere a mí, lo cual agradezco, y en 26 ocasiones –como era de esperarse- a cosas del beisbol.