/ jueves 19 de septiembre de 2024

Las dimensiones del golpe económico del “Plan C” y posibles caminos de mitigación

De acuerdo con el posicionamiento publicado por el Instituto Mexicano de Ejecutivos de Finanzas (IMEF) en la recta final de la aprobación de la reforma constitucional al Poder Judicial, tal y como está planteada, México tendría que enfrentarse a un escenario económico, financiero y de negocios adverso. Ya estamos en ello. Inevitablemente, si bien aún es posible mitigar las consecuencias, siempre que quede una reserva de responsabilidad.

Ya lo habían anticipado organismos de representación empresarial, de México y el exterior, o instituciones financieras globales: quedará abollada la certidumbre jurídica para la inversión y los negocios. Peor aún si ahora se sigue con la desaparición de organismos de regulación autónomos, para dejar aún más comprometido al TMEC.

Incluso, dependiendo también del presupuesto público para 2025 y su tratamiento del déficit, que asciende a 6% del PIB –de si genera o no confianza–, el riesgo de degradación en la calificación de la deuda soberana.

Y con la inversión en caída, la desaceleración económica que ya vive México puede acentuarse y tornarse en recesión. Wall Street Journal ha publicado que hay proyectos de inversión por 35 mil millones de dólares en pausa. Las oportunidades de crecimiento por la relocalización de cadenas productivas pueden perderse definitivamente y prefigurar un estancamiento económico de largo plazo.

Pese a todo, el golpe a la democracia y al Estado de derecho está dado, apuntando a una preocupante regresión política. Y en lo económico, para mitigar la afectación, quedaría lo que pueda hacerse en la legislación secundaria, aunque parece difícil corregir en las ramas lo que viene torcido desde la raíz.

Será muy complicado encontrar una forma de que, con esta reforma, haya garantías de imparcialidad e independencia con un proceso de nombramientos adecuado de juzgadores, libre de presiones externas y donde los mejores perfiles profesionales prevalezcan. Debe intentarse.

Buscar normar, en ese sentido, la elegibilidad y la elección de jueces, magistrados o ministros. Encontrar la forma de salvar al sistema de carrera en el Poder Judicial. Lo que pueda hacerse para ello en leyes ordinarias, y en adelante, desde la sociedad, impulsar una verdadera mejora en todas las instituciones del sistema de justicia. Esto implicaría considerar nuevas reformas, incluso constitucionales, así como iniciativas administrativas, sobre fiscalías, ministerios públicos, policías y el sistema penitenciario.

La ventana de oportunidad ha estado abierta por mucho tiempo y sigue ahí.

En lo que atañe a empresas e inversiones, como ha sugerido el IMEF, hay que buscar dar certeza de que se contará, efectivamente, con un mecanismo judicial para ampararse frente a actos de autoridad o para litigar controversias, concesiones denegadas o permisos rechazados que vulneren derechos. Asimismo, la posibilidad de dirimir disputas comerciales en tribunales expertos, como en materia energética, minera, de telecomunicaciones y otros. Y que los fallos sean respetados.

Es un reto para los legisladores y el Gobierno Federal que arranca el 1 de octubre. Depende, en gran medida, de que esta vez sí haya apertura al diálogo y para consultar con especialistas y los afectados, por ahora, evidentemente, muy preocupados: empresas y sus cámaras y asociaciones, inversionistas, sector financiero, socios del TMEC y otros acuerdos comerciales. Además de con juristas y académicos.

En esencia, el desafío, partiendo de las condiciones ya dadas de esta reforma tan disruptiva y desencaminada, encontrar un camino para asegurar bases, lo elemental, de un sistema de justicia capaz de resolver conflictos con predictibilidad en derechos y procedimientos, y que garantice protección frente al Estado, o más concretamente, contra la arbitrariedad y la discrecionalidad.

Difícil, pero posible, para reducir el impacto.

Por lo pronto, un análisis de Moody’s Ratings de la semana pasada confirma el riesgo que estas reformas implican, al combinarse con el deterioro que el actual Gobierno deja en las finanzas públicas: “Las implicaciones crediticias del cambio al Poder Judicial podrían ser significativas para la calidad crediticia soberana de México”.

La prueba de fuego, por decirlo de algún modo, se dará en el último trimestre del año, cuando haya más claridad del plan económico del nuevo Gobierno Federal, incluyendo, destacadamente, el presupuesto para 2025. Y se dará junto con la enorme incertidumbre por las elecciones presidenciales en Estados Unidos.

Entre las tres grandes agencias de calificación, sólo Fitch ubica a México con riesgo de perder el grado de inversión, en BBB- desde 2020, con perspectiva estable. Standard & Poor’s la sitúa en BBB desde 2022, también estable, y Moody’s, desde 2022, en Baa2, en ambos casos dos escalones arriba.

El análisis de Moody’s también se resalta el escenario de una áspera relación con los socios del TMEC de cara a la revisión programada para 2026, “lo que mermaría aún más la confianza de los inversionistas y la estabilidad económica”.

La probable eliminación de órganos reguladores independientes haría que el sector de infraestructura, que de otro modo estaría bien posicionado para la inversión privada, pierda atractivo. La incertidumbre legal afectaría precisamente más en áreas que dependen de concesiones gubernamentales y grandes inversiones. A mayor riesgo, y más elevados los costos del análisis legal y diligencia debida, más alta será la rentabilidad que buscarán los inversionistas.

Dimensionando. De acuerdo con estimaciones de la organización México Evalúa, en caso de que México perdiese su grado de inversión, el costo financiero anual podría aumentar entre 14 mil y cerca de 74 mil millones de pesos, dependiendo de si una o las tres grandes agencias calificadoras degradan. Es hora de que haya responsabilidad. Urgente.

De acuerdo con el posicionamiento publicado por el Instituto Mexicano de Ejecutivos de Finanzas (IMEF) en la recta final de la aprobación de la reforma constitucional al Poder Judicial, tal y como está planteada, México tendría que enfrentarse a un escenario económico, financiero y de negocios adverso. Ya estamos en ello. Inevitablemente, si bien aún es posible mitigar las consecuencias, siempre que quede una reserva de responsabilidad.

Ya lo habían anticipado organismos de representación empresarial, de México y el exterior, o instituciones financieras globales: quedará abollada la certidumbre jurídica para la inversión y los negocios. Peor aún si ahora se sigue con la desaparición de organismos de regulación autónomos, para dejar aún más comprometido al TMEC.

Incluso, dependiendo también del presupuesto público para 2025 y su tratamiento del déficit, que asciende a 6% del PIB –de si genera o no confianza–, el riesgo de degradación en la calificación de la deuda soberana.

Y con la inversión en caída, la desaceleración económica que ya vive México puede acentuarse y tornarse en recesión. Wall Street Journal ha publicado que hay proyectos de inversión por 35 mil millones de dólares en pausa. Las oportunidades de crecimiento por la relocalización de cadenas productivas pueden perderse definitivamente y prefigurar un estancamiento económico de largo plazo.

Pese a todo, el golpe a la democracia y al Estado de derecho está dado, apuntando a una preocupante regresión política. Y en lo económico, para mitigar la afectación, quedaría lo que pueda hacerse en la legislación secundaria, aunque parece difícil corregir en las ramas lo que viene torcido desde la raíz.

Será muy complicado encontrar una forma de que, con esta reforma, haya garantías de imparcialidad e independencia con un proceso de nombramientos adecuado de juzgadores, libre de presiones externas y donde los mejores perfiles profesionales prevalezcan. Debe intentarse.

Buscar normar, en ese sentido, la elegibilidad y la elección de jueces, magistrados o ministros. Encontrar la forma de salvar al sistema de carrera en el Poder Judicial. Lo que pueda hacerse para ello en leyes ordinarias, y en adelante, desde la sociedad, impulsar una verdadera mejora en todas las instituciones del sistema de justicia. Esto implicaría considerar nuevas reformas, incluso constitucionales, así como iniciativas administrativas, sobre fiscalías, ministerios públicos, policías y el sistema penitenciario.

La ventana de oportunidad ha estado abierta por mucho tiempo y sigue ahí.

En lo que atañe a empresas e inversiones, como ha sugerido el IMEF, hay que buscar dar certeza de que se contará, efectivamente, con un mecanismo judicial para ampararse frente a actos de autoridad o para litigar controversias, concesiones denegadas o permisos rechazados que vulneren derechos. Asimismo, la posibilidad de dirimir disputas comerciales en tribunales expertos, como en materia energética, minera, de telecomunicaciones y otros. Y que los fallos sean respetados.

Es un reto para los legisladores y el Gobierno Federal que arranca el 1 de octubre. Depende, en gran medida, de que esta vez sí haya apertura al diálogo y para consultar con especialistas y los afectados, por ahora, evidentemente, muy preocupados: empresas y sus cámaras y asociaciones, inversionistas, sector financiero, socios del TMEC y otros acuerdos comerciales. Además de con juristas y académicos.

En esencia, el desafío, partiendo de las condiciones ya dadas de esta reforma tan disruptiva y desencaminada, encontrar un camino para asegurar bases, lo elemental, de un sistema de justicia capaz de resolver conflictos con predictibilidad en derechos y procedimientos, y que garantice protección frente al Estado, o más concretamente, contra la arbitrariedad y la discrecionalidad.

Difícil, pero posible, para reducir el impacto.

Por lo pronto, un análisis de Moody’s Ratings de la semana pasada confirma el riesgo que estas reformas implican, al combinarse con el deterioro que el actual Gobierno deja en las finanzas públicas: “Las implicaciones crediticias del cambio al Poder Judicial podrían ser significativas para la calidad crediticia soberana de México”.

La prueba de fuego, por decirlo de algún modo, se dará en el último trimestre del año, cuando haya más claridad del plan económico del nuevo Gobierno Federal, incluyendo, destacadamente, el presupuesto para 2025. Y se dará junto con la enorme incertidumbre por las elecciones presidenciales en Estados Unidos.

Entre las tres grandes agencias de calificación, sólo Fitch ubica a México con riesgo de perder el grado de inversión, en BBB- desde 2020, con perspectiva estable. Standard & Poor’s la sitúa en BBB desde 2022, también estable, y Moody’s, desde 2022, en Baa2, en ambos casos dos escalones arriba.

El análisis de Moody’s también se resalta el escenario de una áspera relación con los socios del TMEC de cara a la revisión programada para 2026, “lo que mermaría aún más la confianza de los inversionistas y la estabilidad económica”.

La probable eliminación de órganos reguladores independientes haría que el sector de infraestructura, que de otro modo estaría bien posicionado para la inversión privada, pierda atractivo. La incertidumbre legal afectaría precisamente más en áreas que dependen de concesiones gubernamentales y grandes inversiones. A mayor riesgo, y más elevados los costos del análisis legal y diligencia debida, más alta será la rentabilidad que buscarán los inversionistas.

Dimensionando. De acuerdo con estimaciones de la organización México Evalúa, en caso de que México perdiese su grado de inversión, el costo financiero anual podría aumentar entre 14 mil y cerca de 74 mil millones de pesos, dependiendo de si una o las tres grandes agencias calificadoras degradan. Es hora de que haya responsabilidad. Urgente.