Un tema fundamental en el sistema internacional es la provisión de ayuda a la población en situación de vulnerabilidad, ante emergencias o desastres. En el año 2020, según cálculos de la Organización de las Naciones Unidas, 235 millones de personas necesitaban asistencia humanitaria. El año pasado se destinaron a este fin 30.9 mil millones de dólares, de los cuales, el 78 por ciento eran de origen público y el 22 por ciento, privado. Los cinco receptores primordiales fueron Siria, Yemen, Líbano, Sudán del Sur y República Democrática del Congo, y los principales donantes, Estados Unidos, Alemania, instituciones de la Unión Europea, Reino Unido y Suecia.
Además de que los recursos nunca serán suficientes para atender las crisis, hay dos tipos de críticas hacia las prácticas de ayuda humanitaria internacional. Por una parte, se afirma que alimenta los problemas que busca resolver. En África, por ejemplo, se dice que ha aumentado la dependencia hacia recursos internacionales, se han debilitado los mercados locales y disminuido el espíritu empresarial.
También se ha mencionado la politización de la ayuda para promover metas de política exterior en Albania, Montenegro o Serbia, con lo que se violan los principios de universalidad, imparcialidad, neutralidad e independencia. En el caso de Afganistán, se asegura que el maná de la ayuda internacional ha minado los muy débiles cimientos del país y fomentado la corrupción.
Por otra parte, se ha cuestionado la implementación, ya sea porque la ayuda no llega a quienes la necesitan, porque se hace mal uso de los fondos o por la lentitud en el proceso de gestión. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos ha llevado a cabo encuestas para conocer la opinión de personas en situación de vulnerabilidad en varios países. Los resultados muestran que la percepción de la mayoría es que la ayuda no atiende sus necesidades prioritarias.
Una revisión reciente del desempeño de los recursos de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés) encontró que casi la mitad de sus proyectos no lograron los resultados esperados, a pesar de que los operadores recibieron su pago completo. En consecuencia, se dice que es necesario replantear sus mecanismos de contratación, apoyarse más en organizaciones de las localidades donde opera y pagar con base en el producto final.
Cerca de nuestras latitudes, Haití es un país en situación de vulnerabilidad constante. En los últimos años ha experimentado terremotos, inundaciones y huracanes, además del desplazamiento forzado de parte de la población debido a la violencia. Al finalizar el 2020, se estimaba que había 4.4 millones de personas haitianas en condiciones de emergencia alimentaria (casi la mitad de la población), y que 1.5 millones habían sido desplazadas por la violencia. El sismo del pasado 14 de agosto agravó la situación, con más de 2,200 personas fallecidas, 12,000 heridas, 53,000 casas destruidas y más de 77,000 viviendas dañadas.
Se calcula que, a partir del devastador terremoto de 2010, Haití ha recibido unos 13 mil millones de dólares de ayuda internacional, que en ese año representaron el 25 por ciento del valor de su economía. Analistas consideran que esta asistencia ha desvirtuado los incentivos para llevar a cabo reformas institucionales necesarias e incidir en la corrupción.
Jake Johnston, especialista en temas de Haití, ha señalado que la mayor parte de los recursos no llegan a la población, no se gastan adecuadamente o no contemplan la fase de reconstrucción. En esta ocasión, además de los daños físicos que complican los traslados, también está la preocupación por los riesgos de seguridad para transportar la ayuda a las zonas más alejadas por la actividad de las bandas criminales.
Se ha revisado el desempeño de la ayuda internacional y se generaron propuestas para mejorarla. En la Cumbre Mundial Humanitaria de 2016 se planteó el paraguas de un “gran pacto” entre donadores y agencias de ayuda, para aumentar su eficiencia y efectividad. Entre las estrategias que se sugirieron están una mayor participación de las organizaciones locales, flexibilidad en la dispersión y temporalidad de los fondos, más transparencia, acercamiento con los primeros respondientes, menos burocracia y un mayor uso de recursos en efectivo.
Una vía que parece lógica, pero todavía difícil de operar, es la donación directa, de persona a persona, que elimina el uso de intermediarios y el espacio para la corrupción, además de que asegura la entrega de los recursos a quien más lo necesita. Según el Banco Mundial, esta opción aumentará considerablemente en los próximos años.
De hecho, se puede convertir en la fórmula que impida la generación de efectos no anticipados de la ayuda humanitaria.
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