Hace unos días, durante la discusión del presupuesto de egresos, una diputada subió a tribuna con su bebé recién nacido. Se armó un alboroto y hubo quien la llamó mala madre por no poner por delante el interés superior de la niñez; “debió haberlo dejado al cuidado de alguna compañera” dijo otra diputada.
¿Cuántas “malas madres” conocemos que han tenido que hacer lo mismo, llevar a sus hijas o hijos a su trabajo? Si bien les va, tienen redes de apoyo: abuelos, hermanas, una persona contratada para el cuidado. Así como con la diputada, las mujeres además cargamos con la incomprensión y muchas veces también la culpa de no hacer lo sufiente para que nuestras familias estén bien cuidadas a causa de nuestro trabajo, nos sentimos malas madres.
Pero entonces cómo se resuelve el dilema del cuidado, no sólo de los hijos/as, sino de todas las personas que requieren algún tipo de cuidado: enfermas, con alguna discapacidad, adultas mayores, etc., en una época donde hay cada vez más mujeres trabajando y en los espacios públicos y se tiene que desmontar la idea de que las responsabilidades de cuidado deben recaer exclusivamente en las mujeres.
Hace unos días una compañera indígena decía sabiamente “no se trata de que las mujeres nos desapeguemos de las familias, sino de cómo se involucra la sociedad en el cuidado que requerimos todas las personas, debe ser una tarea colectiva” y esto se debe hacer a través de las leyes de las políticas públicas.
Las diputadas, como muchas mujeres, deben hacer arreglos para viajar al Congreso desde el distrito que representan; dejar acomodada su vida de martes a jueves, cuando generalmente se realizan las sesiones; si las sesiones se alargan o se extienden los días de sesión, como sucede siempre que se discute el presupuesto, los arreglos de cuidado que hicieron se desmoronan; ellas tienen que resolver a distancia y salir corriendo a la primera oportunidad. Nada de esto pasa con los diputados hombres. Esta situación genera condiciones inequitativas entre mujeres y hombres en el acceso a la toma de decisiones públicas, como sucede con las demás madres trabajadoras, que no cuentan con su tiempo y en muchos casos tienen que buscar empleos informales por flexibles para hacerse cargo de esas tareas.
Es inconcebible que, en la legislatura de la paridad, en la que más mujeres diputadas hay, en el Congreso en el que se hacen leyes y se destinan presupuestos, haya quienes consideren que son malas madres las que no están 100% dedicadas al cuidado de sus hijos, en lugar de resolver para sí y para todas las demás mujeres, esta realidad.
En el Congreso no hay licencias de maternidad ni de paternidad, e insisto en la paternidad, pues los legisladores también deben hacerse cargo del cuidado de hijos e hijas pequeños. En las instalaciones de San Lázaro no hay salas de lactancia, como no las hay en la gran mayoría de las empresas, ni tampoco ludotecas o espacios adecuados por si hay que llevar a los hijos. Legisladores no cuentan con guarderías o estancias infantiles, claro que podrían pagarlas, pero muchas de las trabajadoras apenas ganan para sobrevivir. En cuanto a los horarios, hay sesiones inacabables, sin horarios de comida, que se extienden hasta la madrugada y las principalmente afectadas son las diputadas; horarios homologados haría que todos puedan atender asuntos de cuidados. Ni se diga, que fue en esta legislatura en la que se acabó con el programa de estancias infantiles y el de escuelas de tiempo completo. Esto, tan solo en el tema del cuidado de la niñez, imaginen las otras personas que requieren cuidados, y cómo se debe resolver desde las leyes y los presupuestos públicos.
De entrada, es urgente que finalmente el Senado apruebe la reforma constitucional que reconoce el derecho de todas las personas al cuidado y después legislar sobre el sistema de cuidados. Eso sería un cambio estructural para construir la igualdad sustantiva. Nos las siguen debiendo.