L a cuarentena nos ha quitado muchas cosas, pero no todo ha sido malo: hemos recuperado el tiempo. El tiempo, como ocio, pero también como eso que tanto nos falta para hacer las cosas que queremos. Tenía rato que miraba casi de soslayo mis playeras de futbol arrumbadas en el closet. Tengo muchas, aunque no tantas como quisiera y como los que se dedican a coleccionarlas y acumulan más de cien. Yo no paso de las 30, pero cada una tiene su historia.
Parece mentira, pero lo que sentimos los aficionados cuando nos ponemos la playera de nuestro equipo favorito es difícil de explicar. Como si esa fuera la única manera posible de salir a la calle y dejar clara nuestra posición ante el mundo. Soy de tal o cual equipo. Admiro a este u otro jugador. La experiencia de romper esa frontera que existe entre la cancha y la calle.
Una vez, hace algunos años, horas después de que el Barcelona quedó eliminado de la Champions League tras caer contra el Chelsea, un amigo me dijo que me quitará la playera, que mi equipo había perdido, que si no me daba pena llevarla.
Yo le respondí que no, que al contrario, que la playera siempre se porta con orgullo, más allá del resultado. Supongo que ahí, en ese sentimiento de identificación, está el secreto de todo.
Hay otras historias increíbles que tienen que ver con playeras futboleras, pero pocas veces escuché una tan sorprendente como la que le ocurrió al amigo de un amigo. Una tarde cualquiera, iba en el camión con la playera de su América, cuando de pronto se subieron dos asaltantes. A los gritos pidieron celulares y carteras. Cuando llegaron con él le perdonaron la “cuota”, y se fueron tras soltar una frase contundente: Arriba el América, carnal. La realidad superó a la ficción.
No recuerdo bien cuál fue la primera playera de futbol que tuve, aunque sí sé que hay fotos de cuando tenía cinco años, ya entonces posaba con los colores rojiblancos del Necaxa, en cuclillas, con el balón al frente, en pose de futbolista. Lo que sí recuerdo es que la primera camiseta del Barcelona que tuve me la trajeron los Reyes Magos, fue la de la temporada 2002.
Aún la conservo, aunque eso sí, en sus colores azulgranas un tanto deslavados descansa el paso del tiempo. Después, cuando comencé a trabajar y las pude pagar, me prometí que cada año me compraría la de la temporada en curso. Casi en todas he cumplido. En otras mi novia me las ha regalado, como la de Iniesta, de la temporada 2012, cuando el Barcelona de Guardiola ganaba cuanto campeonato jugaba.
Les decía que por fin encontré el momento para ordenarlas. Hubo un tiempo en el que colgué las más representativas en la pared, entonces mi cuarto parecía una extensión del museo del Camp Nou.
Debo confesar, sin embargo, que entre el mar de colores azul y rojo conservó una camiseta del Real Madrid con el número 3 de Roberto Carlos. ¿Pero cómo un hincha del Barcelona tiene una playera del odiado rival?, se preguntarán. La camiseta era de mi abuelo José Luis, el hombre que me enseñó que la rivalidad también tiene sus dosis de amor.