/ martes 6 de septiembre de 2022

Mismo ejército

Al ejército al que hoy se pretende darle facultades legales para quedarse a cargo de la seguridad pública mediante una reforma inconstitucional, es el mismo ejército que ha estado involucrado en las masacres en Guerrero en el 60, en Tlatelolco en el 68 y el halconazo del 71, en Tlatlaya y Ayotzinapa en 2014; el mismo ejército sentenciado por la Corte Interamericana en 2002 por abuso sexual de las mujeres indígenas Valentina Rosendo e Inés Fernández, por la desaparición forzada de Rosendo Radilla en 1974, y de Teodoro Cabrera García y Rodolfo Montiel Flores en 1999; el responsable del asesinato en 2010 de Jorge y Javier estudiantes del Tecnológico en Monterrey, así como del estudiante de la Universidad de Guanajuato, Ángel Yael, en abril de este año; por la balacera a un auto en la carretera de Nuevo Laredo en la que murió Alejandro Gabriel de 15 años y su padre en el 2010, el de Heidi Mariana de 5 años hace unos días; por enumerar solo algunos de los casos más sonados.

El presidente ha justificado la creciente intervención militar por su disciplina, eficacia y honestidad, declaración que no tiene sustento cuando vemos los escándalos de corrupción que involucró en 2012 a los generales del Ejército, Tomás Ángeles Dauahare y Roberto Dawe, y recientemente al ex secretario de la Defensa Nacional, General Cienfuegos señalado en EEUU por delitos de lavado de dinero y vínculos con el narcotráfico; y de donde salieron los mandos para el cártel más sangriento, el de los Zetas.

La incorruptibilidad de las fuerzas armadas es un mito construido desde la presidencia del general Venustiano Carranza, donde paradójicamente nació el verbo “carrancear” como sinónimo de corrupción, pero que se resume en la frase de Álvaro Obregón: “No hay general que resista un cañonazo de 50 mil pesos”.

Su “eficiencia” contrasta con la recurrente violación a los Derechos Humanos. La CNDH da cuenta que, tan solo de enero de 2019 a junio del 2021, hay 1654 quejas contra el ejército y la guardia nacional. Los datos en materia de seguridad no corresponden con la narración oficial, pues la violencia se ha exacerbado desde 2007 que había una tasa de 8 homicidios por cada 100 mil habitantes a 29 por cada 100 mil, en 2021. Por otro lado, el índice de letalidad de las actuaciones del Ejercito, según el último dato disponible, de 2020, por cada militar caído mueren 39.5 civiles, es decir, el ejercito abate a más civiles por cada soldado que pierde la vida.

La intención de las fuerzas armadas por recuperar poder político y presencia pública viene desde finales del sexenio de Carlos Salinas y el inicio de Zedillo. De acuerdo con Oscar Manuel Rosado “la crisis política, económica y social de los noventa, marcó el fin de las bases de la conducta de las milicias en la política nacional... y empezaron a mostrar descontento por el escaso reconocimiento para salvaguardar al sistema político y el funcionamiento del Estado”.

Desde entonces, como sostiene Jorge Javier Romero “los sucesivos gobiernos han impulsado cambios institucionales para modificar su estatus legal, para regularizar su presencia en tareas prohibidas por la Constitución y el peso de la política de seguridad pública ha recaído en la milicia.”

Con Calderón, el ejercito salió a “combatir el narcotráfico”, con Peña Nieto promovieron la Ley de Seguridad Nacional que fue declarada inconstitucional por la SCJN, y con López Obrador cabildearon una reforma constitucional para una Guardia Nacional militarizada, que quedó acotada por el Congreso para estar subordinada a mandos civiles y con un tiempo de 5 años para su regreso a los cuarteles, después vino el decretazo de López Obrador para saltarse lo que dice la constitución y ahora una reforma legal que es inconstitucional y que ya ha sido aprobada por los diputados de Morena y será discutida esta semana en el Senado. Ojalá ahí se le ponga un alto al proyecto de las fuerzas armadas por hacerse de poder y recursos públicos que, de aprobarse, alcanzaría 435 millones diarios, 158 mil millones a su disposición.

Al ejército al que hoy se pretende darle facultades legales para quedarse a cargo de la seguridad pública mediante una reforma inconstitucional, es el mismo ejército que ha estado involucrado en las masacres en Guerrero en el 60, en Tlatelolco en el 68 y el halconazo del 71, en Tlatlaya y Ayotzinapa en 2014; el mismo ejército sentenciado por la Corte Interamericana en 2002 por abuso sexual de las mujeres indígenas Valentina Rosendo e Inés Fernández, por la desaparición forzada de Rosendo Radilla en 1974, y de Teodoro Cabrera García y Rodolfo Montiel Flores en 1999; el responsable del asesinato en 2010 de Jorge y Javier estudiantes del Tecnológico en Monterrey, así como del estudiante de la Universidad de Guanajuato, Ángel Yael, en abril de este año; por la balacera a un auto en la carretera de Nuevo Laredo en la que murió Alejandro Gabriel de 15 años y su padre en el 2010, el de Heidi Mariana de 5 años hace unos días; por enumerar solo algunos de los casos más sonados.

El presidente ha justificado la creciente intervención militar por su disciplina, eficacia y honestidad, declaración que no tiene sustento cuando vemos los escándalos de corrupción que involucró en 2012 a los generales del Ejército, Tomás Ángeles Dauahare y Roberto Dawe, y recientemente al ex secretario de la Defensa Nacional, General Cienfuegos señalado en EEUU por delitos de lavado de dinero y vínculos con el narcotráfico; y de donde salieron los mandos para el cártel más sangriento, el de los Zetas.

La incorruptibilidad de las fuerzas armadas es un mito construido desde la presidencia del general Venustiano Carranza, donde paradójicamente nació el verbo “carrancear” como sinónimo de corrupción, pero que se resume en la frase de Álvaro Obregón: “No hay general que resista un cañonazo de 50 mil pesos”.

Su “eficiencia” contrasta con la recurrente violación a los Derechos Humanos. La CNDH da cuenta que, tan solo de enero de 2019 a junio del 2021, hay 1654 quejas contra el ejército y la guardia nacional. Los datos en materia de seguridad no corresponden con la narración oficial, pues la violencia se ha exacerbado desde 2007 que había una tasa de 8 homicidios por cada 100 mil habitantes a 29 por cada 100 mil, en 2021. Por otro lado, el índice de letalidad de las actuaciones del Ejercito, según el último dato disponible, de 2020, por cada militar caído mueren 39.5 civiles, es decir, el ejercito abate a más civiles por cada soldado que pierde la vida.

La intención de las fuerzas armadas por recuperar poder político y presencia pública viene desde finales del sexenio de Carlos Salinas y el inicio de Zedillo. De acuerdo con Oscar Manuel Rosado “la crisis política, económica y social de los noventa, marcó el fin de las bases de la conducta de las milicias en la política nacional... y empezaron a mostrar descontento por el escaso reconocimiento para salvaguardar al sistema político y el funcionamiento del Estado”.

Desde entonces, como sostiene Jorge Javier Romero “los sucesivos gobiernos han impulsado cambios institucionales para modificar su estatus legal, para regularizar su presencia en tareas prohibidas por la Constitución y el peso de la política de seguridad pública ha recaído en la milicia.”

Con Calderón, el ejercito salió a “combatir el narcotráfico”, con Peña Nieto promovieron la Ley de Seguridad Nacional que fue declarada inconstitucional por la SCJN, y con López Obrador cabildearon una reforma constitucional para una Guardia Nacional militarizada, que quedó acotada por el Congreso para estar subordinada a mandos civiles y con un tiempo de 5 años para su regreso a los cuarteles, después vino el decretazo de López Obrador para saltarse lo que dice la constitución y ahora una reforma legal que es inconstitucional y que ya ha sido aprobada por los diputados de Morena y será discutida esta semana en el Senado. Ojalá ahí se le ponga un alto al proyecto de las fuerzas armadas por hacerse de poder y recursos públicos que, de aprobarse, alcanzaría 435 millones diarios, 158 mil millones a su disposición.

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