Con mucha dificultad, las reformas electorales en materia de género de la década de 1990 logaron establecer condiciones más equitativas para las mujeres, con el fin de facilitar su participación en las contiendas por el poder público bajo las mismas condiciones que los hombres.
Esta lucha por el ejercicio del derecho al voto pasivo no fue una banal consigna, ya que, aun cuando a nosotras “nos fue reconocida la ciudadanía y el derecho a votar y ser votadas” desde 1953, medio siglo más tarde una clara subrepresentación en el poder legislativo no sólo era notoria sino, para muchos, explicable al amparo de argumentos que defendían que no había mujeres preparadas para asumir esos cargos ni mujeres dispuestas a participar como candidatas en alguna elección.
El terreno político seguía considerándose un espacio con predilección masculina; al margen, las mujeres aguardaban. El discurso de la inclusión era solo eso, discurso, y no había oportunidades reales para ellas en estos ejercicios fundamentales para una convivencia realmente democrática.
Con la exclusión de las mujeres de la arena política (más de la mitad de la población) la democracia mexicana no podía considerarse plenamente representativa ni verdadera o decir que aspiraba a serlo. Por lo que el camino por recorrer se antojaba complejo, lleno de obstáculos y de empedrados normativos y culturales que complicaba el avance de la igualdad de género en la política mexicana.
En este contexto, la adopción de acciones afirmativas en el país, como las cuotas de género, justamente tuvo como objetivo acelerar la incorporación de las mujeres en los cargos de elección popular de manera paulatina, hasta llegar a metas más elevadas.
En principio, y a grandes rasgos, estas cuotas consistieron en una recomendación a los partidos políticos (1993), medida que al no ser vinculante y al no generar una obligación, fue aplicada discrecionalmente, pero aun así pudo cosechar los primeros frutos en torno a una mayor presencia de mujeres en el poder legislativo: la implementación de esta proto-cuota permitió que en 1994 las mujeres crecieran prácticamente el doble respecto de la conformación legislativa anterior, con un 15% de mujeres en la cámara de diputadas y diputados y 12.5 % en la de senadoras y senadores.
De ahí en adelante, el diseño de las cuotas de género fue evolucionando en la medida en que se señalaron las debilidades de una legislación condescendiente, y al ir visibilizando las malas prácticas que impedían hacer de las cuotas una empresa realmente efectiva. Pronto fue superada la simple recomendación de una cuota indefinida para volverla obligatoria, con sanción y con un porcentaje asignado, para después aumentar la cuota de mujeres de 30% a 40%, entre otras particularidades.
Pero fue con la Reforma Político-Electoral de 2014 que se hizo posible transitar de un sistema de cuotas a un sistema paritario, alcanzando en su primera puesta en práctica (2015) una representación de mujeres en la Cámara baja del 42.6%.
Tras las elecciones que vivimos el 1 de julio de este año, el INE nuevamente fue pieza clave en la implementación de la paridad y al generar, junto con las demás instituciones electorales, acciones afirmativas incluso en beneficio de mujeres indígenas: como resultado, ahora la presencia de mujeres en el Senado será de 49%, y en la Cámara de Diputadas y Diputados de 47.8%, lo cual nos colocará a la vanguardia de las democracias paritarias.
Pero a pesar de la satisfacción que este resultado puede darnos, el camino no termina allí. Las legisladoras aún tendrán que librar sus batallas dentro de los órganos legislativos y enfrentar las barreras procedimentales que les impiden tener posiciones de liderazgo dentro de las comisiones, pues al llegar a las legislaturas, es común que se les destinen aquellas supuestamente “propias de las mujeres” por asociarse con los trabajos de cuidado, educación, salud, grupos vulnerables, bienestar social, niñez o temas de género.
Lo innegable en todo esto es que, en el marco de las elecciones, la democracia igualitaria se consolida. Pero como integrantes de una sociedad plural esto no basta. Se necesita de un apoyo incondicional de todas y todos los mexicanos, dado que la búsqueda de una realidad más igualitaria no compete solo a unas cuantas autoridades, sino que las reacciones que se deben generar por la defensa de los derechos políticos de las mujeres deben provenir desde distintas fuentes, no sólo las institucionales, a fin de abarcar mayores ámbitos de acción para que, con ello, se pueda prevenir y evitar la violación de derechos fundamentales de esa mitad de la población que históricamente, mediante la perpetuación de estereotipos sociales y culturales, ha sido discriminada y marginada.