No hay sorpresa en la contrarreforma constitucional en materia energética acelerada en el Congreso. Es la trazada el 5 de febrero pasado en el “Plan C”, el cual, al parecer, se erige como lineamiento transexenal, por más problemas que genere para el país y ataduras innecesarias al nuevo Gobierno.
Tampoco tendría por qué haber sorpresa en los efectos previsibles y los riesgos de tal disrupción de motivación ideológica, básicamente, para recrear de forma contrahecha al modelo energético de la década de 1970.
Lo que sorprende, como han dicho especialistas en el sector, no es el texto, sino que se menosprecie u obvie el contexto, que debería considerarse al menos para mitigar daños, incluyendo contra objetivos del nuevo Gobierno, como el impulso a las energías renovables.
De entrada, la gran incertidumbre prevaleciente en el entorno de negocios y la inversión, en general, sin que acabe de ser creíble que, más allá del discurso, el fomento a la inversión privada realmente es prioridad nacional, y que ésta contará, en los hechos, con certeza jurídica y condiciones para darse, incluyendo el desarrollo de la infraestructura energética necesaria.
De lo que no hay duda es que el Estado mexicano no puede solo con lo que se requiere en el sector. Si el nuevo Gobierno va en serio en la intención de promover la inversión y el crecimiento, garantizar el abasto de energía a población y empresas a bajo precio, y al mismo tiempo, acelerar la transición energética, debe encontrar una fórmula efectiva para conciliar la línea ideológica que viene arrastrando, y que ha colocado a nivel constitucional, con legislación secundaria y medidas que habiliten sinergias de inversión y complementariedad con el sector privado.
Por lo pronto, con la contrarreforma, CFE y Pemex dejan de ser empresas productivas del Estado para convertirse en empresas públicas donde la generación de valor económico ya no es obligación, lo que suena a un salvoconducto para operar sin cuidarse de arrojar crecientes pérdidas y con más opacidad financiera, con el consecuente daño a la hacienda pública. Recordemos que en el sexenio pasado, el Gobierno ayudó a Pemex con más de 2 mil 100 millones de pesos.
Se establece un monopolio en la explotación del litio, aunque no se cuente con recursos financieros ni tecnológicos para hacerlo, y se cancela la posibilidad de inversión privada en transmisión y distribución eléctrica. Más importante en lo inmediato, se da un tácito aval al empeño del Gobierno anterior de que la energía de CFE se despache primero, aunque sea más costosa y sucia, discriminando la de las privadas.
Así, se pone en jaque al mercado eléctrico, concebido para funcionar con principios de competencia –la energía más barata primero–, a uno atado a una autosuficiencia y soberanía mal entendidas, esto es, confundiendo esos conceptos con la preponderancia de CFE y Pemex, aun si eso implica dejar en entredicho el abasto mismo.
Sin mecanismos de inversión que permitan inversión privada potencialmente complementaria en transmisión y distribución eléctrica (asociaciones público-privadas, CKDs, Fibra E o Cerpis), la CFE tendrá que cargar con la totalidad del gasto de capital para expandir y modernizar las redes, lo cual es urgente. Adicional a la que tendrá que hacer para cumplir con la obligación de concentrar el 54% de la generación.
Como señala el Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO), la reforma enviará un mensaje de incertidumbre jurídica que no se limita a las inversiones directamente afectadas: se reflejará en toda la economía nacional.
Al desincentivar la entrada de nuevos jugadores al mercado eléctrico, se eliminan los incentivos a la eficiencia que reduce los costos. Y sin inversión que asegure el suministro a futuro, competitivo en costo y limpio, el nearshoring será otra oportunidad perdida.
Es fundamental procurar que la legislación secundaria mitigue los riesgos inherentes, desde disputas comerciales y litigios con empresas y socios de tratados a evitar una prolongada sequía de inversión.
El nuevo Gobierno de México quiere ser un campeón de la transición a fuentes limpias, con la ambiciosa meta de que representen 45% de la generación en 2030 (hoy, menos de 28%, y a la baja). En paralelo, asegurar tarifas bajas y hacer más confiable al sistema. Se ha estimado que en el sexenio se requieren inversiones por más de 50 mil millones de dólares para ello.
Sin embargo, se aviene a la obsesión del predecesor de acotar la participación privada en el despacho de energía, limitándola a 46%, sin ninguna lógica del porqué de ese porcentaje y no otro, y cuando la que genera CFE depende más de fuentes fósiles, es mucho más cara y menos confiable, por su baja productividad, costos, rezago tecnológico y restricciones de financiamiento.
Sin especificar aún si la proporción 54-46 es anual, diaria o en tiempo real, cómo aplicará para el autoabasto o la generación distribuida, qué hacer si crece la demanda y el Estado no puede cumplir con su parte para asegurar el abasto.
Desde el Gobierno se ha manifestado que habrá reglas claras para los inversionistas, pero ya tendrían que estar aclarando lo básico. Y las reglas servirán de muy poco si no son compatibles con los modelos de negocio del sector y, de entrada, con los contratos de financiamiento.
Como ha dicho el especialista Pablo Zárate, ya hay cientos de millones de dólares invertidos, y dependiendo de la nueva legislación, los contratos respectivos pueden convertirse en un problema de responsabilidad fiduciaria enorme para empresas que confiaron e invirtieron en México. En suma, acabar de pagar los activos y su financiamiento sin poder operar con el modelo original de retorno de inversión. Así, como señala, el potencial de disrupción y disputa es grande: el Gobierno debería empezar a dar pasos para mostrar que entiende la problemática y proponer caminos para abordarla.
Llega la hora de las definiciones. Si hay responsabilidad con el país, antes que con ideologías o apegos políticos, el camino es claro.