Por Estela Casados
La primera semana de octubre ha sido intensa en México. Llena de simbolismos, cambios e inercias en un país a cuya sociedad le está siendo difícil (y a veces imposible) asimilar eventos que se manifiestan a la velocidad de la luz y que nos conducen hacia horizontes desconocidos e inciertos. La intensidad ha venido de la mano de una banda presidencial colocada a una mujer que fue elegida para ser Presidenta (“con A”, como ella misma lo ha declarado y corregido a puristas de nuestro idioma) y de un proyecto político que ha levantado inconformidad virulenta, así como abrumadora aprobación según lo comunicaron las urnas en los pasados comicios electorales.
Más allá de las simpatías y aversiones, por demás encendidas, que ha provocado el hecho histórico de que la República sea dirigida por una mujer, llama mi atención lo que hoy estamos atestiguando de manera magnificada pero que ya se venía manifestando en localidades rurales mestizas e indígenas cuando alguna ciudadana era elegida para ser comisariada ejidal, agenta municipal, presidenta o tesorera de la Asociación de Padres de Familia (sic).
Chisme, descrédito, banalidad, violencia física y sexual e incluso feminicidio o desaparición. Eso es lo que han tenido que afrontar aquellas que tuvieron y tienen el arrojo de postularse y ganar un puesto de poder formal en sus localidades. En palabras llanas, misoginia pura y dura emanada de sus familias, vecinas y vecinos, amistades y enemistades políticas.
Al iniciar este siglo tuve la oportunidad de hacer investigación sobre la participación política campesina de mujeres en municipios rurales del centro y sur de Veracruz y justo eso fue lo que me encontré. Recuerdo que en Ixhuatlán del Café tuve que apagar la grabadora de manera recurrente en las entrevistas (en esos ayeres no había celular para grabar) porque a las recién estrenadas lideresas de cafetaleros, síndicas y activistas de las comunidades se les quebraba la voz al recordar el insulto, la subestima y la difamación de la que eran objeto. La denostación estaba a flor de labios. Provenía no solo de sus contrarios de partido, sino de sus compañeras y compañeros de movimiento, de la comunidad, de su familia y hasta del pasquín local.
Más que la violencia, las quebraba la falta de reconocimiento a su quehacer, a su agudeza política y buen oficio. Que los señalamientos no estuvieran enfocados en su desempeño, sino en el prejuicio machista disfrazado de certeza política que pretendía caricaturizarlas e infantilizarlas. Se les comparaba con marionetas de ventrílocuo, despojándolas ante la opinión pública de su capacidad y habilidad.
La expresión “romper el techo de cristal” aplicada a la vida política de mujeres de nuestro país resulta ser un anglicismo bastante desafortunado, clasista, racista y, desde luego, misógino. Todas hacemos política desde nuestros enfoques ideológicos y espacios de incidencia. Desde ahí miramos al horizonte, hacia donde camina la gente de a pie. Desde ahí empujamos. ¿De qué nos sirve despedazar cristales que provocarán heridas a otras? Vamos empujando acompañadas de la crítica y a pesar de que ésta se enfoca en nuestro género para desvirtuarnos como seres humanas y que apuesta por una fórmula que se piensa contundente para criticar a los proyectos políticos de los que formamos parte. Machismo, le dicen.
Las hay quienes empujan desde el sistema político patriarcal, con sus riesgos, ventajas y comodidades. Con el peligro también de plegarse a las prácticas machistas y reproducirlas para ser y sobrevivir.
La semana que inició con la toma de protesta de la Presidenta de la República me recordó a aquellas mujeres con las que dialogué hace más de veinte años, pero también me recordó a sus “criticantes” cuyo principal respaldo fue y es una misoginia implícita y natural que se cuela incluso por la grieta más pequeña e incluso sorora.
Hay proyectos con los que podemos no estar de acuerdo. Es saludable y lógico que así sea. Lo que es inaceptable es que se traten de contrarrestar con una campaña misógina sin precedentes: se desaparece de un plumazo a la mujer política con trayectoria propia para llamarle, en el mejor de los casos, muñeca de ventrílocuo o marioneta, títere, “presirvienta”, ama de casa, mujer al servicio de un hombre que resulta ser su antecesor. Que si en su discurso de toma de posesión dijo mucho, que dijo poco, que no presentó frases memorables, que con qué presupuesto llevará a cabo los cien puntos que perfilan su propuesta para gobernar. No tenía ni 24 horas en el cargo, pero se le exigía como si llevara seis años en el puesto.
Tampoco se trata de ser condescendientes y no criticar ni con el pétalo de una argumentación. Se trata de dejar de invocar al machismo y al odio cada vez que emitamos una opinión. Esto evitará caer en el ridículo de la especulación y el exabrupto. Mientras se siga escarbando en los lugares comunes del patriarcado continuaremos mirándonos en el espejo de la complacencia sin ser capaces de observar qué está pasando realmente en el fondo. Es decir, el cómodo camino de la especulación proporciona una falsa ironía y una ridiculez indiscutible.
*Coordinadora del Observatorio Universitario de Violencias contra las Mujeres. Universidad Veracruzana