/ jueves 10 de diciembre de 2020

Propósito, ¿para qué?

Si bien el concepto había ganado terreno en años recientes, la idea de que las marcas deben definir un propósito -una razón que brinde luces de por qué hace lo que hace y le permita justificar su valor frente a la sociedad- se ha impuesto casi como un requisito durante la pandemia de la COVID-19. Antes bastaba con los conceptos de “misión” (el objetivo ulterior a alcanzar) y “visión” (cómo conseguir ese objetivo en la realidad que rodea a la organización), pero hoy los consumidores demandan una definición constante de las empresas que los acredite como instituciones responsables y valiosas.

La exigencia es saludable, aunque no debería ser algo nuevo para una compañía que aspire a la relevancia. Aún existe la noción entre algunas empresas de que la única responsabilidad de una compañía es generar ganancias para sus accionistas, tal y como sostenía Milton Friedman en los sesenta. Quizá cuando los accionistas de la organización eran por lo general sus fundadores y propietarios, este modelo se ajustaba a la realidad. Esa idea ya no sólo resulta anacrónica, sino que asume que la empresa es un mero activo físico, cuando hoy el valor reside en su propiedad intelectual, marcas y patentes, así como en las habilidades, talento y preparación de su fuerza de trabajo. Otro argumento en contra de esta tesis friedmaniana es la consolidación del stakeholder, o parte interesada, término que aglutina a todos aquellos actores que afectan o se ven afectados por las acciones de la corporación en su objetivo de generar riqueza (accionistas, empleados, clientes, proveedores, comunidades, asociaciones de consumidores, ONGs, políticos).

Las corporaciones cuyas bondades se sustentan en un sistema de gestión responsable rara vez se ven sustancialmente afectadas en el mediano y largo plazo por una crisis de imagen. De hecho, la mayor parte de las corporaciones daña irremediablemente su imagen por una serie de factores que tardan mucho tiempo en incubarse y no son visibles hasta que se desdoblan en una situación de alta envergadura. Una vez que se presenta el problema, es difícil vencer la inercia organizacional y actuar de manera distinta.

Para una entidad con una visión de largo plazo, que se conciba a sí misma como mucho más que una estructura pensada para hacer dinero, ideas como el propósito y la Responsabilidad Social Empresarial (RSE) no deberían ser nada nuevo, pues el bienestar social no está peleado con la rentabilidad y la permanencia. Por el contrario, ante factores como el incesante escrutinio de la opinión pública internacional, la mencionada consolidación de los stakeholders y el creciente poder del consumidor se antoja improbable que una corporación que incumpla con los parámetros mínimos de responsabilidad pueda prosperar sin dificultades. La RSE es un mandato de la sociedad. Ser socialmente responsable entraña beneficios como el incremento en ventas, dominio del mercado, mayor posicionamiento de marca, atracción de talento ejecutivo y aumento de valor para inversionistas, pero quizá su mayor virtud sea la de brindar rumbo y dirección existencial en tiempos de alta incertidumbre. ¿Qué mejor razón para abrazar la idea?

Si bien el concepto había ganado terreno en años recientes, la idea de que las marcas deben definir un propósito -una razón que brinde luces de por qué hace lo que hace y le permita justificar su valor frente a la sociedad- se ha impuesto casi como un requisito durante la pandemia de la COVID-19. Antes bastaba con los conceptos de “misión” (el objetivo ulterior a alcanzar) y “visión” (cómo conseguir ese objetivo en la realidad que rodea a la organización), pero hoy los consumidores demandan una definición constante de las empresas que los acredite como instituciones responsables y valiosas.

La exigencia es saludable, aunque no debería ser algo nuevo para una compañía que aspire a la relevancia. Aún existe la noción entre algunas empresas de que la única responsabilidad de una compañía es generar ganancias para sus accionistas, tal y como sostenía Milton Friedman en los sesenta. Quizá cuando los accionistas de la organización eran por lo general sus fundadores y propietarios, este modelo se ajustaba a la realidad. Esa idea ya no sólo resulta anacrónica, sino que asume que la empresa es un mero activo físico, cuando hoy el valor reside en su propiedad intelectual, marcas y patentes, así como en las habilidades, talento y preparación de su fuerza de trabajo. Otro argumento en contra de esta tesis friedmaniana es la consolidación del stakeholder, o parte interesada, término que aglutina a todos aquellos actores que afectan o se ven afectados por las acciones de la corporación en su objetivo de generar riqueza (accionistas, empleados, clientes, proveedores, comunidades, asociaciones de consumidores, ONGs, políticos).

Las corporaciones cuyas bondades se sustentan en un sistema de gestión responsable rara vez se ven sustancialmente afectadas en el mediano y largo plazo por una crisis de imagen. De hecho, la mayor parte de las corporaciones daña irremediablemente su imagen por una serie de factores que tardan mucho tiempo en incubarse y no son visibles hasta que se desdoblan en una situación de alta envergadura. Una vez que se presenta el problema, es difícil vencer la inercia organizacional y actuar de manera distinta.

Para una entidad con una visión de largo plazo, que se conciba a sí misma como mucho más que una estructura pensada para hacer dinero, ideas como el propósito y la Responsabilidad Social Empresarial (RSE) no deberían ser nada nuevo, pues el bienestar social no está peleado con la rentabilidad y la permanencia. Por el contrario, ante factores como el incesante escrutinio de la opinión pública internacional, la mencionada consolidación de los stakeholders y el creciente poder del consumidor se antoja improbable que una corporación que incumpla con los parámetros mínimos de responsabilidad pueda prosperar sin dificultades. La RSE es un mandato de la sociedad. Ser socialmente responsable entraña beneficios como el incremento en ventas, dominio del mercado, mayor posicionamiento de marca, atracción de talento ejecutivo y aumento de valor para inversionistas, pero quizá su mayor virtud sea la de brindar rumbo y dirección existencial en tiempos de alta incertidumbre. ¿Qué mejor razón para abrazar la idea?