Por: Delia Paredes
En este punto del tiempo no cabe ya la menor duda de que la economía global irá irremediablemente a la recesión a raíz de las medidas de confinamiento tomadas por la pandemia del Covid-19. Los gobiernos alrededor del mundo se debaten para encontrar un equilibrio entre proteger a la población de la pandemia y la reactivación de la actividad económica, con un nuevo conjunto de reglas del juego.
En este contexto, el Fondo Monetario Internacional espera que 154 -de 194 países bajo análisis-, entren en recesión en 2020, lo que contrasta con los 91 países que sufrieron una contracción en 2009, tras la crisis financiera. Por su parte, la OCDE recientemente revisó sus escenarios para 2020, planteando dos posibilidades para la recuperación. El primero asume que el virus continúa retrocediendo y se mantiene bajo control, en cuyo caso la economía global se contraería 6% en 2020, mientras que, en el segundo, se asume la reaparición de otro brote más adelante en 2020, con lo que entonces la caída sería de 7.6%.
Pero lo que llama la atención es que en ambos casos la recuperación que esperan para el año que entra es menor que la caída que se observaría este año: 5.2% en el primer caso, que implica una recuperación en forma de “V” y de 2.1% en el segundo escenario (recuperación en forma de “W”).
En esta coyuntura, considerada como la más grave vista desde la Segunda Guerra Mundial, los gobiernos enfrentan retos importantes no sólo en el corto plazo, sino también en el mediano y largo plazo. En el corto plazo, queda claro que las medidas que se deben tomar deben ir encaminadas hacia la cooperación para encontrar una vacuna, el fortalecimiento de los sistemas de salud, así como también en apoyar la transición y la recuperación económica. No obstante, hay que tener en cuenta que las decisiones que se tomen hoy tendrán un impacto tanto económico como social, por lo menos en la próxima década.
Si bien es cierto que son deseables las iniciativas de política monetaria y fiscal (como una reducción de tasas de interés, incremento de gasto del gobierno o la reducción temporal de impuestos, entre muchas otras), la aplicación que se haga de estos recursos -que deben ser transparentes y equitativos-, deben ser bien dirigidos para que efectivamente lleguen a los grupos más vulnerables y ayuden a robustecer las estructuras económicas.
A mediano y largo plazo, vale la pena preguntarse qué es lo que ha funcionado en otros episodios de crisis para ayudar a la recuperación económica. Existen principalmente dos consecuencias particularmente importantes a raíz de una crisis económica: una caída en los niveles de productividad, que reduce la tasa potencial de crecimiento de un país, y un incremento en los niveles de desigualdad.
En ambos casos esto se explica por bajos niveles de inversión, particularmente en investigación y desarrollo. Adicionalmente, aquellos países que son más dependientes del crédito y de la actividad económica de otros países, tienden a experimentar caídas del PIB mayores. Por su parte, aquellos países con una situación fiscal sana y con economías con flexibilidad en mercados como el laboral o el cambiario, entre otros, fueron aquellos que pudieron tener una mejor respuesta ante la crisis.
Para el caso de México, nuestro país goza de fundamentales sólidos, con un régimen de tipo de cambio flexible, un banco central autónomo, niveles elevados de reservas internacionales y con un déficit fiscal bajo control, fruto de 25 años de construcción de un andamiaje institucional y reformas estructurales. No obstante, la materia pendiente sigue siendo incrementar los niveles de inversión, que particularmente se han debilitado en los últimos años derivado de la incertidumbre generada por la elección de Trump (y la renegociación del TLCAN), así como por el cambio de administración en México, que trajo consigo cambios en las reglas del juego en algunos sectores, minando la confianza de los inversionistas.
En este contexto, es fundamental que las medidas que se tomen para atacar la crisis que se avecina tengan como objetivo fundamental recuperar los niveles de confianza en el país. Esto a través del fortalecimiento del estado de derecho y creando un clima favorable para la inversión. Pero no sólo esto, ahora más que nunca, la inversión que se debe incentivar debe tener una perspectiva de sustentable y de inclusión social, que permita corregir los desequilibrios sociales que venimos arrastrando desde hace varias décadas y que tengan en cuenta el impacto sobre el medio ambiente.